edición del IMFC (Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos), Buenos Aires, 2012 |
Reseña publicada en el número 6 (Junio 2014) de la revista Poesía Argentina, sección RESEÑAS:
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La vida es siempre más bella que la historia.
por Marta Ortiz
Repasar la producción propia (crecida durante
los últimos treinta años), seleccionar y recortar los segmentos que se
vislumbran más valiosos o representativos, y con ese material que la
subjetividad subraya dar origen a un nuevo libro, no es tarea sencilla. Susana
Szwarc aceptó el desafío, releyó sus “propios ajenos textos” y eligió seguir un
orden cronológico para el armado de La
mesa roja, antología personal. A lo largo de la lectura, el lector
advertirá que la misma historia, con diferentes ropajes o disfraces, atraviesa
los textos puestos sobre la mesa; la voz que narra y el yo poético se desdoblan
en máscaras diversas y viajan aún en ese tren omnipresente (¿el curso de la
vida vivida?) que tanto puede detenerse en el Buchenwald ancestral como en la
Perla o similares contemporáneos o en las estaciones más pedestres y cercanas, intocadas
aún por la Gran Historia.
En una ocasión escribí, a propósito del libro
de cuentos Una felicidad liviana (Editorial
Fundación Ross, 2007)[1]
que, tamizadas por la letra de Szwarc, las pequeñas historias que allí se
agrupan, alcanzan la tonalidad de una “épica del desamparo”. El mismo acento alimenta
a La mesa roja, cuyos protagonistas
son los eternos desterrados del sistema, a la búsqueda de un lugar en el mundo.
Susana sirve una mesa atravesada de rojos
intensos (leitmotiv): las salpicaduras de sangre en el vestido de aquella niña –“¿Es
que no puedo olvidar a la niña remota?” (pág.5)– que ha visto cómo se aplaudía
la muerte de una paloma degollada, o la pequeña María –espejo de la niña
remota– (No camines en el barro,
relato susceptible de asociar al encuentro de Lobo y Caperucita en lo profundo
del bosque, pero en un contexto socioeconómico actual de sesgo latinoamericano),
que ve caer el hacha sobre Borracho y la sangre se ha desplazado ahora del
vestido a las manos: “Vio sus manos cubrirse de sangre y vio sus lágrimas
rojas…” (pág.12). La misma intensidad simbólica cobra la flor roja en las manos
de la niña decimal: “Esa niña flaca, decimal con su flor/ roja al ladito del
borde…” (pág.19). Es una mujer la que clava los dientes en la pulpa roja de la
sandía recordando a la “niña” de ayer (leitmotiv) que se atragantaba también
con sandía en algún párrafo de Trenzas,
y de rojo visten las hermanas niñas y una madre que enloquece y “Ahora recorre
sola esas mismas calles vestida de rojo” (p.34) y una curandera vieja se niega
a mirar a las niñas de rojo porque “ese color es mi desgracia” (pág.32) y
alguien vomita en sueños un líquido “rojizo”. También se dice (Bailen las estepas, Ediciones de la
flor, 1999) que una mano se pondrá roja por la picadura de la ortiga, y vemos
volar por el aire los vestidos rojos de las bárbaras (Bárbara dice, Alción, 2004). Los rojos remiten al sobrevuelo del abuso
(a veces de corte incestuoso), la pobreza y su largo cortejo de carencias, la
intemperie en sus formas más crudas. Un paisaje de lluvia intermitente –casi la
única música o cortina musical que puede oírse, más allá de un anacrónico saxo
que entibia uno de los poemas o de un arpa lejana en El aire justo, o el sonido del viento–, calor, barro y también la sequía
y la sed, la escasez de agua como dos extremos que se tocan destacando la
pobreza extrema del pueblo al que una mujer regresa buscando encontrar rastros del
pasado, sólo la lluvia, quizás: “Y estamos todo el tiempo así, mirando la
lluvia. Tratando de encontrar alguna huella” (pág.32).
Trenzas
(novela,1991), vincula la maternidad, la locura, la muerte, la espera interminable
que no da frutos. El ojo que narra crea una mujer que de algún modo se repite
en otros relatos, un regreso al pueblo natal donde ya nada es lo mismo y sin
embargo están allí las raíces, los flashes que la memoria elige, enmarcados por
momentos de lluvias intensas; los recuerdos discontinuos, pasado y presente que
fluyen simultáneos, primera y tercera personas conviven; la niña del pasado oye
los diálogos de los adultos de hoy. Flota en el tiempo un tufo a paraíso
perdido, un viejo dolor que desata lágrimas, el tiempo que arrasa y distorsiona
los vínculos.
Otras experiencias traumáticas han fijado al
personaje adulto en la infancia: la madre que juega a narrar su historia
utilizando pañuelos (“El pañuelo”, Una
felicidad liviana), se trata de otro relato que transcurre en muchos
lugares simultáneos, no importa el dónde ni el cuándo, la historia es circular
y bajo diferentes circunstancias recomienza, se repite. La circunstancia puede
involucrar tanto un campo de concentración como un campamento gitano. La niña
oyente, de tanto pedir y oír el cuento, lo actúa, lo juega; el tema es la
delación.
También en “El aire justo”, un conmovedor relato
de El azar cruje (Catálogos, 2006), son
múltiples los planos temporales y espaciales y la historia es circular porque
todos los exilios se asemejan (un viaje a Leipzig da la ocasión de visitar
Buchenwald y un recorrido de la memoria ancestral donde diversos trenes son el
medio de transporte que permite abandonar un país para ingresar a otro, incluso
para ingresar a la muerte); un padre inolvidable nunca subirá al tren,
hombre-símbolo que solo confía en sus pies.
El lenguaje tal como lo conocemos no alcanza
para enhebrar el sentido o, mejor dicho, los muchos sentidos que se agolpan en
la escritura de Susana Szwarc. Hay un entramado antiguo que se dice o se evoca como
lo trae la memoria, subjetivo, discontinuo y selectivo. La poesía de Bailen las estepas provee las imágines
sesgadas del dolor de la pobreza insoportable, el drama de la sed en un sitio
donde la falta de agua hace pesar mucho más el balde vacío que el balde lleno,
lugar de intemperie y desamparo donde crecen deseos simples e inalcanzables, como
por ejemplo, el de tener un padre que bendiga y alimente. Del mismo modo, en Bárbara dice (poemario recientemente
traducido al francés), las bárbaras se
multiplican (Sheila, Luva, Mara, Patricia, Bárbara) y ronda el fantasma del
incesto sepultado en las historias personales: “No hay placer, dijiste/ mientras
vaciabas al padre/ en la botella y mi cuerpo te servía”. (pág. 61).
No obstante, existe un tenue alivio para la
desolación: las bárbaras pueden soltarse las hebillas del pelo y bailar y olvidar
así el frío: “Bárbaras somos/ en este anonimato del murmullo.” (pág. 70). Existe
un atajo en “Canción de cuna” (Bailen las
estepas): “No quedarse pegado a la falta / de comida. / Hay otros textos
que descifrar”; repetir incluso un antiguo gesto de la abuela polaca que la
memoria aporta: “(Bailemos). Del bolsillo salta / su cajita de nieves”; otra
palabra clave en La mesa roja: “bolsillos”
donde se guarda el secreto, el tesoro, lo intransferible. Saber que el tiempo
no se quedará quieto, como el viento sopla, habla, recompone. Creer en tierras
prometidas, en dulces mentiras, y el legado: “que los hijos vivan del lado de
la dicha” (pág. 57), y la palabra del padre que ha viajado al futuro sólo para dictarle
estas palabras a la poeta: “…la vida es siempre más bella que la historia.”
Lenguaje nunca complaciente ni lineal,
siempre de ruptura, estimula en el lector la urgente producción de sentido;
lenguaje que le sirve a la escribiente pero que a la vez desconfía: la
corrección no alcanza, escribir un poema correcto quizá no le alcance al poema;
“Si el lenguaje desconfiaba/ de sí mismo, ¿por qué creerle/ hasta resbalarme en
el asfalto, / mancharme las manos de rodillas/ como derribada/ por el hedor a
flores muertas?”(pág.53).
Todo es incierto y suena falso en un mundo de
desigualdades crónicas. Pero la mesa roja de Susana es un modo sutil de
transformar la denuncia en arte, en belleza; al fin y al cabo, en las últimas
páginas, es posible saborear un alimento dulce aun en un mundo tan mentiroso
como el lenguaje mismo: sirve enredarse en la poesía, “Nos enredamos en esa
música ajena / que se nos hace propia…” (pág. 114). Poesía como música ajena
que permite ubicar a las bárbaras en “el crisantemo. / Sobre cada pétalo /
(hilos) / duerme una Bárbara”: (pág. 71). Aferrarse a esa clase de enredos como
la niña de Trenzas se aferra a su
ramo de lilas, un color y un aroma donde guarecerse, un signo que atenúe el dramatismo
de la implacable herida roja que cubre las páginas del libro.
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