“Toda
charla es un oficio estéril. / Una escritura sobre la pared del viento.” reza
el epígrafe del primer poema del libro, llamado “Escrituras”. Esos versos
pertenecen a Joseph Brodsky, a la segunda parte de su hermoso poema “Naturaleza
muerta”. El enunciado con que culmina la primera:
Empezaré
a hablar
cuando
me harte de la oscuridad.
es
retomado en el siguiente fragmento:
II
Es
hora. Empezaré ahora.
No
importa sobre qué.
Abrir
la boca. Es mejor hablar,
aunque
también puedo estar callado.
Entonces,
¿de qué hablaré?
¿Hablaré
sobre la nada?
¿Hablaré
sobre los días o las noches?
¿O
de la gente? No, sólo sobre las cosas,
dado
que la gente seguro morirá.
Toda.
Como yo.
Toda
charla es un oficio estéril.
Una
escritura sobre la pared del viento.
Cito
el fragmento de Brodsky porque los versos de Ortiz advierten su diálogo con los
del poeta ruso. Conocemos una versión de “Escrituras”colgada en la web desde
diciembre de 2011. Su autora le ha hecho pequeños cambios al texto pero muy
significativos. Donde decía “página errante/ que no volveremos a encontrar”,
corrige por “página errante/ que no volvemos a encontrar”. La sustitución del
tiempo verbal señala que es condición de la escritura su pérdida, su naturaleza
irrecuperable; no se trata de una vicisitud personal, una cuestión de mala
fortuna, una gracia perdida. El segundo cambio es aún más elocuente: la alusión
idealista y un poco estetizante de “Sumo al anaquel/ mis castillos de viento. /
Escribo en el agua/ grafías de lapislázuli” es reemplazada por una elíptica y
potente sentencia: “Sumo al anaquel/ mi casa de viento: / escribo”. Una suerte
de declaración de principios, que se elige como título del libro. No se trata
de una manera de escribir, nos vienen a decir estos versos más respirados, sino
del hecho mismo de hacerlo. Sí, dice Ortiz, siguiendo los argumentos de Brodsky,
a pesar de todo, hay que “abrir la boca”.
Hay que hablar, aunque se podría callar. La poesía es el primer fenómeno
del silencio: “Tensó –mi voz– el mudo oficio/ del silencio”. Pero señalemos lo más singular de la idea: uno
podría pensar que se le habla a los demás, a los lectores; yo creo que no. En
los buenos libros como el de Ortiz, uno tiene la sensación de que ya no se le
está hablando a la gente ni a alguna criatura divina o fantasmal. Simplemente la
poeta está hablando con el lenguaje mismo. Se vuelve espejo de la sensualidad,
de la sabiduría, de la belleza y de la ironía propias del lenguaje. En ese
sentido, la poesía es algo más que un arte, una rama del arte, es la operación
lingüística suprema, nuestra meta antropológica (en tanto la palabra es lo que
nos distingue de otras especies), como señaló alguna vez el mismo Brodsky en una
conversación.
Una
casa de viento puede entenderse como una casa devastada, castigada por la
catástrofe. Resulta entonces un oxímoron: un refugio que deviene intemperie.
Esa falta de contención, de límites, también tiene su correlato en el
despliegue imaginativo de la poesía de Ortiz, que asocia sin esfuerzo
situaciones cotidianas con asteroides y galaxias (“el impulso de tocar luna y
estrella/ sin escalas”), que les dan un inusual aire de ciencia ficción a
muchos de los poemas, sin duda motivado por esa propensión exploratoria de los
límites que se tematiza(“piedra lunar/ alfa omega/ mi genealogía muerde tu geología”), que
permiten que el sujeto conecte con su dimensión cósmica: “No vi fantasmas ni
espectros/ espíritus goteando luz;/ no el universo/ su cavidad intensa/ la suma
de galaxias.// La flor bordó leía tu mensaje/ bordeaba la forma de una gasa/ –líquida–/
abolía el tiempo / la forma del espacio”. Una casa hecha de viento alude a la visión
cósmica del libro, no al mero derrumbe existencial. Cósmica e irónica. Un humor
sombrío tiñe con frecuencia las referencias al Ganges satelital, hologramas, cintas
de Moebius, cyber redes romboidales, haces lumínicos, derivas del neón: “Bastará
un click tecnológico y el pueblo/ jamás será vencido”.
También
la escritura, nos dice Ortiz, es una casa de viento: “¿qué latido tensa/ la
levedad del poema?/ si el portazo resintió la estructura y/ las letras/ –como
escombros–/ cayeron al piso”. Entonces el título del libro nos irradia con su
ambigüedad: lo que es se vuelve un hacer, la quietud es trocada por nuestro
dinamismo imaginario. Se trata de la caza del viento, de la captura del aire
colérico: “la luz/ decrecida/ ventila vidrios rotos// vuelos quebradizos”. En
el primer poema, el sujeto poético admite reunir el anaquel con su casa de
viento. Se es consciente de la fragilidad de los medios, de su carácter efímero.
La escritura es una “página errante/ que no volvemos a encontrar”, “una página
de donde no se vuelve”. El libro alude a esos “vínculos de vértigo”, al “peso
de monzones y ciclones”, movimientos del cosmos de la tempestad en los que se
manifiesta el aire violento, la cólera cósmica (“sopla un viento lunar dobla/ los
pasillos de la noche”). El viento violento se vuelve símbolo de la cólera pura,
sin objeto, sin pretexto, y nos ayuda a captar la furia elemental que es todo
movimiento. El viento amenaza y ulula, pero solo toma forma cuando encuentra
polvo: visible, se convierte en una triste miseria: “la percepción es poesía
maltrecha”.
Según
Ortiz, los poetas sueñan cosmologías: una cólera inicial es una voluntad
primera (el epígrafe de Glück alude al momento previo al “don” de la creación,
“al brote de la primera flor”, a la “posesión” de la forma), que ataca la obra
que hay que realizar: “quiebres de la letra:/ el papel se rasga/ la huella
lastima/ gotea sangre la pulpa/ excede la pantalla/ el límite/ línea de partida
/ de llegada”. El primer ser creado por esta cólera creadora es un torbellino:
“tendía tu discurso un cordón de tiempo/ espiral/ voluta/ vaivén”. Ante la
acción creadora se expande un inmenso vacío: “Da miedo el sumidero/ la tierra
mutilada/ acá, allá/ aquí, allí, / intemperie// o la palabra que sirva.// Saber
dónde se está parado/ tocar un centro/ mirarse la punta de los pies,/ apoyar su
contorno y cavar la huella:/ un sitio donde depositar la fe”.
Una
de las preguntas que tanto acuciaban al poeta ruso era “¿Qué nos hace el
tiempo?”. Dice el poema ya citado:
El
lampazo o la estola del obispo
no
pueden tocar el polvo de las cosas.
Las
cosas mismas, por lo general,
no
tratan de depurar o domar
el
polvo de sus entrañas.
El
polvo es la carne del tiempo.
La
mismísima carne y sangre del tiempo.
La
poesía de Ortiz explora esa mirada melancólica (“ileso/ a resguardo/ el polvo
del tiempo/ inimputable”) que anida en todo augurio: “acertijo para la
adivinadora/ el color disloca/ el color marea”. La casa es a un tiempo templo
ruinoso del pasado, tierra fértil para la memoria y cifra de “lo que vendrá”.
La intuición del porvenir es ya el presagio de “vuelos alucinados” pero también
de “cadáveres”: “Trampas del sonido:/ el tic-tac tiquitac/ acompasaba/ tu
exigua/ reserva/ de segundos/ disponibles”.
La belleza en decadencia es algo que nunca se repetirá. La exploración
del tiempo y el espacio se despliega como conciencia de esos límites:
“evidencia de vacío/ la cajita de cristal traspasa el límite”. El ser íntimo participa
en todas las fuerzas del universo. El tiempo y el espacio se desplazan hacia
una dimensión desconocida (“perdidos al sur del continente extremo”), la casa
(“visito el jardín/ en mi cápsula de yeso”), los balcones, los techos, la sala
de hospital se tornan un territorio gobernado por leyes físicas
incomprensibles: “Incluso comenté un tópico que afinaba la Física:/ las
dimensiones/ no las cuatro conocidas/ otras, por lo menos hay diez,/ lo dijo un
físico en televisión/ invocaba la no menos lúcida teoría de las cuerdas/ aunque
quizá fueran once dimensiones/ no retuve el dato preciso”. Durante el proceso
de escritura, se experimentan las mejores horas, las de profundización, las de
ampliación de la cosa: “dejarse ir por la corriente/ la lucidez del agua que no
cesa/ :hundir un cauce más abierto cada vez”. Sentirnos autorizados a cosas que
no sabíamos que estaban allí. Los versos de Ortiz nos persuaden de esa fe.
EN EL DIARIO "LA CAPITAL", SUPLEMENTO MÁS (edición impresa del 15 de mayo de 2016)
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