Cacería
María Teresa Andruetto
(Random-House Mondadori, 2012)
Mi comentario:
en: Suplemento Señales, La Capital, Rosario, 29/11/2009
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Texto completo:
Felicidad imperfecta
por Marta Ortiz
La variada producción literaria de
María Teresa Andruetto (Arroyo Cabral, Córdoba, 1954; reciente premio Hans
Christian Andersen) abarca poesía, novela, cuento, literatura infantil-juvenil,
ensayo y teatro. Es el turno ahora de Cacería,
trece cuentos, algunos reeditados, otros inéditos, escritos –se advierte en las
palabras preliminares–, a lo largo de veinte años, “en los intersticios de
otros proyectos de escritura”; palabras que me remiten a otras, de Antonio di
Benedetto, leídas en diálogo con Ricardo Zelarrayán: “Para mí el cuento es mi
hobby de novelista, y a veces me apesadumbra la certidumbre de que la novela
pueda ser mi hobby de cuentista”. Así, en los espacios en blanco que abre el
juego de seducción (el autor se debate indefenso entre géneros de escritura que
lo atraen por igual), se pergeñaron y facetaron estas gemas a partir de cuya
génesis, ella se propuso una doble exploración de género: femenino y cuento.
A excepción de dos relatos, los personajes
femeninos son protagonistas excluyentes. Viven sus confusiones y pesadumbres
desde un conflicto que delata alguna debilidad o marginalidad (salvo la
práctica antropófaga en el exclusivo club de mujeres que cazan y matan hombres
en Todo movimiento es cacería para
ofrecerlos como “el manjar prohibido” en su restaurant “para mujeres
cuidadosamente seleccionadas”). Un recorte clave en sus vidas las ubica al
borde de algún precipicio, un orden conocido se derrumba para instalar otro,
vagamente intuido, visible solo en el devenir de la trama. Víctimas de figuras
opresivas tributarias del poder derivado de construcciones sociales aceptadas y
convalidadas, llámese marido autoritario o infiel, o ambas categorías a la vez,
madre cómplice o indiferente, represor y torturador o “brazo armado de la
comunidad”, entre otros victimarios/as.
La elocuente imagen que ilustra la
tapa –April, acuarela de la
neoyorquina Amy Cutler (1974) –, evidencia la imposibilidad cultural de algunas
mujeres (como en su reverso lo delatan los contenidos de las historias), de
revisar y modificar libremente sus objetivos y decisiones: así, la joven
sentada en un taburete sostiene el cuerpo erguido en tanto su cabeza decapitada
rodó y sólo le sirve para apoyar los pies.
Jaqueada por un pasado de
humillación, forzada a elegir el atajo, el callejón oscuro–, la protagonista de
Los rastros de lo que era, contra
toda lógica elige sostener una relación perversa con su carcelero y torturador:
“si fuera posible suprimir la memoria, acabarían de un soplo no sólo los
horrores del pasado sino los que vendrán; pero no se puede”, afirma. Desde otro
lugar, análogo a los personajes de las novelas que ha leído, Luisa (Sola por algunas horas), espera
otorgarle un sentido a su vida que la justifique ante sí y los demás: “…también
ella, como ese tal Diego de Zama esperaba, pero no sabía, sabía menos que él,
qué esperaba…”
Un hombre viejo a la orilla del camino y La
muerte y las aves plantean el relato desde un punto de vista masculino. El
primero subraya el estereotipo del exitoso ganador que no conoce límites, cuyo
humor sube o baja según el ritmo bursátil; dueño de un falso discurso que
ahonda el hiato –no existe lenguaje que lo salve– que lo separa de su
antagonista: un viejo indigente y enfermo al que intenta ayudar, “se había
empeñado en cumplir, de algún modo todavía borroso, una obra de bien...”, para luego cargarlo con el peso de
un delito que no cometió. En La muerte y
las aves, un matadero de pollos y gallinas es el pretexto para poner bajo
la lupa los mecanismos del acto de matar: los procedimientos, grados de tortura
que padece el animal. “Matar es una tarea desagradable”, se dice en el inicio,
“complicada”, que exige “cierto orden”. Desplazando la clave de lectura, el
texto ilumina –o entenebrece– un espejo o metáfora de los años de plomo en
Argentina: “Es como es en los corrales de este lado del mundo”, afirma el
narrador.
En la ruta chejoviana, los cuentos
de Cacería exponen la vida diaria:
miserias, grandezas y banalidades en torno al matrimonio, la amistad, la
infidelidad, el prejuicio, la vejez, el trabajo, la enfermedad, y más. Lenguaje
no complaciente, claro y sin artificios que bordea la ironía, la parodia, el
humor, y deja su espacio, en los remates abiertos o ambiguos, a la actividad
del lector.
La felicidad,
al final de la serie, dialoga con el filme de la cineasta danesa Agnès Varda: Le bonheur (La felicidad, 1965), y con
el bello y sutil cuento de K. Mansfield Felicidad
perfecta, obras pivoteadas en conflictos derivados de triángulos amorosos.
Las tres búsquedas interpelan el mismo objeto, se iluminan entre sí. La
protagonista de Andruetto medita los contenidos del concepto “felicidad” –alcanzada
ya la edad madura todo ha cristalizado en su justa medida y equilibrio–; nada,
como tampoco en las tramas de Varda y Mansfield, permite vislumbrar el
dramático final. Su reflexión en torno a ese estado dudoso, vulnerable, llamado
“felicidad”, estado que a su vez los tres relatos se ocupan de transgredir y
desmentir, remite a otros personajes femeninos de Cacería. Se pregunta –y la pregunta abarca por igual, en el lúcido
juego de intertextualidades coincidentes, la cumbre y el abismo propios y
ajenos– qué estaría pensando Bertha Young (en el cuento de Mansfield) cuando
cree tocar el punto más alto (como el árbol de peras “que parece que va a rozar
el borde de la luna”) de su eufórica felicidad, sin intuir siquiera que está a
punto de perderla: “dos mujeres atrapadas en un círculo preguntándose qué deben
hacer con esa felicidad que les oprime el pecho”.