OTRAS VOCES, OTROS ÁMBITOS

jueves, 15 de septiembre de 2011

CUENTO


Gato y pájaro Paul Klee, 1928

El visitante
(la imagen sepia)

Lo sorprendente es la obstinación del eterno retorno, de lo cíclico. La sedimentada belleza de lo recurrente. No hay que rastrear, la secuencia visual reaparece espontánea, abarca mi espacio entero. Una meticulosa pintura móvil.

El primer borrador arrastra la imagen desbordada de una sobremesa estancada en la siesta de un día bochornoso. Verano de barrio. Las moscas zumban atontadas buscando el almíbar dorado de las uvas negras. El calor nos marchita a todos. El hule azul a rayas blancas, las migas, las gotas de vino como perlas moradas, los restos.

La niña contempla la escena, amodorrada. El padre cabecea en el viejo sillón de mimbre, la madre se pierde en el interior de un curioso, volátil entramado de adormiladas visiones veraniegas. Las hermanas mayores cuchichean novios y sonrisas cómplices veladas tras el ruido lluvioso de los cacharros que se lavan en la pileta del patio de atrás.

Un marco que reincide: la claridad meridiana, lívida, apenas interrumpida por algún nubarrón espaciado en la siesta de domingo.

Súbito, el aldabón de la puerta de calle retumba en la fresca profundidad del zaguán. El sonido hueco del bronce se propaga circular en la tarde dormida. Desbarata el letargo, apaga el zumbido monocorde de las moscas, invierte la línea ascendente del sopor, el vaho espeso, húmedo. La manecita de dedos finos y puño de encaje vuelve a sonar, imperiosa, hasta que la madre, espantándose las moscas y las ensoñaciones estivales, se pone de pie, atraviesa el zaguán, sale a ver quién es.

Por el ¡¡¡ohhh!!! de sorpresa y el tono de voz comprendo que ha llegado Andrés, el primo que esperábamos y también su valija de cuero marrón, el impermeable y las cajas de alfajores que deja en las manos de mi madre.

-Para las golosas de mis primas, tía -y la sonrisa ancha.

El reproche ínfimo, la caricia, los platos interrumpiendo su andar por el interior de la pileta enlozada, la canilla abierta, qué suerte que viniste; las moscas que ceden su lugar a las voces, los ademanes cálidos, la siesta que pasa a otro día. La charla que se instala, crece, nos cubre: un manto de voces. Contame de los parientes; prometeme que no se lo vas a contar a nadie; ¿sí?, ¿vooos?, ¿cuándo?, ¿noovia?, ¿tenés novia?; no te puedo creer, me parece imposible. Las voces se enroscan, engordan, se retuercen, zigzaguean, se achican, no las oigo más. Agrando mi mundo pequeño y juego a la payana sentada a los pies de mi primo. De a ratos, sin interrumpir la conversación, hunde los dedos en mi pelo como quien acaricia una mascota querida. Mi hermana Lucía trae un café, intercambia guiños con el adolescente grandote y alto que a mí me parece todo un hombre.

El sol se ha inclinado hasta casi apagarse. La hora trae grillos, chicharras, conciertos dispares de pájaros distantes. Se espeja en la copa oscura, borrosa, del cedro azul. El gato ronronea, curva el espinazo, los pelos erizados. El jardín revela un pozo de sombra y Micaela desde el piano deja volar los Cuentos del bosque de Viena que se esparcen como una lluvia de chispas sonoras sobre cada rincón, sobre la mirada brillante de la niña que juega con muñecas de trapo y casitas de fantasía.

Esa misma noche se estaciona entre nosotros, sueñera, la segunda sobremesa. Morosa, opulenta de dulces y bebidas. Otro empedernido borrador de la memoria, un atisbo. Oigo contar historias del campo, relatos polvorientos en las paabras de los mayores: el cadáver milagroso de la Difunta Correa, no se qué de la luz mala, que el hombre lobo aparece cuando hay luna llena y hay que tener cuidado con las gallinas, que Pancho Sierra era un gaucho bueno de pelo blanco y largo, que la Madre María se llamaba María Salomé, que el gauchito Gil esto y lo otro, que nadie cree en las brujas pero que las hay, las hay; que no por nada las quemaron vivas. Una miríada de mitos sentados a la mesa, compartiendo. Y el sueño amodorrado hecho bostezo inmenso, un ser vivo con ojos, boca, orejas, pelos, ojeras, letargos, cerrándome los párpados. Quiero ganarle al miedo. La pesadez sin límites, mi muñeca de trapo y la búsqueda del abrigo tibio de la sábana acaban ahogando el espanto. Cierro los ojos, me duermo por fin.

Un murmullo creciente respira entrecortado en lo oscuro, intercepta el descanso. Bisbiseos como truenos en la noche estrangulada. La niña oye una voz: despertate, este no es uno de tus sueños comunes, esto es una horripilante pesadilla. El sobresalto, la taquicardia, el sacudón.

Una multitud de caras, racimos de caras de difuntas y difuntos aureolados de luces malas y hogueras crepitantes crecen a pocos centímetros de mis ojos, me despiertan sacudiendo mis hombros con manos frías y huesudas. Tiemblo de miedo, me tapo los oídos, la boca reseca, las palabras sin voz. Oigo un sonido apenas rítmico, ligeramente cadencioso, una loca evolución de escalas agudas a graves, acordes como cristales acribillados, desafinados, inarmónicos, brotando inesperados del piano sin que yo pueda reconstruir la melodía.

-Shhh, silencio, hay ladrones en el comedor -susurra alguien.

Inmovilidad, latidos, latencias, hormigueos, sudor frío, manos que tientan, se buscan, ahogos, temblores... La voz insegura de la madre, la decisión inquebrantable del padre, el revólver sin balas. Sigilo. Avances estratégicos. El piano que suena otra vez, un galope disonante en las teclas, la luz que se enciende, la escena al desnudo: asustado, el gato maúlla, gruñe, muestra el filo de las uñas, los ojos inquietos; alza las patas, se defiende; las desploma sobre un re o tal vez sea un fa o un do o cualquier nota desafinada hasta detenerse, el lomo tenso, curvado, sobre el marfil del teclado en un último, vibrante acorde final.

Caen también los brazos de todos y suben los suspiros de alivio y el espacio deviene un espacio enrarecido, una extraña postal de familia: el padre armado, la madre atónita en un revuelo de puntillas, Lucía, Micaela, Andrés y yo más atrás, mudos.

La frescura inesperada de la brisa nos devuelve el movimiento y el habla. Entró por la ventana que mi primo - dormía en un sofá cama cerca del piano- dejó abierta porque el calor insoportable no lo dejaba dormir. La misma ventana por la que entró el gato y saltó al teclado que Mica, en un descuido, se olvidó de cerrar. Y también las estrellas y la luna, de ronda por los tejados y las calles desoladas.

La noche clara veteada de oscuro. El susto bordado en hilos de plata, para siempre.

La niña se demora, escruta sombras movedizas y otras cosas indeseables en la sala. Se asegura: la tapa del piano cerrada, las celosías herméticas, los vidrios apenas entornados. Controla que no haya nada debajo de las camas. Cada recoveco, los reflejos en los techos, en las paredes...

La noche inmóvil rebalsa su escasa compostura cuando se nos escapa la carcajada que intentamos ahogar en la cocina. Lo inconveniente no parece la carcajada estrepitosa, lo inconveniente es la hora de la madrugada en el barrio donde la espesura del silencio es un crescendo de pequeños sonidos que se pegan a los tímpanos. La risa escapa, impúdica, un vaho misterioso que atraviesa hendijas, ventanas entornadas, claraboyas; fluye ingrávida desde el ámbito tibio de la cocina donde nos fuimos congregando, como quien acude a una cita olvidada, sonámbulos. La excusa del agua fresca, el té de tilo que calma el sistema nervioso, la leche tibia, el guindado.

Un rato después se apagaban lentas las risas, las luces. El último borrador trajo sonidos: la desmesurada sordina del silencio estalla en mis tímpanos. Otra vez la noche honda late el bombeo húmedo de mi corazón. Y el sueño reaparece limpio, recién estrenado, terapéutico. Las sábanas frescas, la muñeca blanda; el brazo seguro de papá abraza mi cuello ahora relajado. No más gatos, no más ruidos, no más cuentos de terror a la hora de las largas, inconmensurables sobremesas de verano.

por Marta Ortiz
(en El vuelo de la noche, La Editorial, Universidad de Puerto Rico, P. R. 2006)