Colectivo Editorial La Pulga Renga, Rosario, 2013 |
Reseña publicada en la edición impresa del diario El Litoral (Santa FE), el 07/03/2014
Enlace:
http://www.ellitoral.com/index.php/diarios/2014/03/07/opinion/OPIN-02.html
Texto completo:
Un pensamiento alto
como un árbol
Por
Marta Ortiz
Tarde abedul, primer
poemario editado de Alejandra Mendez (1979, San Cristóbal), abre un
interrogante: escribir poesía: ¿un destino o un desatino? Dice el epígrafe de Ezra Pound: “Eres
violetas agitadas por el viento. / Una niña –tan alta– eres; / Y todo esto es
un desatino ante el mundo”; Antschel (a
Celan), en el cierre del libro, agrega: “Me creció un pensamiento/ (alto como un árbol) en la mano”. Antes, Alejandra
había escrito: “El poema debe dejarse morder/ por un hombre casi como en el
silencio”. Entre estas líneas marcadas se sucede la escritura de Tarde abedul, libro que, si en su conjunto
cobrara la forma de un caligrama, veríamos alzarse sobre el papel blanco, un
árbol de versos, más precisamente advertiríamos un abedul de tronco firme y
corteza fina y sedosa como de papel donde inscribir la letra, porque de abedul
es la raíz que alimenta a la poeta, de abedul la fuerza líquida que empuja
desde el origen (el desatino de ejercer la poesía: la savia/ sabia, alimento de
exilios varios en el entramado ancestral).
Ordenado como un árbol genealógico, Tarde abedul rescata en Raíz
los orígenes familiares. Se detiene en el primer brote de sombra que cobijó la
infancia –Al Pie–; sube luego por el tronco jugoso de savia nueva o el
descubrimiento del Otro (que no soy yo pero es mi espejo), miradas que mutarán
en poesía –Tronco–. Los días y sus tardes entretejidas de palabras, los juegos
de memoria y olvido (palabra sostén que el viento arremolina en lo alto del
ramaje), el lugar asumido de cara a los contenidos sociales: el color y la
textura de Ramas.
Raíz, primer apartado, revisa las voces
ancestrales desenterradas. Son entrañables las evocaciones de la abuela rusa (Mamoushka): la imagen que el ojo fija la
ve atravesar las heladas tierras nativas: “el frío nómada que solo / un samovar
lleno lo calma”; el relato grabado en la memoria va naciendo poesía, las
“épicas” cotidianas brillan en los ojos helados de Lena. La misma tanza enhebra
al collar otros abalorios que reescriben los rescates necesarios: la historia
del abuelo polaco Bronislaw (Ventana de
un sueño), y la imagen de la abuela que aportó el brillo cantábrico a la
raíz: se sigue oyendo, tras la lectura de Caracola,
la rompiente de acantilados a lo lejos. Lo alquímico derivado del batido de
sangres múltiples son muchos de los tu
que dialogan con la voz del yo
asumido como depositario de “…los secretos / toscos y huesudos / de los rasgos”.
La tarde es la
dimensión temporal que cifra la tristeza ligada a experiencias puntuales:
“Asomo la curiosa /visión esa tarde / […] / El corazón palideció entonces /
para siempre”. Los versos de Colibrí, aluden
a una cicatriz que no acaba de cerrarse, “en la acardia de la tarde”. Ausente de
latidos, la hora remite al dolor incrustado en el alma. La escritura deviene testimonio,
memoria, lugar donde el recuerdo se congela: el blanco de la página remeda
aquella nieve antigua: “…todo es blanco, nieve, olvido / Pienso en ellos; / en
los escasos alimentos de mis ancestros”.
Los poemas que articulan Al
pie, connotan una dimensión espacial: lugar de origen, zona, punto de
partida: el pueblo natal, sus pasarelas y andenes. La categoría temporal
reitera la hora de la tarde que evoca la forma del abedul “el aroma del viento
/ trae de los árboles aquel invierno”. Ancestros, lugar y tiempo dan forma a la
cantera donde abreva la poesía de Alejandra, lugar donde la lluvia se acompasa
o se crispa, donde hay nieve y dolor, la pampa gringa y sus pájaros y árboles y
también el río: “Al Colastiné bebemos por paisaje / los poetas de viento
húmedo”. Todo cabe en la materia que la Tarde
Abedul amasa.
Tronco y Ramas
completan la silueta del árbol. El yo se ha desplazado a la experiencia de la
otredad; la mirada se detiene en lo humano que registra vestigios inmutables aunque
su origen hoy sea nada más que polvo. La construcción
de una ética personal alcanza su cenit en el poema En vuelo –homenaje al militante social Pocho Lepratti asesinado a
mansalva en Rosario en 2001–, cruce dialógico con Trece formas de mirar un mirlo de W. Stevens. Poema bisagra o ética
poética: las palabras no se callan con balazos, sentencia la poeta, y advierte:
“Cuando la hormiga / toma revancha / levanta la piedra”; y la ética asumida
alcanza su deriva natural en la forma de resistencia que supone el ejercicio
indeclinable de la poesía.
“No hay resguardo del destino” dice el último
verso de Restos: la evidencia niega entonces
el desatino, escribir poesía es para Alejandra Mendez un “destino” o el vuelo
ingobernable de una sintaxis propia, desobediente en el juego lúdico y en la
sabia decisión que desafía las retóricas vigentes; el trabajo sobre la letra
delata la laboriosidad de la hormiga,
símbolo preciso que identifica un modus operandi caro a la poeta. No hay
retorno ante la urgencia indeclinable del destino: si de descifrar el código
genético de Alejandra se trata –“yo (es decir) esta casa blanca / de pálida luz
en cencerros / […] / yo (es decir) pueblo, soledad / garganta o fantasma”–, la
poesía es clave dominante.
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