Según la
numerología, el 11 es el número del iniciado, el que ya emprendió un
camino y el que tiene la misión de trasladar sus conocimientos a los demás.
Además, es la base para lograr el 22, el número del constructor, el del nuevo
comienzo, el iniciador del camino que debe recorrerse en beneficio de los
demás.
Hay días en nuestra vida que merecen contarse.
Por lo general la monotonía de las horas se repite, transcurre
con altibajos más o menos transitables sin que podamos remediar o modificar su
curso.
Hay acontecimientos que compartimos todos los humanos.
El nacimiento de un hijo, una boda, la muerte. Otros, menos excepcionales.
Publicar un libro junto a once escribientes amigos, no
se compara con nada.
Todo empezó cuando las hojas en blanco se
transformaron con las formas de las letras y el negro le fue ganando en color.
Cuando crecieron en la emoción de sus contenidos y encontraron un ritmo, un
tono. Fueron leídas y corregidas. ¡Tantas veces! Hubo alguien que supo comprender,
coordinar, que con una paciencia infinita escuchó, alentó y se hizo oír. Que
puso su talento al servicio del resto. Y el torrente hizo que el río desbordara
y se saliera de su cauce para dar lugar a otros ríos, a otros mundos que se
hicieron un poco más visibles. El
encanto surgió para dar lugar a la suma de páginas y la suma de mundos -territorios- para convertirlos en libro.
Fue un proceso tranquilo, espontaneo. Surgió de modo
natural. Solamente fue necesario imaginarlo.
Y hubo un día en que una antigua casa convertida en
bar, espacio cultural, sede de actividades diversas, fue el lugar que el
destino marcó para el evento. El hogar que en algún tiempo perteneció a una
familia tradicional, avasallado por el paso del tiempo, con paredes desteñidas
y muebles añejos. Un lugar que parecía oscuro se vio invadido por un grupo de
personas que lo iluminaron. Algunos traían pretensiones de escritores, otros ya
estaban consagrados. Todos ocuparon el mismo lugar, unidos por la fuerza poderosa
de la palabra escrita.
Los once ocuparon la misma mesa y apoyaron su libro sobre
un mantel también robado al pasado y la magia alrededor del fuego le dio calor
y vida al lugar. Fue disfrute. Un poco de sorpresa tal vez. Se rompieron
paradigmas y viejas estructuras discursivas fueron reemplazadas por la espontaneidad.
Hasta hubo improvisación. Es que siempre sale bien lo que late dentro de
nosotros.
Hoy, los once territorios comunicados por carabelas están
en los estantes de las librerías, esperan ser leídos. Están a disposición de
quien quiera alcanzarlos, y si es posible los convierta un poco en parte suya.
Y como no era suficiente con tanto, en pocas horas
otros once jugadores salieron a la cancha para hacer su arte. El del fútbol en este
caso. Y con gran esfuerzo, con sufrimiento, lograron un triunfo maravilloso.
Gladiadores que lucharon hasta ganar lo que parecía imposible. Ellos también tenían a alguien que los supo
conducir. Llevaron luz al corazón argentino que se prendió de esta alegría para
seguir latiendo. Los colores de la bandera se agitaron con tanta fuerza que,
confundidos con el cielo, se extendieron por todos los continentes del mundo.
Será casualidad. O causalidad. Pero se dio al mismo
tiempo.
Hay momentos que serán eternos. Fotos solo perceptibles
a nuestros ojos que como en un desfile se perfilan para no borrarse jamás.