Relatos, cuentos, bellamente tallados
con la palabra, al igual que un escultor cuando empuña su buril.
Despliegue de
detalles ínfimos que van haciendo senderos, donde la anécdota se transforma en
una grieta que cala en profundidad.
Cielos y telones, muñecas, cumpleaños y
abedules. Y entre todos ellos, el vestido de moaré, signo inequívoco de la
época, trabajado desde lo cotidiano con diálogos despojados y precisos, en
perfecta sintonia con la historia narrada y con sus protagonistas, encabalgados
en la acción dentro de ese auto bajo la tormenta (tormenta que es símbolo de todas
las tormentas, personales y sociales).
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