Mi pequeño homenaje a una gran narradora y MAESTRA de escritores.
Dos fragmentos de Músicos y relojeros:
Mi
abuela conocía el secreto de la vida eterna. Consistía en un conjunto de reglas
tan simples, que era increíble que nadie más que ella las conociera y las
practicara. A veces nosotros participábamos del ritual, asegurándonos así, si
no una inmortalidad completa, por lo menos una buena dosis de inmortalidad.
Una de las ceremonias de ese culto consistía en hervir acelgas y comerlas inmediatamente, chorreando el jugo de la cocción, y rociadas con el jugo de dos limones grandes. En la forma más perfecta de esta práctica las acelgas se hervían debajo de un limonero. Una vez listas, se hacía una incisión en dos limones que colgaran del árbol sobre la olla, para que el jugo que cayera sobre las acelgas conservara intactas sus vitaminas. Así se evitaba "comer cadáveres".
Decía mi abuela que el noventa por ciento de los males del hombre provenían del estreñimiento. En casa lo padecían todos, y había un continuo ir y venir de recetas para combatirlo. A pesar de su sabiduría al respecto, mi abuela lo padecía más que nadie. Cuando lograba mover el vientre, andaba un rato con una gran sonrisa, se lo contaba a todo el mundo, y hasta era capaz de hacer algún chiste, o acordarse de la primavera en Kiev.
Esas eran primaveras, después de unos inviernos que también eran verdaderos inviernos. Cuando ya parecía que el frío y la nieve iban a ser eternos, una mañana cualquiera ella corría las cortinas y veía pasar torrentes por su ventana. No bien se escurría el agua, bajo un sol repentino, todo estallaba en flores y los bosques se llenaban de cerezas. Cerezas dulces, no como las de aquí. Y así era al día siguiente, y al otro, y al otro. No como aquí, en estas primaveras que no se sabe lo que son.
Así hablaba mi abuela de su país natal, cuando la marcha de sus intestinos la ponía de buen humor.
Una de las ceremonias de ese culto consistía en hervir acelgas y comerlas inmediatamente, chorreando el jugo de la cocción, y rociadas con el jugo de dos limones grandes. En la forma más perfecta de esta práctica las acelgas se hervían debajo de un limonero. Una vez listas, se hacía una incisión en dos limones que colgaran del árbol sobre la olla, para que el jugo que cayera sobre las acelgas conservara intactas sus vitaminas. Así se evitaba "comer cadáveres".
Decía mi abuela que el noventa por ciento de los males del hombre provenían del estreñimiento. En casa lo padecían todos, y había un continuo ir y venir de recetas para combatirlo. A pesar de su sabiduría al respecto, mi abuela lo padecía más que nadie. Cuando lograba mover el vientre, andaba un rato con una gran sonrisa, se lo contaba a todo el mundo, y hasta era capaz de hacer algún chiste, o acordarse de la primavera en Kiev.
Esas eran primaveras, después de unos inviernos que también eran verdaderos inviernos. Cuando ya parecía que el frío y la nieve iban a ser eternos, una mañana cualquiera ella corría las cortinas y veía pasar torrentes por su ventana. No bien se escurría el agua, bajo un sol repentino, todo estallaba en flores y los bosques se llenaban de cerezas. Cerezas dulces, no como las de aquí. Y así era al día siguiente, y al otro, y al otro. No como aquí, en estas primaveras que no se sabe lo que son.
Así hablaba mi abuela de su país natal, cuando la marcha de sus intestinos la ponía de buen humor.
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Mi pierna. Recostada en la cama a la hora de la
siesta, con un libro abierto sobre la almohada, he dejado de leer para
observar mi pierna con curiosidad, casi con fascinación. No sólo ha crecido,
sino que ha cambiado notablemente. Está más torneada, con la pantorrilla llena,
el tobillo más fino por comparación. Veamos las dos piernas juntas. Ahora estoy
sentada en la cama con las piernas recogidas, las plantas de los pies bien
apoyadas en la sábana. Estas que hasta ayer eran piernas de nena, no muy
diferentes de las de un varón, aptas para el triciclo y el monopatín, para la
mancha y la rayuela, ahora están adquiriendo esas sinuosidades típicas de las
piernas de mujer. Esto es algo que me sucede, claro, yo no he hecho nada en
especial para que ocurra. Sin embargo esta tarde de otoño, en el silencio de
la casa, bajo el rayo de sol que entra por la puerta de la pieza y baña mi
cama, me asombro y me fascino ante estas piernas que no parecen mías. Las miro
de frente, de costado, me paro de espaldas al espejo del ropero y tuerzo el
cuello para ver la parte de atrás: es cierto que ahora las pantorrillas se han
redondeado. ¿Qué hago? Tengo once años, once años en el otoño de 1944. Es
posible que haya algo malo, monstruoso, pecaminoso en la forma en que han
cambiado mis piernas. Si no, ¿qué me impediría ir corriendo a comunicar mi gozoso
descubrimiento? ¡Miren, miren mis piernas! ¡Ya no tengo piernas de nena! ¡Estas
son piernas de mujer! Todavía seguirán cambiando, claro. Dentro de unos años,
si puedo evocar mis piernas tal como las descubro ahora, me reiré, porque en
realidad aún no son nada: no son piernas de nena ni de mujer. Pero,
miren,¡miren qué cambio! De ahora en adelante andaré en monopatín por el patio;
si lo hago por la calle la gente se reirá viendo a una mujer grande que anda
en monopatín. Pero no importa. Esto es cosa mía. Es cosa mía y nadie me la
quita.
Pero, ¿por qué está mal?
Bueno, ya he pasado mucho tiempo en la cama, en
estas horas después del mediodía. No me permiten mucho ocio. Debo ponerme ya
mismo a hacer algo útil. Los deberes, ordenar ni cuarto, lustrar mis zapatos,
cualquier cosa. De lo de mis piernas ni una palabra. Me pongo los zoquetes y
los zapatos guillermina, y antes de salir del cuarto echo una mirada de reojo
a mis pantorrillas en el espejo, tanto como para corroborar mis observaciones.
Sí, es cierto.
Salgo al patio. En las baldosas hay una franja de
sol, y otra de sombra que proyecta la galería. Qué extraña modorra. ¿Modorra,
yo? De veras es raro, porque soy incansable. Pero con gusto volvería a la cama,
a leer, a no leer, a mirar mis piernas desde un ángulo y desde otro, en
distintas posiciones. Pero eso es ocio, y el ocio está mal. ¿Por qué está mal?
Atravieso el patio y el vestíbulo y entro en la
habitación más atractiva de la casa: el escritorio. En el escritorio está la
colección de los Diccionarios Enciclopédicos Hispanoamericanos, en veintiocho
tomos, edición de 1912. Hasta hace poco todo lo que hacía era abrir un tomo al
azar y buscar las páginas ilustradas: flores, frutos, peces, banderas de todos
los países. Pero hace algún tiempo he encontrado en ellos una veta mucho más
interesante: la de las palabras prohibidas. No sé cuál fue la primera; probablemente,
"prostitución". Luego una palabra me llevó a la otra; en cada
artículo correspondiente a una palabra prohibida figuraban otras no menos
prohibidas que yo buscaría después en el tomo correspondiente del Diccionario,
y así me enteraría, aunque el material y el estilo estuvieran algo pasados de
época, del significado de la palabra "coito", de
"masturbación", "parto" (obsérvese que todas las palabras
prohibidas no tienen contenido erótico): "ninfomanía",
"satiriasis", "polución" (aún ahora no deja de darme cierto
escozor que la gente hable con tanta libertad de la "polución del
ambiente", en aquel entonces los habría tomado por deslenguados).
Pubertad. La sola palabra era pecaminosa, con reminiscencias
de otras palabras prohibidas. Un día Nélida faltó al colegio, y cuando volvió
traía un justificativo escrito por su papá, que era médico. Decía: "Mi
hija Nélida estuvo ausente el día... por padecer molestias vinculadas con el
desarrollo de su pubertad". Insólito. Claro que el padre de Nélida era médico,
y los médicos están autorizados a decir cualquier palabra... Miré a Nélida con
admiración y envidia, pero sin entender.
No me había faltado la información mínima necesaria
sobre el advenimiento de la menstruación. Me fue comunicada en términos
estrictamente técnicos y formales, y no me sorprendió porque ya conocía el
hecho por conversaciones con compañeras de colegio. Así supe también que en
otros hogares se hablaba con más libertad de ese acontecimiento fisiológico,
a pesar de que se trataba de hogares religiosos donde el pecado era pecado y no
había vuelta que darle.
El tiempo, inexorable, siguió cambiando mi cuerpo. La ropa infantil,
los zoquetes y los zapatos guillermina lucharon denodadamente por disimular los
cambios, por aplastarlos, por conservar la loca ilusión de una niñez que se iba
para siempre. Pero finalmente venció mi cuerpo. Y hubo quienes no me lo
perdonaron nunca.
(de… Músicos y relojeros (Edit. Planeta, Buenos Aires, 1993)
(*) Alicia Steimberg (Buenos Aires en 1933-2012). Estudió en
el Instituto Nacional del Profesorado en Lenguas Vivas. Fue Directora del libro en la Secretaría de Cultura de la Nación
entre 1995 y 1997. Es traductora del inglés al español y
organiza talleres literarios y cursos de lectura de textos en inglés.
En 1971 publicó su primer libro, Músicos y
relojeros, en el Centro Editor de América Latina (Buenos Aires), que
también resultó finalista en los concursos de ese año de las editoriales
Seix Barral (Barcelona) y Monte Avila (Caracas). En 1998 fue traducido y publicado en los Estados Unidos por Latin American
Literary Review Press, con excelentes críticas de Publishers’ Weekly y
Kirkus. Siguieron La Loca 101
(Premio Satiricón de Oro de la revista Satiricón),
Su espíritu inocente (1973), y una
colección de cuentos de carácter intimista, Como
todas las mañanas (1983). Paralelamente ha ido publicando cuentos en
periódicos y revistas argentinas y latinoamericanas.
Su última novela, El árbol del placer
(1986) es además una crítica a ciertos métodos de
«salvación» de nuestros días, como el psicoanálisis o la homeopatía.
Aunque escribe para adultos también apela a
lectores juveniles como en sus obras El mundo no es de polenta,
publicado en 1990 y Una tarde de invierno un submarino en 2001.
En 1983 obtuvo la beca Fulbright y participó en el encuentro de escritores International Writing
program, en Iowa.
Ha recibido numerosas distinciones y fue traducida a varios idiomas.
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