Mi reseña a La guerra en los jardines de Celia Fontán, publicada el 1/12/23 en El Mirador provinacial de Santa Fe, suplemento del diario Clarín:
Texto completo:
Un aire a secreta nostalgia
©Marta
Ortiz
Fontán, Celia, La guerra en Los jardines (La mariposa y
la Iguana, Buenos Aires, 2023)
Anteponiendo los prefijos micro o mini o nano a los
sustantivos relato, cuento o ficción (y otras variantes discursivas), ríos de
tinta corrrieron entre teóricos y amantes del género brevísimo, tratando de dar
con una etiqueta que englobe sus modalidades. Misión imposible, como suele
ocurrir cuando de encorsetar la escritura literaria se trata.
Celia me dijo en una oportunidad: “yo no sé si alguna vez
me propuse escribir un microrrelato, creo que nunca; para mí son textos que
aparecen y piden decirse en formatos breves atravesados por la ficción”.
No soy adicta a las
etiquetas ni intento definir un género que cuenta con múltiples aproximaciones.
Elijo la claridad de una imagen como la que tomé de una entrevista a Esther
Andradi, escritora santafesina residente en Berlín: “Es
el árbol que no se va por las ramas, la hoja para leer el bosque”. Sigo estas palabras
y suscribo: los “textos” de Celia son ficciones mínimas donde nada sobra ni
falta, donde lo no dicho puede ser estruendo y el impacto de su lectura,
asombroso y perdurable; en La guerra en
los jardines, cada relato es la
“hoja del árbol” que permite leer el bosque, abordar situaciones cotidianas o fantásticas,
naturalmente subordinadas al sello, al tono, a la estética dominante en los
libros de poesía de su autora y, más cercano en el tiempo y en el género, a su Herbarium, publicado también por
editorial La Mariposa y la Iguana, libro de ficciones breves que despliega, al
modo de los naturalistas de los siglo XVII-XVIII, un mundo para ellos desconocido,
un herbario de rarezas.
El epígrafe inicial ‒tomado de la escritora Alicia Kozameh‒, esboza
una teoría de la percepción de aquello que se presenta como origen o germen
textual: “se perciben formas”, “un mínimo movimiento, una especie de balanceo”;
palabras que claramente asociamos a la mirada de Celia, quien recoge esas
mínimas percepciones para transformarlas luego en textos a veces misteriosos o irreales
o absurdos en el intento de recomponer un recuerdo, un desenlace que no es tal,
el retazo, lo inconcluso, lo incómodo.
Si bien muchos relatos conectan metafóricamente a
situaciones palpables, también leemos anomalías, curiosidades. La presencia de
animales entretejidos a un micromundo de hilos temáticos que compendian la vida
en buena parte de su variedad y complejidad, expone un pequeño bestiario: elefantes
soñados que son tierra, un hombre lobo que se parece a un caballo viejo, el
búho de los campanarios al que no importa tanto ver sino ser visto por él; el
caballo blanco que salta a una calle céntrica desde las páginas de un libro de
cuentos infantiles; sirenas emergiendo en las orillas de arroyos o riachos más afines a nuestra
geografía local que a la épica grandiosa que las vio nacer en nuestra
literatura occidental; un animalito no identificado que late en la palma de la
narradora, el quetzal solo visible en la fotografía de quien lo mira, lombrices
enroscadas en los patios; gallinas, ocasionales compañeras de juego de quien
narra. Todas estas ficciones construyen un mínimo catálogo con anclajes ciertos
en la realidad, deconstrucción de mitos y desenlaces en su mayoría inesperados.
Leyéndolos, mi memoria lectora actualizó un acápite leído hace tiempo en Los animales salvajes, libro de cuentos
de Griselda Gambaro publicado en 2006, que dice así: “No haber nacido animal,
es una de mis secretas nostalgias”, tomado de Agua viva, de Clarice Lispector. Por yuxtaposición, por ósmosis
‒quién puede saberlo‒, el acápite que Celia elige para “Las gallinas”, también
pertenece a Lispector: “…pues el olor de la gallina viva no es cosa de broma”. Y
en los nudos de dicha trama de lecturas y escrituras, volví a respirar ese aire
de añoranza de un reino animal remoto que nos precede, ya respirado en la
lectura del libro de Gambaro. Dice Celia: “No acostumbro a contar que me crié
entre gallinas, menos aún que las extraño”. Así comienza. Y en la misma línea,
concluye: “Aun hoy, después de tantos años, suelo sentir ese leve cloqueo de
las aves en su acomodamiento nocturno […] y me dejo envolver por el olor tibio
de sus plumas”. No hace falta decirlo porque lo sentimos, es la poeta quien ‒sumadas
a la nostalgia explícita‒, bosqueja esas imágenes sensoriales que sin escalas remiten
al pulso de la poesía.
Y si de brevísimos catálogos hablamos, se ofrece también
el de los jardines. Una suerte de jardín de invierno crecido en la frágil
memoria de los internos en un geriátrico, momentos de “…alegría ligera,
parecida a la que provoca una copa de licor”, se dice. Un segundo jardín se cubre de nieve en la memoria de la exiliada
aun cuando ese jardín perdido se ubica en una ciudad donde la nieve es solo un
deseo o un recuerdo fugaz. El tercero relata una guerra entre bandos infantiles
a la hora de la siesta, hora emblemática del escape de los niños a la
vigilancia de los durmientes adultos. “La guerra en los jardines”: único texto
que por su extensión excede a la etiqueta del microrrelato. Imposible no volver
a las secretas nostalgias que sobrevuelan estas páginas, aterric sin escalas a
mi infancia, tiempo en que los jardines y huertas de las casas vecinas sobre
todo en los barrios, estaban separados por alambrados fáciles de saltar, alguna
rotura o agujero lo facilitaba; tiempo en el que la atención de chicos y chicas
no estaba centrada en celulares, no existía internet, no había plataformas,
apenas algunos televisores en blanco y negro. Un jardín donde los juegos y
rituales de infancia más o menos crueles, se inventaban en el momento.
Entre realidad e irrealidad hay una delgada línea que
Celia sortea con naturalidad; el tránsito sutil
de la lucidez a la alucinación, el deslizarse sin preámbulo a la lógica
disparatada del sueño, tal como ocurre en “Los disfraces”. Y en esta línea caben también esos misteriosos y sueños de raíz
literaria con trenes rusos que indirectamente nos remiten a Tolstoi, a su
muerte en una estación de ferrocarril, a
un país, Rusia, del cual se dice que está hecho “a la medida de los
trenes, una estética fundada en el contraste entre la oscuridad de las
locomotoras y el resplandor de las estepas”. La imagen es de raíz literaria y
cinematográfica (no en vano se nombra el crudo contraste entre los blancos y
negros que lograba Eisenstein en la edición de sus películas). En la urdimbre
de palabras que describen el sueño del personaje que se derrumba en un vagón (ha
empezado a nevar como en Rusia) y alucina la imagen de su padre envuelto en un
capote, es posible leer un parentesco no solo con Tolstoi o con Gógol (El capote), sino también con Dahlman, el
personaje de Borges que escapa en tren hacia el Sur, alucinando para sí una
muerte heroica a la que está muy lejos de acceder.
Recapitulando
entonces, además de un bestiario y jardines vistos desde diferentes ángulos con
diferentes brillos, encontramos las formas de las emociones, anécdotas simples,
recuerdos que rozan lo inmaterial. Hay, por sobre todo, una narración que
puede, desde el asombro inagotable, adoptar la voz de una niña, o la
neutralidad que se pretende ingenua de quien narra sin tomar partido, exenta de
opinión y de ese modo, el juego escritura-lectura ofrece espacio al trabajo del
lector, quien podrá suponer, reponer, sentir, creer, descreer, todas las
posibilidades abiertas. Se ha dicho, refiriéndose a la técnica de estas
brevedades, que se trata de tallar sobre la primera versión del texto o piedra
en bruto, hasta obtener el brillo de un diamante facetado. Celia Fontán ha
facetado pacientemente estos textos hasta su versión final amorosamente editada
por La Mariposa y la Iguana. Un tesoro para el buen ojo lector, ese que bucea
en la interlínea. Cisne, en palabras de Borges, a veces más tenebroso y singular
que los buenos autores.
1 comentario:
Muchas gracias Marta por esta reseña!!!
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