OTRAS VOCES, OTROS ÁMBITOS

martes, 5 de agosto de 2008

LA TRAICIÓN


Del hondo follaje que al río ha caído...Alejandra Méndez
Vea, si le anda con ganas no lo dude. En la isla hay lindas playas, salvajes, dijo el hombre moreno de crin dorada. Tenía el pelo duro, espeso, lo ataba en la nuca. Por lo desteñido y pajizo contrastaba bruscamente con la piel de color aceituna.
Decidasé doña, por tres pesitos la cruzo ida y vuelta.Mariana se sostuvo el sombrero de paja indeformable con la mano izquierda y con la otra se tapó el reflejo del sol. Miró la otra orilla. Exuberante, aguas quietas de un ambiguo marrón verdoso y largas playas de arena amarilla recortadas y pegadas a los bordes. Un cartel de Coca-Cola delataba la indispensable presencia de la gaseosa y el sandwich de jamón y queso.
Calculó la distancia que separaba una costa de la otra y midió a ojo, asumiendo el riesgo de haber sido una chica bastante dura para los cálculos orales, unos mil metros.
Tal vez lo que la impulsó a medir fue el recuerdo de los barquitos de papel de diario que echaba a navegar en la bañera y que nunca llegaban a destino. Tambaleaban, desafiaban la tormenta de olas gigantes que leves movimientos de sus dedos desataban desde la orilla; trepaba el agua a la proa, la popa y la cubierta, y la embarcación se iba a pique en menos que canta un gallo con toda su tripulación a bordo. Quedaba en pie un papel gelatinoso chocando rítmico contra las paredes blancas enlozadas. También podría haber sido por el inquieto sobrevuelo de las historias del Titanic y de otros hundimientos, aunque ninguno tan espectacular como ése. Pero claro, qué tenía que hacer aquí, en este río calmo y generoso, tan nuestro y tan de entrecasa, el prodigioso Titanic. Nada, nada, pero igual a ella le sudaban las manos.
Controló primero el aspecto de la lancha y después el hombre bajito de crines doradas (advirtió que las llevaba sujetas con un elástico negro) y sintió la negativa de los pies que se enredaban entre la arena y las piedras; echaba raíces. Se vio ridícula así parada y tiesa, pero prefirió esa inmovilidad a navegar las aguas oscuras y mansas (nada le aseguraba que no se volvieran turbulentas), del río marrón (jugo de ladrillo) cruzado perpendicular a las dos costas por una franja de sol que reverberaba hasta lo imposible.
Mariana hizo un último intento: cerró la cortina invisible que como un escudo la protegía del acoso de antiguas catástrofes marinas. Aquellos barcos herrumbrados que zumbaban naufragios se anclaron uno a uno en el fango arenoso del lecho del río. Armada de flamante coraje, cargó los bolsos y el termo de agua caliente para el mate y trepó a la lancha.
-Lléveme. No perdamos tiempo.
El hombrecito oscuro suspiró aliviado y pensó en los tres pesos que cobraría por adelantado al llegar a la isla. Encontraría como siempre a don Manuel y la canoa rebosante de peces recién escamoteados al río. Todavía vivos, aleteando. Un surubí sería suficiente, comerían todos.
-¿Vio que le dije? Era cuestión de dar el primer paso. Después va a querer venir todos los días a que la cruce. Yo sé cómo son estas cosas. -Y sonrió con su boca de dientes cariados y desparejos.
Mariana también sonrió. Sintió la brisa caliente de lleno en la cara cuando iniciaron el cruce. Se entretuvo siguiendo el surco que arrugaba con oleajes de espuma esa agua siempre un poco turbia, como si ya llegara contaminada de la tierra colorada y de la vegetación sin límites de la selva misionera. Se acordó del capítulo Hidrografía de América, en el libro de geografía americana del secundario, y lo del Amazonas y el Paraná que eran los dos cursos de agua más imponentes del continente mirando al sur.
Imaginó el cauce del río hacia el norte y lo oyó bajar en correntadas densas desde el corazón de una selva húmeda de savias espesas y de resinas gomosas; abrirse en riachos verdes como ese mismo cielo selvático de enredaderas, helechos gigantes, lianas y árboles altísimos deteniendo la luz del sol. Lo vio traer camalotes, arañas, boas plateadas, pequeños insectos y mariposas azules. Lo sintió bifurcarse en anchos vientres como mares de acero celeste, de a trechos profanado por puentes aéreos y subacuáticos.
El sol le arranca un reflejo tan intenso al agua, que los ojos de Mariana no ven. Es mejor cerrarlos. Es mejor imaginar. Se recuesta aflojándose en el asiento.
El río vuelve a afinarse y se hace laguna o pequeño vaso linfático que lo comunica sutilmente a una vasta red acuática mayor. El rumor permanente de la lancha a motor, el quiebre de las aguas calmas, el sombrero que le tapa toda la cara...
Oye también el batir de los remos de la canoa aquel remoto mediodía (una fotografía antigua) cuando la vio desde las barrancas del arroyo Saladillo (un vaso comunicante) sin poder hacer nada. Sin poder ayudar vio cómo Julián se iba acercando, imprudente, al peligroso embudo con forma de campana invertida. La canoa aceleraba ingobernable y Julián que no podía con los remos. Ella fue la testigo, tal vez la única testigo. Muy quieta, echando raíces en lo alto de la barranca donde acababa de ver una pequeña lagartija al sol; sin poder darle la mano ni ayudarlo a salir a la superficie vio cómo la canoa giraba muy rápido, un remolino de círculos conteniéndose uno al otro hasta llegar al más pequeño que era como el ojo del huracán, un centro convulso y revulsivo que se tragaba todo y se hundía definitivamente con Julián y con los remos en el centro mismo del torbellino, de la campana mentirosa. Aquella tarde ya un poco difusa, hacía tanto tiempo, había sentido que se le anudaba el estómago y una amargura insoportable en la boca y el brote de una mueca horrible de dolor en la cara. Se había tapado los ojos con las palmas, no quiso ver más el arroyo traidor de aguas calmas (aquí no pasó nada, señorita Mariana, usted no vio lo sucedido, olvídese, no es conveniente para una niña atesorar un recuerdo tan triste) ni el cielo limpio donde volaban unos pocos pájaros distraídos.
Desde que Julián desapareció en el lecho del arroyo que jamás lo devolvió a la orilla pasaron muchos años. En ese momento pudo taparse los ojos, pero ahora es ahora y sí se ve obligada a mirar con los ojos bien abiertos, porque de pronto siente un girar amenazante debajo de sus pies. Alcanza a sostener el sombrero de paja con flores azules y la costa y el río parecen súbitamente un calidoscopio que gira sin tregua y por momentos el cielo es verde, o azul o marrón y el sol se le mete en los ojos y no ve nada, pero alcanza a distinguir al hombre moreno de crines doradas luchando desesperadamente para que no se le escape de las manos el surubí con el que piensa alimentar a toda su familia esa noche.
Mariana vuelve a sentir que le crecen raíces, pero esta vez en el piso de tablones de la lancha, la cabeza le da vueltas. Todo se ha oscurecido y presiente que el río se la va a chupar como lo chupó a Julián: con lancha, hombre moreno, surubí, bolsos, termos y todo lo demás, pero otra vez no puede hacer nada mientras se va dando cuenta de que en realidad ella es nada más que una simple espectadora que registra el paso de la lancha desde la playa de arena donde permanece tendida desde hace horas, siente la piel caliente, chamuscada. Le cuesta entender que no es ella la pasajera de la embarcación. La ve hundirse desde la orilla. O quizá alejarse. Ese puntito que se achica a lo lejos y ya casi no se ve, parece una lancha.
La noche cierra un paño de terciopelo espeso sobre la isla. Mariana se incorpora y apoya las manos en la arena húmeda. Se durmió tomando el último sol de la tarde. El río oscuro y traicionero baña las costas iluminadas de Rosario que enciende luces como ojos brillantes en el anochecer. Cada vez son más y parece un juego que agrega edificios-cajas de remedios perforados de pequeñas ventanas, uno al lado del otro hasta armar la ciudad en la orilla de enfrente.
Dificultosamente recuerda el pacto sellado con el hombre que la transportó a la isla soñada. “A eso de las ocho en el apeadero”. Se fija en la hora y cree que es mentira, que está soñando: son casi las nueve y media de la noche. Corre al lugar de la cita pero es demasiado tarde, ya no quedan lanchas ni veleros ni botes. Ya no queda nada. Escudriña a uno y otro lado achicando los ojos para ver mejor y no ve a nadie. No ve nada. Alguna que otra fogata lejana y el cartel de Coca-Cola refresca mejor.
Mariana detiene la mirada otra vez en el río. Una boca negra, rugiente, casi el mar. Amedrenta. Algunas nubes cargadas le cierran el paso a una luna incipiente, apenas modelada. La brisa ya no es brisa sino viento. Tiene frío y otra vez la vieja mueca de terror le abre la boca y le cierra los ojos y se va quedando, ahoga el grito que es el mismo de siempre, el de aquella tarde cuando el río traicionaba a Julián mientras ella seguía con el rabillo del ojo a la lagartija que reptaba cerca de su escondite, reptaba y luego se detenía y quedaba inmóvil, una talla de piedra al sol. Y ella también está inmóvil pero por momentos repta en la arena, busca un escondite como aquél del que salió aquella tarde la lagartija, pero no hay ningún refugio y entonces queda paralizada mirando la otra orilla, de pie, como si fuera un árbol.

Por Marta Ortiz

Este cuento integra la colección El vuelo de la noche, La Editorial, Univ. de Puerto Rico, 2006