Texto presentación de Oriente (Olga Suárez, Alción Editora, Córdoba, 2016)
Palabras que cortan la niebla
©Marta Ortiz
Prendida de la cadencia y belleza de la palabra
Oriente, me abro paso en su espesura semántica. María Moliner me da la primera
pista: del latín “oriens, -entis”, de “oriri”, nacer, Oriente significa
“nacimiento de una cosa”. También es el Este o punto del horizonte por donde
sale el Sol, y por su situación respecto de Europa, el “conjunto de países
asiáticos”, Oriente Próximo y Lejano Oriente; sin olvidar las perlas, las
buenas se distinguen por la intensidad de su brillo, precisamente, por su oriente.
En términos de búsqueda de orientación y dejando marcas de lectura como
guijarros en el camino para no perderme, con esos pocos elementos, penetré una
selva poética imprevisible: la que abría ante mí el poemario de Olga Suárez, recientemente
publicado por Alción Editora.
A la vuelta de las primeras páginas, se cruza en mi
camino una segunda palabra, también de las más bellas que enriquecen nuestra
lengua: Clepsidra, título del primer
apartado de los tres que articulan el libro (Clepsidra, Eros y Los plátanos); impecable soporte
simbólico para una serie de poemas que apelan a la memoria. Se trata de un tiempo
mítico que se ha escurrido en gotas de historia personal, regresado en la
metáfora de la lágrima, como si esa infinitesimal porción de agua pudiera
contenerla: “me sumerjo en la lágrima”, dice la primera línea del primer poema,
a sabiendas de que abrir la caja del tiempo implica riesgos, abrir es sentir
arder el silencio: “Si te abro me desarmo / como un tronco seco”.
Clepsidra
es también el nombre de un largo poema segmentado en XIV unidades. En ellas el
clima onírico recorre el conjunto: el rastreo se apoya en sueños y ensoñaciones.
Se nombran “colinas del sueño” y “la escala del sueño”; alguien “sueña entre
las flores” y habrá una “trampa del sueño que retorna” y “damas negras que se
columpian en el sueño”. Avanzando páginas, se dirá: “Me encerraba en sueños de
acertijos / y crucigramas para acallar el miedo.” Tal vez no exista materia más
proclive a la recuperación de la imagen poética anclada en el pasado, que el
sueño y la ensoñación. “Recuerdo, te abro al tiempo”, dice el verso que inicia
el primer poema y remueve, en la apelación, una genealogía que roza la leyenda:
el rapto de Mónica la bella por Juan de los llanos, acto violento y aventurero de
sesgo romántico que no desató una guerra como el rapto de Helena, y sí en
cambio fundó una estirpe: “…lo no nacido / que viene una y otra vez a golpear
la puerta”. Imagen iniciática que la clepsidra interrogada ha devuelto a escala
de sueño, entre girasoles encendidos.
Un hombre sueña entre flores, dice el poema IV. De una raza de Oriente, vendrá
del Este. El Oriente imaginado expresa aquí un Deseo: el futuro ilumina, un
“punctum estelar”, se dice. En los poemas V y VI, el camino de la revisión
resignifica esa “estación de Oriente” conjetural. Se nombra un tú que puede ser
un yo. La propuesta vislumbra un regreso al canto, al trino, volver a ser
alondra “para ser avistada” y elegir el nido: “…deja regresar tus pasos a esa
casa / que nunca se deshabitó ni pidió cuentas”. La casa y el canto, es decir la
Poesía, o la suma de sus voces: “insistirá aquello que el corazón te señale /
para gorgear al unísono”.
El uso frecuente del prefijo trans va más allá de cualquier límite, no reconoce frontera
temporal y en las trans-figuraciones,
trans-mutaciones, trans-formaciones nombradas, se llega al presente de un yo lírico
ensoñado en paraísos perdidos donde es posible rescatar ruecas, durmientes,
príncipes que deambulan en triciclos, espejos. El territorio de la Poesía
conecta especialmente con la infancia y lo maravilloso. Leemos en el poema X:
“La ensoñación dejará / una marca imborrable”, y aquí cabe la palabra de Gastón
Bachelard, tomada de su Poética de la
ensoñación: “Soñando con la infancia, volvemos a la cueva de las
ensoñaciones que nos han abierto el mundo” (*), y también: “Descubrimos así en
nosotros una infancia inmóvil, una infancia sin devenir, liberada del
engranaje del almanaque” (**)
En esa línea, el clima onírico que Olga Suárez
imprime al conjunto, recobra con naturalidad a la niña que fue en su fuga “hacia
el país de cigarras encendidas.” Buscando su Oriente, ella encontrará en la
calesita, el agujero por donde deslizarse. Aún en el marco del miedo y la
sobreabundancia de uniformes verdes –alusión a los años de plomo-, el juego siguió
su curso. Se indaga en el pasado para encontrar las claves del presente; para
intuir, “atesorado en relicarios”, un futuro.
La condición femenina se nutre de otras fuentes: modelos
míticos en los poemas Hécuba, Pentesilea, Dido y Helena. Mujeres
valientes, destinos trágicos. Pero Olga Suárez es mujer del siglo XXI en la
Argentina de Ni Una Menos y rearma el mito y
define una postura: “No somos devotas ni enlutadas / buscamos sin fortuna un
lugar en el mundo”, dice un verso de Hécuba; y también: “No me veo delante del
fuego en la estirpe del fénix” (Dido).
Sin embargo, los cuerpos se amontonan en la pira, “La trama se escribe en
femenino” y el objetivo común construye la estrategia: “robar el fuego / ni
elegíaco ni épico / para nosotras”.
En la segunda
parte, EROS, la poeta ya no indaga en la lágrima, sino en “la calma de Eros
escondido”. Las ensoñaciones ‒cargadas de la intensa sensualidad‒, son aquí
boscosas, se trata de “florecer en el camino del paisaje”. Y el paisaje señala,
entre otros misterios terrenales, el misterio que para Olga encierra la letra O:
“no deja de perseguirme”, Ser Olga como Olga Orozco y como ella, ser poeta. La
constante onírica evoca un “sueño áureo” que aviva el juego de la homonimia y
la semejanza: oro y oro, Orfeo y Orión, osadía de Delfos, oráculos. “Es una
boca abierta que clama”, dice, y aunque no podemos no pensar en aquel célebre
grito de Edward Munch, la duda se
despeja cuando el verso aclara: “Es un ojo / que todo lo ve”.
Los poemas de Los
plátanos vuelven a la exploración de la marca familiar, pero desde otro
ángulo: la huella que fundaron las palabras: las de la abuela Fiorina, oídas al
rirmo de la puntada, entre hilos; las de ese hombre que contaba el diccionario
como un cuento. De su madre almacena “esa lengua nómade / que apaciguaba por
momentos el terror / hoy las letras se desbaratan en aquella sopa primigenia / recobran
el sabor de la infancia”. Pero la memoria ha tendido su trampa y el olvido
erosiona el nombre grabado en la piedra, el recuerdo no es precisamente
cristalino. A contrapelo de recetas proustianas, sólo la palabra será capaz de
recomponer esa inmovilidad ajena al almanaque que menciona Bachelard. Una voz
enseña la “contraseña estelar de las palabras”, se dice en el poema Odradek.
Olga Suárez ha desenterrado la letra aprendida y se define “escriba de lo
impronunciable / en busca de certezas”. Depositaria de ese tesoro que hoy la
construye, reescribe el mandato: “Pronuncia / una nueva lengua / que te
transforme / en telar de enredaderas”. Y una certeza: “Solo poseo / palabras
punzantes/ para cortar la niebla”.
Los plátanos de la infancia cobijaron en la casa
derruida, aquel tiempo que se puede volver a habitar. “Cada palabra porta su
odradek”, se dice. Nos preguntamos cuál es el Odradek de Olga. ¿Será ese pasado
que fulgura en los plátanos cerca de la Estación Rosario Oeste, será ese
Oriente deseado, cardinal, que es también una zona, un espacio a re-visitar, a habitar,
allí donde las palabras brillan a nuevo porque fueron interrogadas?
Oriente refugio, piel y poesía, recobrado en la
cifra orientadora de la infancia o el hilo dorado que lo emparenta a la poética
de Rimbaud, el visionario, quien escribió: “esa vida
de mi infancia, la gran ruta accesible en todo tiempo”, y
buceó en la inmensa riqueza de las vivencias infantiles, a medias recordadas. Era
imperioso regresar al Oriente primitivo,
que leemos no sólo como instancia cultural sino también como territorio
primitivo personal.
“No hay nada
más, sólo creer.”, se afirma en este otro Oriente de Olga,
y la frase queda resonando. Creer que siempre existirá un lugar de fuga,
recinto cuyos interiores reflejen nuestro deseo, uno de ellos, el que permite
unir voces en un clamor común: la Poesía.
*-Bachelard, Gastón, Poética de la Ensoñación.
Página 155
** Ídem: 177
Ofelia, Francisco Nakayama, 2009 |
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