OTRAS VOCES, OTROS ÁMBITOS

martes, 18 de octubre de 2011

Poesía en la cárcel. Taller Historial de soledades




Texto completo publicado hoy en el periódico EL FISGÓN DIGITAL:

VIVENCIAS EN EL TALLER HISTORIAL DE SOLEDADES

El trébol en la grieta (poesía en la cárcel)

MARTA ORTIZ, para El Fisgón Digital

18/10/2011 -
Ojalá el viernes (23 de septiembre) esté lindo como hoy así nos reunimos en el patio; el patio es lo más semejante a la libertad en un espacio de clausura (palabras aproximadas de la poeta rosarina Susana Valenti en el curso de una conversación telefónica. Me invitaba a asistir al encuentro entre un grupo de poetas -extranjeros y nativos- invitados al XIX Festival Internacional de Poesía de Rosario -del 22 al 26 de septiembre de 2011-, y los internos-discípulos del taller Historial de Soledades que ella coordina, en la Unidad de Detención N°3).


Pero es primavera y el tiempo, tirano, hace lo que quiere; el viernes que se deseó soleado amaneció gris oscuro a punto de lluvia, ventoso y frío. El patio, imposible. Sin embargo, ninguna razón pesaría lo suficiente como para detener a la siempre dispuesta y militante maquinaria poética activada; mucho menos, un mero detalle climático.

El año 2011 marca el cumpleaños número diez del taller de poesía en la cárcel, hoy dependiente del Ministerio de Seguridad, del Ministerio de Educación y Ministerio de Innovación y Cultura de la Provincia de Santa Fe. En el lapso de esos diez años se publicaron tres antologías: “Entre la oscuridad y la valenti-a” (2002), “Condición circular” (2003), “A centímetros del día” (2005). Desde 2007 Historial de Soledades recibe la visita anual de los poetas del festival y se han publicado sendas plaquetas, por lo menos cuatro, que difunden las “valientes” y valiosas producciones del taller. Dos lecturas públicas se cuentan en su haber: en el Centro Cultural Plaza Cívica (2006) y en la inauguración de la Biblioteca del Complejo Penitenciario de la Unidad N°11.

A las diez menos diez de la mañana del día 23 nos acercamos en racimos los convocados, a la enorme puerta de hierro que cierra el ingreso a la unidad penitenciaria. El edificio blanco a la cal con rebordes formando una guarda geométrica color mostaza, se parece a una fortaleza medieval almenada, ocupa una manzana. Luego de franquearnos la entrada, un guarda cárcel aconseja cuidar nuestros efectos personales. Pero de inmediato sonríe adelgazando cualquier temor y agrega: “muévanse tranquilos, está todo vigilado, no van a poder distinguir al personal carcelario de los internos, no hay uniformes; es la impronta que tratamos de darle a esta casa”. Esa fue su bienvenida.
El lugar previsto para reunirnos es un salón rectangular, más largo que ancho, multifuncional con salida al patio. En las paredes, con letra bien legible y en diferentes colores, los graffitis compiten con las manchas de humedad. Transcribo dos leyendas: “Jamás podrán encerrar mis pensamientos…” y “Dicen que estamos locos, pero lo más loco es que estamos… ¡Cuerdos!”.

El improvisado auditorio consta de una tarima, micrófono, equipo de sonido y sillas blancas de plástico bordeando todo el perímetro, entre la pared y las mesas de cemento empotradas al piso que lo cortan al medio. Se han dispuesto pizarras donde se pegaron afiches que exhiben parte de la producción poética del taller: aforismos, de los que incluyo mi brevísima selección “La poesía es un reloj trabajado con palabras de arena que nos despojan de rostros desgarrándose en el tiempo”, firma Fabián Silva; “La poesía es un arma forzada que cuando da en el blanco anula toda posibilidad de morir”, según Leonardo Salinas; “Cuando el poema nombra al viento, suena la misma voz en libertad”, palabra de Juan Rodríguez.

En mi retina se dibuja insiste una imagen, a la vez metáfora y certeza: en este espacio de aislamiento, de reclusión, de clausura, la poesía se abre paso con la obstinación de la hierba: contra viento y marea crece y en las más inhóspitas condiciones echa raíz en la ranura que provee la imperfección de la piedra.

Ya ubicados y atentos a lo que vendrá, aguarden los poetas visitantes Elena Anníbali –Oncativo, Córdoba-, José Ángel Cuevas –Chile-, Rosa Chávez –Guatemala-, Florence Pazzotu –Marseille, France-, Liliana Ancalao –Chubut, Argentina-, Lalo Barrubia –Uruguay-, Florencia Milito –Argentina-EEUU-, Irma Marc –Corral de Bustos, Córdoba-, entre otros. También los convocados por la coordinadora: Ana María Paris (quien viajó especialmente desde Santa Fe) y Delia López Zamora–ambas artistas plásticas-, Herminia Severini –madre de la plaza 25 de Mayo-, Inés Manzano -poeta porteña-, estudiantes - Ciencias Políticas, Trabajo Social, Psicología Social-, familiares de los internos, quien escribe esta crónica, y más, y todavía más.

A la hora de abrir el encuentro Susana Valenti, agradece los diez años de continuidad del taller. Y muy en especial a los presentes: “ustedes son personas que manifiestan tener una visión humanitaria de la existencia por el solo hecho de haberse acercado”–dice-, y con una sonrisa invita a los poetas visitantes “poetas cuyo corazón precede a su obra, que aceptan o eligen venir voluntariamente a un penal” –subraya-, y a sus pupilos (Daniel Balaguer, Ariel Maschio, Juan Rodríguez, Sebastián Vera, Interius, Maximiliano Trovato, Leonardo Salinas, Pablo Taverna, Máximo Santacruz, Roberto Blanco, Brian Tévez, Jesús Saire, Paulo Recio, Maximiliano Peña, Ricardo Peralta), a acercarse al micrófono y leer sus poemas.

Entonces el clima se distiende, toda formalidad se borra y como globos de luz, se sueltan las voces. Y flotan. Trepa el muro el misterio del trébol amanecido en la grieta. Brilla la palabra salvoconducto, abrigo de lana, resistencia, antídoto contra el abandono, la soledad, el castigo. Palabra que cada miércoles desde hace una década, Susana-maestra trae al penal bajo la forma de un poema para presentársela a sus “chicos”, así los nombra. Y el abrigo presentado es poderoso –la poesía de los mejores referentes- sirve para la vida, para suturar ausencias, adereza un “afuera” de libertad futura que se sueña digno.

No solo son cárceles las que literalmente llevan ese nombre. Una dialéctica constante, un arco voltaico se tiende entre el afuera y el adentro, entre el yo más íntimo y el yo social, entre el encierro en el marco de cuatro paredes y el codiciado afuera por donde se intuye que la “verdadera” vida tiene lugar. Pienso en la enfermedad de la neozelandesa Katherine Mansfield, por ejemplo, sus encierros e internaciones reiterados, su diálogo con el mundo exterior a partir de una ventana; pienso en el accidente que inmovilizó a Frida Khalo condenada a largas y dolorosas estancias en la prisión de una cama; en el exilio voluntario de la poeta Emily Dickinson: recluida en el altillo de su casa fue ella misma la metáfora cliché de su época: “la loca del desván”. Y la ceguera de Borges, señor de los libros y de las bibliotecas, impresa en el lúcido poema de Daniel Balaguer, que leo en la plaqueta: “La ceguera, ese don habitable”: El poeta ciego sin reproches / pone luz a su último poema / por encima de cualquier color / son versos tristes […] Desierto de vanidades / sangra al escribirlo / como su lenta noche / como su corazón. A todos ellos, artistas, su métier, su arte, los protegió de la enajenación; la libertad de imaginar, de crear, vuelo libre, pájaro azul, navío como aquel que usando un trozo de carbón dibujara en la pared de su celda para luego desaparecer a bordo de él y burlar así su cautiverio físico –según cuenta una antigua leyenda americana- la mujer conocida como “mulata de Córdoba” (México), prisionera bajo el cargo de hechicería en tiempos de la Inquisición.

Todos estos pensamientos se cortaron al momento del aplauso que selló el final de las lecturas y el comienzo del “ágape” que los talleristas ofrecieron a los visitantes, momento de acercamiento, de ricos cruces de materiales y palabras.

Y ahora, mientras escribo, pienso en esa otra clase de prisión más solapada, más turbia. La que en palabras de Roberto Blanco es “la noche profunda” que lo “lleva a parajes tenebrosos”. En su poesía lo expresó Maximiliano Peña: “hay cárceles más jodidas”–advirtió–“las cárceles invisibles”: se refería al oscuro poder que otorga la posesión de un arma. Transcribo algunos párrafos de su poema “Soldadito del plomo”: Traspaso el hormigón con mi lápiz / y te veo inmóvil / con el peso del metal encima / cuidando el horizonte. / […] Aunque no lo creas, ya no te odio / pero aborrezco tu plomo / que antes era mío. / Parecemos diferentes / Sin embargo, yo estuve en tu cárcel / y desde acá te llamo soldadito.

Nunca miré el reloj, el tiempo transcurrido solo puede medirse en términos de intensidad y en esos términos parece el tiempo sin medida de un sueño. El encuentro empieza a diluirse, salimos al patio y volvemos a entrar, nos saludamos aquí y allá. Los grupos se organizan para la partida, despedirse no es fácil.

Cada vez más nítidos los bordes del trébol crecen en la grieta. Tal vez abierta –la grieta- con el solo objetivo de alojarla allí, a la breve mata apelmazada, en su hueco hospitalario. Así el taller Historial de Soledades recibe y aloja a los “chicos” que se acercan a su espacio para brindarles un recurso de características únicas: la palabra puesta a germinar poesía: ejercicio libertario privativo e inalienable de todo ser humano, cualquiera sea su estado y condición: la libertad de crear.

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