Edward Hopper, Night on the El Train, 1918
La cena de la víspera
Se pinta las
uñas con un esmalte borravino que alumbra chispas doradas. Ya recortó, una a
una, las cutículas. Los dedos le tiemblan, intenta hacer equilibrio con la mano
que sostiene el pincel. Le toca al índice de la derecha. Es bastante torpe
usando la izquierda, ya probó con el pulgar y la pintura se le corrió a la
piel. La vibración involuntaria hace que una gota suspendida del último extremo
de los pelos de visón, se precipite en una caída espesa y silenciosa, sangre
oscura, sobre la mesa de luz. Embebe un trozo de algodón en quitaesmalte y limpia
enérgicamente la madera con lo que sólo consigue borrarle el lustre y resaltar
la veta. Una isla bañada de luz ahogándose en el mar oscuro de la caoba.
Cierra
el frasquito y mientras espera que se le sequen las uñas, diseña la urdimbre de
la que será, una hora más tarde, su entrada al restaurante del Club de golf.
Resplandeciente, soberbia, haciendo oídos sordos a los murmullos que se
levantarán como rojas lenguas de fuego, mirando hacia un punto fijo y distante.
De la mano de Tadeo caminará el sendero de curvas y quebradas entre las mesas
hasta llegar a la de siempre, la que eligen por costumbre. O por reafirmar una
vieja rutina. De cara a la pared de donde cuelga el cuadro del bergantín que
abre las aguas de un mar turbulento, las olas casi negras ribeteadas de espuma
fosforescente estallando a lo lejos, contra las rocas de una vaga costa de
bruma.
La
mesa para dos, a pocos pasos de la que ocupará el diputado Barragán, hombre
paradigmático, estrella fulgurante de la política local. Para ella, el que cada
vez que la ve, la pulveriza con la mirada como si con ese gesto perturbador y
fundado en velados vasallajes, le estuviera desabrochando el vestido y la
dejase desnuda.
Abre
los dedos y desliza en el anular derecho la esmeralda que le regaló Tadeo
cuando estuvieron en Río. Hace tanto tiempo, parece mentira. Ya no le regala
joyas. Las dos vueltas de perlas cultivadas en el cuello, dicen que traen mala suerte, tal vez no debería ponérmelas.
En
perfecta simetría con el cuadro del bergantín, un cuenco de frutas tropicales
pintado al óleo sobre un mantón de Manila negro, las flores bordadas en fucsia
y rojo. A contraluz de un balcón pequeño. El mar a lo lejos. Elena recorrerá
una vez más, los ojos saturados de rutina, el estucado verde jade de las
paredes, las arcadas de madera, los apliques de papel reciclado que difundirán
la luz de siempre: amarillenta, mortecina.
Tadeo
le ayuda con la abotonadura del vestido de encaje negro. Una súbita piel de
gallina en los brazos y en las piernas le habla de la proximidad del cuerpo, de
un temblor imperceptible. Un efecto inesperado para una relación que hace
tiempo alcanzó el punto muerto, la inmovilidad. Las manos tibias recorriendo la
curva de la espalda, los nudillos hundiéndole hoyuelos diminutos. La pollera le
ajusta apenas en la cadera pero es la más insinuante, la mejor.
Las medias color piel calzadas en un ritual de
movimientos leves y ascendentes, los zapatos negros de taco alto y fino. En el
sobre de terciopelo: el rouge, los
cigarrillos, un pañuelo, un espejito con marco de carey y el frasco bien
tapado.
Como
un abanico puntiagudo, un ramo de azucenas blancas apoya sobre la pared baja
que divide los dos ambientes del comedor. A través de sus pétalos, espadas
blancas y pulposas, Elena percibe cómo, a medida que avanza, se revela la
pareja que acaba de entrar, la puerta giratoria en movimiento. “Barragán,
éramos pocos...”, masculla Tadeo y el labio inferior le curva las comisuras
hacia abajo en un gesto de desagrado.
Un
hombre alto, desenvuelto, de ademanes desmedidos. Una mujer baja, pómulos de
bull-dog colgando a cada lado de la boca, la mirada de ojos que no dicen nada.
“El señor y la señora Barragán”, sonríe Elena desplegando una seducción
premeditada que rueda por el salón y colisiona estrepitosamente con el amor
propio del diputado que una vez más le clava los ojos, a la vez perentorios y
húmedos, de animal salvaje. Enredada en la telaraña que se tejió en segundos,
sostiene la mirada en la mirada del hombre que parece capaz de traspasarle el
deseo y la voluntad.
Oye
sin oír el racimo de delicias que preparó el chef para esa noche: salmón
ahumado patagónico con salsa tártara, terrine
de langosta con tarteletas de camarones, cazuelitas de centolla chilena, lomito
de ternera salseado aux herbes de
Provence, vinos y champagnes franceses a elección.
Mucha
agua había corrido bajo el puente. Diez, doce años atrás no frecuentaban el
club y los sábados se divertían dando la vuelta del perro por la peatonal o
inventariando los boliches de comida barata en calesita, así había bautizado
Elena al rodeo que resultaba de un prolijo registro nocturno de esos comederos,
calzados en el fiatín como una albóndiga, la música a todo trapo y la carcajada
cavando túneles en la noche. En aquellos tiempos no sabían cómo era un palo de
golf ni comían carne de langosta ni le conocían el gusto; comían picadas de
salame y queso, milanesas con papas fritas o mojarritas marinadas en el puerto,
igual que si fueran manjares. El vino de la casa corría en gruesos chorros
granate hasta que caían desplomados, víctimas del sopor y de esa clase de
locura que acecha en los momentos irrepetibles de la vida a la que ellos se
entregaban sin remilgos. Guardaban, entre nieblas de sueños delirantes, la
sensación de que en esos días, en vez de agua, si llovía, llovía un espeso vino
rojo que encharcaba los pisos, salpicaba las paredes, mojaba los cuerpos,
humedecía la cama y los zapatos. Eran tiempos de pasión intensa y hasta habían
desarrollado el insólito berretín de ahijar un cantero de portulacas y begonias
con la misma devoción que hubiera entrañado la crianza de un hijo. Suerte que
no hubo hijos.
Poco
tiempo después sobrevino la inesperada vorágine del empleo ventajoso que
propuso Leclerc, el franchute
taimado y misterioso que apareció
súbito una mañana en el puerto, como un desprendimiento de la bruma. Dijo que
regenteaba una empresa que importaba chucherías de ésas que el sudeste asiático
vomitaba sin tregua sobre esta parte del planeta. Le ofreció el oro y el moro a
Tadeo, que se encandiló y aceptó sin chistar. Se entregó a las chinerías y
japonerías con una furia insobornable que erosionó gota a gota la pasión, el
cuidado de Elena y del cantero y ocasionó el abandono del fiatín en un corralón
de hierros viejos y el punto final de los inventarios de los boliches baratos.
Antes de que se
cumplieran los tres meses del nuevo trabajo que a Elena le pareció desde el
principio resbaladizo y oscuro, compraron la casa de doble planta que
decoró Julián, el primo arquitecto de Tadeo. Una casa como las que Elena había
visto en las películas norteamericanas. El primo, que usaba camisas estampadas,
pulseras, anillos y cadenas de oro en el cuello, se encargó de todo:
materiales, colores, texturas, pintura, muebles. Una suerte, porque de todo eso
ella no entendía nada. Era una de las cosas buenas que tenía Tadeo. La familia
siempre había estado primero, la llevaba como a un estandarte, si las cosas le
iban bien a él, ningún pariente suyo pasaría por estrecheces. Y llegaron la
ropa cara, las joyas, los viajes. Y la ausencia progresiva de Tadeo, tangible
sólo en la cinta del contestador automático. Perdido en los peldaños de la
escalera sin retorno elegida para trepar.
“¿La
señora ya decidió?”, el mozo interroga
con las cejas arqueadas. “Elena, pensá qué querés”, la voz de Tadeo aceleró la
elección: “cazuelita de centolla, no tengo secretos, siempre pido lo mismo”.
“Para mí medio entrecot a punto con ensalada verde”, Tadeo cree que debe
justificarse, dice que se está cuidando, que hace días que no asimila bien las
comidas. A Elena le parece que hasta la voz es otra: replegada, inaudible,
fría. “Trabajás demasiado, te va a salir una úlcera”, sentencia con la cabeza
sesgada vuelta hacia él, lo mira con ojos repentinamente filosos. Y él sin
percibir nada: “un día de éstos te invito a pasar un fin de semana en el barco
de Leclerc, nos está haciendo falta un descansito”, y la mira con ojos de
recién llegado, de recién te descubro, parecés bastante linda, casi me había
olvidado de vos.
Elena
abre los labios en algo que quiere ser una sonrisa, pierde el equilibrio,
repite la fórmula que Tadeo dejó rodar sobre la mesa de la cena: “un
descansito, ¿alcanzará con un descansito?” Una muchedumbre de imágenes
ausentes, una procesión discontinua: los cuerpos húmedos y entrelazados, la luz
de los amaneceres limitando el amor, las lágrimas, la construcción del futuro
como un castillo de naipes, el tiempo desleído en otoños y más tarde en
primaveras. Las largas noches hundiendo el colchón en la cama solitaria, las
flores llegadas al día siguiente, las marcas de otros dedos en la piel de los
dos. Oscila como un péndulo entre la mirada de rayos X del diputado clavada en
su cuello, en el escote, en los ojos, en los labios, y la propuesta a
destiempo, descolorida, de Tadeo. Se le cae el encendedor. Lo recoge del suelo
y presiona con fuerza para encender un mentolado sin que se le note el temblor
de las manos.
“¿A
vos no te parece que Barragán es un payaso?”, Tadeo busca consenso, tenaz.
Elena siente que le está hablando desde un lugar muy distante, el sonido de la
voz rebotando en las paredes interiores de su cabeza, la resonancia múltiple de
un eco. “Parece que está caliente con vos pero que no se meta con lo ajeno
porque lo trituro. En la política lo trituro. En su misma salsa lo trituro.
Este es un pez gordo, anda en corruptelas, en lavado de dólares. Recibe coimas
por hacer la vista gorda, tiene todo el sur de la provincia para él solo”, la
voz se vuelve un poco más audible, menos opaca.
Elena
apaga el mentolado. “Tenés razón, es un tipo vidrioso, mujeriego, dueño de un
pasado turbio y de un presente con olor a podrido. Pero esta noche a mí no me
pasa Barragán, me pasa que no sé qué me pasa, debe haber sido el vino que me
siento tan floja, no puedo tragar ni un bocado de centolla”, dice y se levanta de
la silla con el abrigo sobre los hombros, “tengo frío, estoy destemplada”.
Tadeo la sigue con los ojos, la ve cruzar unas palabras con el mozo, una seña
confusa entre ambos, hasta desaparecer en el baño.
Se
queda esperando, prende un puro y saluda con la cabeza a Martín Barranco y
señora que acaban de ubicarse cerca, dos mesas a la derecha. Tarde, como siempre. ¿Será verdad, con la
cara de mosca muerta que tiene, será verdad que Rita le mete los cuernos a
Martín con el dentista? No, debe ser prensa de vecinos mal llevados, prensa
amarilla. Pero porqué no pensar que a pesar de la cara de santa que tiene, ella
también podría. Por qué tardará tanto Elena, ese hijo de puta de Barragán tuvo
que aprovechar para ir al baño justo cuando fue ella, no da puntada sin nudo,
lo voy a bajar de una trompada, eso voy a hacer cuando lo tenga a mano.
“Su
señora se debe haber encontrado con una amiga, las mujeres siempre tienen algo
que contarse”, el mozo lo mira comprensivo, y deja boyando la teoría de la
escisión del mundo en una franja de mujeres charlatanas y otra de varones que
esperan. “Le voy trayendo la mousse
de chocolate o helado de fruta con coulis
de frambuesa para ella; ¿usted se va a servir algo de postre o café o té de
menta, de manzana con canela?”. “Nada”, Tadeo endureció el gesto y volvió a
encender el puro. “No, nada es una
palabra triste, mejor una mousse de
chocolate.”
Elena en
el baño haciendo quién sabe qué. La mujer de Barragán parece dormida, qué
adefesio, pobre tipo, hay que entenderlo, pero por qué no viene y la atiende,
para qué la saca a cenar, caradura, imbécil. Los brazos y las piernas le
pesan, la mousse está irresistible
pero la luz parece haber mermado, debe haber baja tensión. Las manos se
entorpecen, la cabeza no le responde más, no cabe ni un solo pensamiento. Si Elena tarda un poco más me va a
encontrar dormido, el cabernet me hizo un efecto demoledor, espero que
comprenda, es capaz de haberse imaginado una noche de aquéllas de hace tantos
años, cuando los huecos del cuerpo de uno se correspondían con los rebordes del
otro. Ya no me queda memoria del relieve del cuerpo de Elena. Pobre, hay que
reconocer que la tengo abandonada.
El
frío de la medianoche corta la cara. Una curva de cielo de planetario sostiene
apenas el chorro de estrellas que parece que se va a caer encima de la mujer
que se sube el cuello del abrigo para protegerse del viento helado y del hombre
que la abraza. La abraza y parece que la come y la bebe mientras la lleva al
auto estacionado desde hace horas en la cortada solitaria. No deambulan ni los
fantasmas. El equipaje en el baúl, los pasajes de avión en el bolsillo del
sobretodo.
Las
risas y los jadeos entrecortados y nerviosos abren ranuras en los costados
silenciosos de la noche. “¿No te olvidaste de nada?”, le preguntó el hombre.
“De nada”, contestó ella, la sonrisa de dientes de nácar. “Ni del cruce con el
mozo, ni del sobre con la plata, ni del frasco. Si cumplió con lo pactado,
Tadeo está soñando con los angelitos”.
Él respiró a
fondo y largó todo el aire de golpe, resoplando, “me gustan tus manos”, le dijo
antes de poner el auto en marcha. Ella se miró las palmas blanquísimas y el
dorso apenas dorado, interrumpido por el color oscuro de las uñas y el anillo
de esmeralda. Parecían haber sido largamente remojadas en el jugo púrpura de
las uvas negras, y era como si el sabor de la vendimia se hubiese demorado en
las puntas borravino de los dedos.
por Marta Ortiz
(en El vuelo de la noche, La Editorial, Universidad de Puerto Rico, P. R. 2006)
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