OTRAS VOCES, OTROS ÁMBITOS

miércoles, 18 de agosto de 2010

UN CUENTO

Lucy coronada de flores

Lo mejor de todo fue que en los días siguientes, y a pesar de “todo”, o sea, a pesar del sacudón, pude dejarme ganar por esa sensación de liviandad, de viaje en globo aerostático al ras de una campiña verde esmeralda. El trance había sido aterrador, pero por suerte se pudo entrever un punto final y no quedaron evidencias. Esa misma noche cerré la puerta con llave, la trabé con pasadores y candados, y me prometí que nunca más me haría cómplice de un hecho de naturaleza dudosa.
Definitivamente un alivio, el placer de desinflar un globo demasiado tenso. Fue entonces cuando pude encarar otras cosas. Ni mejores ni peores. Otras.
Me las arreglé para que el día siguiente fuese feriado. Feriado terapéutico ordenado por mí para dar cauce a mi impostergable necesidad de ocio. Llamé al hospital y le dije a mi jefa que tenía un cólico, que llamaran a la enfermera del turno contrario, mal no le iba a venir el reemplazo. Anduve vagando por la casa como una sonámbula, no sé bien cuánto tiempo, un par de horas, bien temprano. Antes de recuperar el uso normal de mis sentidos y la vitalidad que parecía haber perdido para siempre. Había pasado las últimas semanas esquivando los virus de toda la familia hasta que caí, quince días de mocos aguados, la cabeza dilatándose y contrayéndose, los ojos ardidos y llorosos, el cuerpo caliente y pesado.
Esas dos horitas a medias entre el despertar y el poner el motor en marcha. Cuando me cansé de vagar sin sentido de un cuarto a otro, se me ocurrió que lo primero que había que hacer era poner la casa en orden, aliviarla del caos. Como había decidido obedecerle a la díscola anarquía de mis ganas, me pareció una buena idea. La ropa se apilaba sobre sillas y percheros, los zapatos, los vasos diseminados por las habitaciones; “parece que la noche tiene sed”, pensé. Traía tantas cosas a la cocina entre ropa sucia, vasos, algún pocillo de té, diarios y revistas, que más que yo misma, parecía un árbol de navidad asimétrico y policromo vagando por los pasillos y controlando el miedo de caerme sobre la perra preñada que arrastraba a mi lado una panza rebosante. Ataqué con la franela las superficies donde el polvillo se revelaba sin pudor al alcance de los rayos del sol de media mañana que filtraban las cortinas: detrás de la mesa del televisor, los intersticios impenetrables de la cómoda, las molduras de los veladores, los espaldares de las camas. Quise creer que lo sucedido no era más que historia antigua. Todo se había aclarado con alguna que otra media tinta, como se pudo, a pesar de las dudas que brotaban como púas de lo irreversible; tanto los familiares como los demás invitados evolucionaron de la histeria incontenible a la resignación. Menos yo, para mí fue arrasador, un viento huracanado, una ráfaga nocturna y helada alterando la geografía diurna de un desierto de arena.
De entrada me había llamado la atención la vestimenta de Lucy, ese color verde flúo, a quien se le ocurre, y el collar de gruesas perlas de algodón enroscadas al cuello obeso, parecía más una soga que un collar. La piel rojiza, edematizada, perlada de sudor, si tan sólo hubiera bajado unos kilos. Yo no me hubiera presentado así, soy cobarde, antes me hubiera puesto firme con la dieta de la luna o la de la sopa, pero así, en esas condiciones, si yo hubiera sido Lucy, no hubiera ni asomado la nariz. Claro que ella siempre fue otra cosa, la estética nunca le importó.

Desayuné un jugo de naranjas y tres galletitas de cereal. El recuerdo de Lucy me dejaba inapetente y con la firme decisión de vivir a dieta.

Cuando cada cosa volvió a su lugar, decidí que había llegado la hora de dedicarle un poco de tiempo al jardín. Corrí las cortinas pesadas y también las finas y abrí de par en par la puerta ventana de mi dormitorio. La luz invasora y blanca de la mañana ganó espacio, decoloró en segundos las paredes, los cuadros, el ámbar de mi piel, el lila desteñido de mi robe de chambre. Reveladora de nimiedades, de manchas disimuladas, de rayones camuflados en los muebles, de flores marchitas, de fotografías amarillentas. Cuando abrí otra vez los ojos que el flash insoportable de la luz clausuraba, salí al modesto patio que también hacía las veces de jardín, mezcla de lajas y pequeñas parcelas de césped. Moví las macetas, las cambié de lugar, limpié las hojas que habían acumulado tierra, quité las guías secas de los helechos, barrí y dejé preparado el riego vespertino. Me senté en una reposera, leí el diario con una manzana bien roja como única tentación. Me dejé mimar por el sol y me entretuve mirando una ordenada tropa de hormigas que partía en hilera desde la mata de los tacos de reina hasta la de las alegrías. No tuve ganas de preparar el veneno. Hacía tiempo que había claudicado en mi lucha diaria contra lo que consideraba un enemigo inextinguible.

El recuerdo de Lucy me asediaba a intervalos cada vez más cortos; inextinguible, como el paso de las hormigas por mi jardín. Haberlo visto a Flavio cortejándola todo el tiempo fue un espectáculo bochornoso. Con su aspecto de habitante crónico de la ionosfera, delgaducho, aislado de todos los de su edad para ir detrás de esa mujer que marchaba por el jardín como la reina de las ballenas, alta, grandiosa, monumental; faltaba que desde los pies le creciera una inmensa cola de pescado, y las perlas bamboleando y la corte de imbéciles a una distancia prudencial de su espalda espiándole los gestos, los movimientos, la pintura corrida por el sudor. Le ofrecían gin cola, margarita con hielo triturado y limón, canapés de centolla, lo que fuera. Un bochorno. Todos sabíamos que a ella le gustaba hacerse batidos en el pelo, pero lo de esa noche, eso había sido como calzarse un bonete de hada. Inalcanzable, grotesca.

Cuando sentí que ya había descansado, dejé la reposera y consideré que ése era el momento indicado para ir en busca de alimento. La heladera y la alacena reflejaban el desabastecimiento propio del día después de una catástrofe. Cerré la puerta ventana y las cortinas, acto que en segundos reinstaló la oscuridad a medias de los interiores, el color habitual y el tinte ámbar de mi piel. En la ducha canté todo lo que sabía, me animé con arias de óperas. Todo eso sin poder apartar a Lucy de mis pensamientos. Desplazándose como un globo de luz verde, Lucy y sus discípulos y seguidores; todos le entregaban margaritas del jardín que ella se calzaba graciosamente en el batido, una a una, hundiendo los tallos en la masa de pelo hasta parecer una verdadera reina; no me la podía sacar de la cabeza aunque cerrara bien fuerte los párpados y el agua me chorreara como una pequeña cascada por la cara y por todo mi cuerpo de piel ambarina.

Invertí casi una hora en mi meticuloso arreglo personal. Hasta que me sentí en condiciones de abordar el resto del día. Descorrí pasadores, quité llave a las cerraduras y cerrojos, giré la falleba que rechinaba el hierro descascarado y abrí la puerta de calle para hundirme anónima en la ciudad a mediodía. Almorcé en un bar con vista al río, La carnada. Sola, era tan fuerte la necesidad de paladear de cerca la soledad, tan huidiza en los últimos meses, desde que regresamos de Santa Teresita del Mar. El río no cesaba, una cinta inquieta moteada a trechos de camalotes, trozos de madera podrida expulsados por el deterioro de un viejo muelle, algún barco comercial trasladando mercancías, el horizonte desparejo de los árboles en la isla, una región enmarañada verdeazul, verde río, verde cielo.
Caminé desde las cercanías de la barranca hasta alcanzar las calles del centro. Avancé sin destino fijo, pensaba vagar hasta el atardecer tal y como el viento me quisiera llevar, no había metas que cumplir. Todavía me quemaban las acusaciones de Ingrid, por muchas dudas que de golpe le hubieran aflorado no tenía por qué venir directamente a mí con su cara de “vos tuviste algo que ver en esto”, y acusarme delante de mis primos, de mis tíos. En buen criollo, acusarme delante de todos. “Y con qué derecho”, pensé, “por qué no reparó en lo que hacía Otilia, que también tenía la piel de ámbar, un rato antes de la tragedia, con Lucy; por qué desaparecieron las dos entre los arbustos del parque”. Me partía el alma ver los ojos de mis primos brillando lágrimas a la luz de las farolas. Anduve un buen rato. Subí y bajé escaleras, quería descolgarme de los hechos como un trapecista se descolgaría de lo alto de la carpa del circo. Di vueltas en redondo, en línea recta, entré en cortadas y calles sin salida; de pronto algo en mi cabeza giró sin orden ni control. Fue entonces cuando entré, como si doblara una esquina, en un pasaje nunca visto, una suerte de galería angosta que cortaba una manzana céntrica de norte a sur, seccionándola, como quien corta una fruta con el filo implacable de un cuchillo, en dos mitades idénticas. Un espacio ignoto, multitud de pequeños locales iluminados ofreciendo servicios dispares en gruesas letras góticas fileteadas sobre láminas de hierro colgando de ménsulas también de hierro: Se dictan clases de esperanto, Club de magos e ilusionistas, Aprenda en diez clases a leer el té. “Servicios inútiles”, pensé. Me detuve a mirar la construcción del pasaje, las escaleras que bajaban a subsuelos que tal vez funcionaran como enlaces para bajar a otros subsuelos conteniéndose unos a otros como cajas chinas donde yo hubiera querido perderme para siempre o al menos por unos días. La sensación inquietante de que no había un final, de que por más que lo caminaba y leía otros carteles como Taller de marcos, Trajes a medida, Filatelia o Confección de flores artificiales, el pasaje era como el río incesante, no parecía tener fin ni detenerse. Había olvidado por completo la medida de la ciudad, era incapaz de distinguir si me desplazaba en un corredor secreto o en el fragmento perdido de algún antiguo laberinto cuya intrincada herrería artística, filigranas de hierro en los laterales de las escaleras, en la parte alta de los pórticos, en las rejas, se me venían encima y las claraboyas vidriadas de colores y los arabescos en las molduras de yeso del techo altísimo semejaban un calidoscopio que cambiaba y mezclaba figuras por encima de mí. Le pregunté a un hombre que barría los desperdicios de un local de aeromodelistas, si no sabía dónde quedaba la salida. Me dijo que llevaba la dirección correcta, que avanzara siempre en el mismo sentido.
A esa altura había perdido la noción del tiempo. Me detuve a tomar un café en “La belle époque”, un bar al paso muy fin de siglo, aterciopelado y calmo. Luego de un corto descanso seguí andando en busca de una salida. Estaba segura de que en algún lugar atardecía, la luz había declinado considerablemente. A mi derecha, me sobresaltó una vidriera de animales embalsamados. Entre un conejo y una serpiente escamada y verde, un búho me miraba con sus ojos fijos amarillos y redondos, y ese pequeño detalle de la redondez de los ojos bastó para atraer la imagen de Lucy que tenía ojos de pájaro, redondos y agudos, y eso que había logrado olvidarla. A lo lejos presentí por fin la salida a una calle cualquiera y una franja de verde que me hacía pensar en una desembocadura que me arrojaría a un parque o al menos a una avenida arbolada.
Mis primos, más que Lucy mis primos con los ojos mojados de llanto a la luz del farol, Ingrid acusándome y yo abriendo los párpados despacio.Al final del camino se abría una avenida, y era tan viva la sensación de que recorría los últimos tramos de un laberinto, que creí que despertaría en otro tiempo, que por esa calle en cuyos árboles se enredaban guías de luces blancas como guiños de fiestas de fin de año, trotarían carruajes llevando damas de miriñaques y caballeros de sombrero de copa. Pero sólo fue un hechizo, la tesis de un ilusionista abriéndole esquinas inéditas a la realidad, porque lo que me había parecido la arboleda de un parque era nada más que un descolorido toldo verde destacando sus contornos con una iluminación festiva a contrapelo del almanaque, y en vez de carruajes circulaban vehículos comunes por una calle cualquiera. La gente no vestía miriñaques ni levitas sino ropa de todos los días y yo me entretenía enhebrando todas estas consideraciones porque no sabía adónde ir ni por donde circular para no sentirme acosada. Como ya dije, el único resto positivo de lo sucedido era que ya se podía considerar materia viva para los historiadores del crimen. Pero yo todavía sentía el mismo dolor y el mismo temblor que me habían doblegado esa noche cuando me llevaron hasta allí, cuando a pesar de que había cerrado los ojos con fuerza y no los quería abrir, al final la vi a Lucy boca abajo como una boya en el medio de la pileta olímpica, con la ropa de gasa verde flúo flotando a los costados de su cuerpo y las perlas atadas en la nuca, los brazos en cruz, hinchados, la piel pálida, decolorada, y las margaritas que se le desprendían del pelo y se ubicaban formando una inesperada corona rodeándole la cabeza y mis primos que lloraban en silencio unos metros más atrás, ahora a la luz de la luna. Yo no quería ni mirar, tenía miedo de ponerme a gritar hasta morirme. Pero Ingrid me acusó con el desparpajo al que nos tenía acostumbrados. No hubo escapatoria, y entonces volví a mirarla sobre el espejo de agua azul como una gran planta verde y me abracé a mis primos y les dije llorando, la voz quebrada, que Otilia esto, que Otilia lo otro. Pero ya era tarde, Otilia se había volatilizado. Inútil encarar la búsqueda.


Por Marta Ortiz
(publicado en "El vuelo de la noche")