...entró en la imitación higienizada de una librería de viejo que olía a papel de lujo y tinta fresca.
por Marta Aponte Alsina (Cayey, Puerto Rico)
Para El vuelo de la noche
fotografía: Iván Utz
Corrientes
(2002)
Un volumen
de la Historia general y natural de las
Indias, en cofre abierto con entrañas de terciopelo rojo, la victrola de
manigueta, el abanico de discos de Gardel y Toscanini: atraído por la mezcla
extravagante, –era un paisaje de su propio campo de estudios–, entró en la
imitación higienizada de una librería de viejo que olía a papel de lujo y tinta
fresca.
El dependiente no levantó la vista de sus papeles, y él se lo agradeció.
Pudo hojear sin prisa, como si de veras le importara, un mamotreto de
fotografías antiguas de una oscura provincia. Gente miserable, libro caro. Le
llamó la atención una guía del Buenos Aires literario. Por ella se enteró de
que muy cerca de allí hubo un nido de ratas y papeles, una librería que pasó como
un embuste por un cuento de Roberto Arlt. En la misma guía leyó sobre el
inmueble donde “murió de insomnio” Flora Alejandra Pizarnik. Al rato le
entristeció el ambiente de facsímiles impecables que contrastaban con las
monstruosas dimensiones de la avenida. El cielo distante, rasguñado por los
edificios de buhardillas, tenía los colores de algunas banderas. Al otro lado
de la vitrina un niño vendía lapiceros de punta retractable –biromes, les
llamaban- y emblemas de equipos deportivos. Nadie le compraba.
La mujer se
detuvo ante una mesa de madera rubia. Él se fijó en ella sin disimulos, acaso
porque ella no daba indicios de haberlo visto, aunque aquellos ojos enormes
parecían comerse el mundo. Tenía puesto un chaleco que recortaba su eficaz silueta
de muchacho. Se acercó al mostrador de la caja registradora llevando en la mano
un libro. Entonces –no antes- él se fijó en el rótulo: “No aceptamos pago en
moneda extranjera”.
–¿Sabe si
hay cerca una casa de cambio? –preguntó con voz de avara de humos, las manos
hambrientas, la espalda muy recta.
El
librero no levantó la vista del mostrador. Era un hombre descortés, todos los
libreros de esta calle lo son, pero con ella no hay derecho, pensó el hombre.
–¿Hay o
no hay una cerca? –preguntó, acercándose a mediar, sin quitarle la mirada de
encima a la mujer. Era más joven que él, por lo general eran más jóvenes, pero
esta tenía el encanto de una parienta que nos conoció cuando éramos niños. Esas
que nos quieren como si fuéramos chicos siempre, con el consuelo de quien no
podrá abandonarte en una ciudad donde el forastero se percibe con desagrado.
El
librero consultó su reloj pulsera. La pregunta impertinente había agotado su
tiempo, que era todo el tiempo del mundo.
–¿Una qué?
–preguntó.
–Una casa
de cambio cercana, ya oyó a la señora.
El
librero miró al hombre con extrañeza, pero sin excesivo interés.
–No sé si
hay casas de cambio cerca –y siguió leyendo.
Ella también
lo miró y él no supo si atribuir la mirada al despiste de un largo trato con
los límites o a una descolocada y fascinante estrategia de seducción. Era la viva imagen de la foto que
adornaba su mesa de trabajo, “tiene una hija muy guapa”, le decían los
estudiantes gringos, tan ingenuos, y él nunca sentía la necesidad de
desmentirlos.
Cómo
describir la calle, pensó cuando salió detrás de ella. La calle, con su masa de
cuerpos. La precisión de las diferencias se circunscribía a lo que pudiera
registrar de las cosas que le golpeaban, sin tregua ni definición, la retina, evitando
una coagulación en la memoria. Bolsas, zapatos sucios, narices, abrigos,
marquesinas de teatros.
–No te
preocupes –dijo alcanzando a la mujer, tratando de no provocar lo probable. Me
queda un poco de cambio, lo suficiente para cenar. Después quién sabe, es mi
última noche en la ciudad.
–Quería
comprar ese libro.
El hombre
se detuvo. Ella también.
–Bueno,
debe haber una casa de cambio aquí cerca. Hoy cierran a las diez, y estoy
seguro de que ese señor tan simpático te volverá a recibir con gusto.
Ella le
agarró un brazo. Con una felicidad indisociable del asombro, él hubiera deseado
que completara el acercamiento dándole un frío beso en la mejilla. Se sentía
desperdiciado, decadente, feliz. Una semana atrás había comenzado el viaje al
congreso donde disertó sobre un tema orillero por partida doble: el bolero
tango, –ese mellizo, ese híbrido– y la crónica deportiva. El tango maleable, flexible,
se atuvo bien al son caribeño, al contoneo de caderas en lugar del juego de
piernas. De esa teoría de la gestación y difusión de las formas culturales, derivó
unas vías audaces hacia las formas de ella, la última gran poeta, una mujer que
compartió, sin sospecharlo, en una estricta soledad espeluznante, el tiempo de
los otros. Ella, que vivió los horrores del insomnio propio de las redacciones
de periódicos cercanas a su casa, donde aspirantes a novelistas se entrenaban rompiendo
noches y rasguñando crónicas deportivas. No dejaba de ser voluntarioso aquel
enlace entre las formas de la plebe y la poesía cerrada y dura de una hija de
rusos trasplantados que se llamó Flora, concebida (su poesía) en un estado
parecido al trance. La recepción de la propuesta en la mesa redonda (“El bolero
tango: una teoría de la difusión cultural”) había sido fría entre los escasos
auditores. Devorando con los ojos de ella la multitud ya no le parecía absurdo
haber viajado tan lejos para hablar sobre un tema tan desamparado.
El resto
de la semana, entre la petulancia de los colegas, el exceso de café, la compra
de libros y el intercambio de direcciones electrónicas, había seguido un
trayecto lineal, hasta que esa mañana, al llegar al aeropuerto de Ezeiza, les
informaron a los viajeros que el humo del volcán Tungurahua impedía volar por
la ruta trazada. Una noche más, pagada por la línea aérea.
–Hay cuerpos
en esta calle, ahora. Intestinos, corazones, elementales, groseros, baños de
sangre –dijo ella.
–Y son
nuestros familiares, sin saberles los nombres, ignorando la ruta que nos juntó
–respondió él. –Muchos cuerpos y ninguno. Son fantasmas. El exceso de materia
se desgrana en las ondas electromagnéticas que enloquecían a los surrealistas.
–No se
dejan ver –dijo ella.
–¿Quieres
adoptar a uno de esos cuerpos? Lo rescataríamos, lo brillaríamos con la mirada,
lo invitaríamos a cenar.
–¿Adoptamos
al librero?
No era
una ciudad dispuesta a las adopciones y él lo sabía sin que ella se lo
confirmara, pero quedaba la promesa de una hora holgada y el café con unas
sillas vacías y un mozo con toalla sobre el brazo. La perspectiva de la avenida
más ancha del mundo no parecía el lugar más ameno para sentarse al aire libre,
pero atraía detenerse bajo los paraguas abiertos.
La vieron
cuando se detuvo a recuperar el aliento. Era perfecta en su purísima escasez,
en su intransigente inanición. El hombre pensó que la anciana había nacido para
completar un encuentro en el olvido radical de aquella muchedumbre. Como si un
camalote de los cientos que bajaban impulsados por la corriente de la avenida
fuera a hacer una diferencia en el destino de él, en el destino de la mujer. Una
anciana es siempre una pitonisa. El acercamiento improbable quedaría
determinado por la ley de la frecuencia, es un ritmo, es una probabilidad, una
figura de baile cuyo origen no queda claro.
El
camalote en cuestión vestía un abrigo azul de grandes botones negros, y zapatos
que le quedaban grandes. Era flaquísima, tan fina como el papel del menú que el
mozo había depositado sobre la mesa antes de volver, como quien no quiere la
cosa, a ocupar su lugar de brazos cruzados ante la puerta del local. Él miró a
la mujer a los ojos, y no tuvieron que hablarse. Tan pronto la anciana se
acercó, se puso de pie y la abordó.
–Disculpe,
señora, ¿sabe si por aquí cerca hay una casa de cambio?
A la
vieja le tomó un segundo escuchar y recomponer las palabras. Miró a la joven,
se sonrió con ambos, y solo entonces el hombre se dio cuenta de que tenía los
ojos tan azules como su abrigo. La casa de cambio no estaba cerca, pero tampoco
lejos, a unas cuadras de allí, aunque hacía frío –ya ni los fósforos son como
los de antes– y ella tenía un mandado de un vecino enfermo.
–Si no
estuviera tan ocupada con mucho gusto los acompañaría.
Entonces
a él se le ocurrió sacar un mapa que llevaba en el bolsillo del abrigo y
pedirle a la señora que le indicara, si la amabilidad se lo permitía, en qué
lugar se encontraba la casa de cambio más cercana. Le ofreció un café y ella,
que tiritaba de frío, le dijo que sí y accedió a sentarse, porque se ve que son
personas decentes.
–¿Vive
cerca? –le preguntó ella sin temor a cometer una indiscreción. Era joven, nunca
tendría más de 33 años. Cuando él muriera, ella seguiría invariable; una joven
que ya no podría despertarlo de noche para hablarle de sus inquietudes
absurdas, desleales.
La
anciana vivía en un barrio lejano, donde todavía podían encontrarse pensiones
modestas. Era maestra jubilada, la jubilación apenas le daba para comprar papas
y café. Si decidían quedarse podría cederles su cama. Era la única manera de
prolongar casi al infinito una estancia en la ciudad.
El hombre
tuvo la sensación de que el viento modulaba las voces. El viento y el cansancio.
Las mujeres eran hojas de papel, banderas al vuelo, palomas susurrantes.
Costaba entenderlas. Atribuyó el desvarío de las voces a la falta de una
infusión estimulante.
–¿Qué le
pasa a este mozo que no nos atiende? Disculpen, señoras.
Y se
levantó y entró en el café, casi gritando a ver si dejamos de ser invisibles, pero
nadie se dio por enterado, ni la negra vieja que enjuagaba copas, ni la
pelirroja de largas piernas cruzadas que acariciaba una bolsita de azúcar con
los dedos. Era, no cabía dudarlo, Rita Hayworth. A su lado, un hombre de nariz
aguileña, con el sombrero de ala ancha apretándole las sienes, hablaba sin
parar con otro hombre que tenía espaldas de boxeador. El lugar se borraba, como
si hubiera anochecido de golpe, un silencio embozado sellaba las caras gesticulantes
mientras un lorito de plumaje opaco saltaba de una silla a otra. En una mesa
del centro la mujer, la misma, leía. Se acercó desorientado y se colocó a
espaldas de ella, deseándola, sin atreverse a tocarla. La figura del libro que
la mujer leía era ella, la misma, sentada en un sillón. Una mujer vibrante, que
no dejaba de moverse, que pasaría la eternidad meciéndose con desenfreno,
dejándose llevar por la luz del viento en una siniestra recámara oscura.
El hombre
salió sin levantar la mirada del suelo sucio. Se acercó a la mesa del paraguas.
Ya no estaban ni la vieja ni ella, la mujer duende del retrato, la que sus
estudiantes confundían con su hija, sin adivinar que era su mujer. No podía
pretender que siguieran allí, hacía tiempo que no espesaban el eco de los
ruidos transeúntes con sus voces roncas. Se preguntó si volvería a pasar por su
vida una fulguración de líneas cruzadas. Excavaría, capas y capas de sombras,
sin moverse de aquel café, de aquella esquina, hasta recordar su propio olor, el
olor de ella. Risas mudas en el interior de las paredes.
Se sentó.
Quedaba pendiente hacer la maleta. Solo tenía que acomodar las últimas compras,
unos regalos para los nietos. En la cama del hotel dejaría los pijamas. Jamás
regresaba con la ropa de dormir comprada para el viaje. Elegía pesar menos de
la piel hacia afuera. Detalles. Cuando –al cabo de un silencio inexistente, como
quien decide reconocer el cansancio– el hombre concluyó que no tenía prisa, el
mozo se acercó a tomarle la orden.
(*) Marta Aponte Alsina: Estudió Literatura Comparada en la Universidad de Puerto Rico. Es licenciada en Planificación Regional por la UCLA y en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Nueva York. Ha publicado ensayos sobre literatura, además de las novelas Angélica furiosa (1994), El cuarto rey mago (1996), Vampiresas (2004), Sexto sueño (Veintisiete Letras, 2007, Premio Nacional de Novela del Pen Club de Puerto Rico) y El fantasma de las cosas (Terranova, 2010), así como los libros de relatos La casa de la loca y otros relatos (2001) y Fúgate (2005). Blog: Angélica Furiosa.
2 comentarios:
Muchas gracias a mi entrañable amiga y admirada escritora puertorriqueña Marta Aponte Alsina por este magnífico regalo. Un fuerte, fuerte abrazo.
Gracias por la hospitalidad, Marta. Tercer intento de escribir al pie de mi espacio en tu blog.
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