OTRAS VOCES, OTROS ÁMBITOS

sábado, 20 de marzo de 2010

21 de marzo, Día Mundial de las personas con Sindrome de Down






NOMBRAR



En retrospectiva, como en un espejo manchado, veo el reflejo de mis ojos hinchados de llorar. Cada vez que alguien dice “mogólico” poco tiempo después de nacido mi hijo Agustín, sellado y lacrado para él (y para nosotros, familia) -estudio genético mediante- el “síndrome de Down” marcando desde el punto de partida, la diferencia.
Veintiocho años después, el espejo, limpio de manchas de azogue descascarado no refleja sino el remanente de una escucha resignada cuando una discusión ocasional entrecruza el clásico “mogólico” a modo de insulto, o simplemente si alguien, obedeciendo al folklore relacionado, dice, por ejemplo: “es para mogólicos, cualquiera lo maneja” o, “¿pero qué sos, un mogólico?”, y en esos casos la palabra, inspirada en las personas con sindrome de Down, pasa por sinónimo de pelotudo, idiota, imbécil, agregando un toque de mayor pesadumbre al hecho ya de por sí bastante triste de que te consideren sin atenuantes un pelotudo, un imbécil, un idiota, un tarado.
¿Cuál era el filo secreto de la palabra que tanto me molestaba?; ¿qué cuerda íntima y delicadísima vibraba cada vez que alguien la decía? El tono despectivo me remitía a una descalificación bastante corriente que, en otros terrenos, soportábamos las mujeres cuando nos atrevíamos a pisar el dominio masculino –doy fe, atesoro esa clase de insulto-, mucho más si nos remitimos a la “calle” de veintiocho años atrás-: “aprendé a manejar, nena, andá a lavar los platos…”. No me importaba, seguía mi camino y a otra cosa. Pero yo empezaba a relacionarme con Agustín y con el “estigma” que el imaginario colectivo le atribuía y eso modificaba en ciento ochenta grados el valor de la palabra escuchada. Ahora dolía más, más que nunca la sentía injusta- ¿Qué tenía que ver con mi hijo esa baba corrosiva que se pegaba a la forma y al contenido de la grafía “mogólico”?
Las palabras en sí, se sabe, no son ni buenas ni malas, y habría que ver si en el fondo de esa fuerte, importante suma de letras que dan forma a “mogólico” o “mogólica”, no se esconde algo precioso; ver si no corresponde, primero, interrogarla, otorgarle su derecho a réplica, permitirle que “hable”, a la palabra, que se muestre desnuda, desprovista de pátinas.
Se trata, a simple vista, de una escritura redonda, curva, soleada. Tres “oes” -tres ojos eólicos- dan cuenta de su doble cualidad de centro y órbita, de cáliz y hamaca combada, voz que a un tiempo puede rimar con evangélico, mojigato y arcangélico; de fácil deriva en mago y montaña, en gato y mayólica. Y conste que deliberadamente me alejo de la palabra “ángel”, tan connotada y mentirosa para quien nació con el síndrome de Down como lo es “mogólico”, solo que quienes lo llaman “ángel” lo acercan al cielo o a la santidad y quien dice “mogólico”, lo catapulta al infierno. Y yo, que con los años aprendí a conocer muy bien a mi hijo, sé que no participa de niguna de las dos categorías, ni ángel ni demonio, Agustín es, se podría afirmar y si hubiera que definirlo, un flor de tipo, amigable, trabajador, perseverante, dueño de un sensible sentido del humor, simpático, a veces enojadísimo o malhumorado, y muchas otras veces conciliador y buena onda. Pero ni ángel ni demonio ¿Demasiados elogios? Puede ser, pero los merece, lo aprendí con la experiencia. Pero volvamos a la palabrita. ¿Por qué razón, nombrar a una persona cálida y sociable, “mongólico/ca”, o “mogólico/ca”; qué aspecto, qué cifra indescifrada los relaciona?
Me remito al diccionario de la RAE y lo primero que me dice es que “mogólico/ca” es un adjetivo que significa “mongol” (perteneciente a Mongolia) y en una segunda acepción: “Perteneciente o relativo al gran mogol”. Averiguo qué es “gran mogol”: “título de los soberanos de una dinastía mahometana en la India”, qué excentricidad para nosotros, sudamericanos –me digo-, pero pienso en los Down musulmanes nacidos en la India y encuentro para ellos solo una raíz, nada negativo, por cierto. Busco “mongólico” y dice algo semejante pero no idéntico, aunque tal vez sea –deduzco- porque agrego la “n” entre la “o” y la “g”; “natural de Mongolia” y “perteneciente o relativo a la raza amarilla”. Mongolia es un extenso país de las estepas euroasiáticas poblado en tiempos remotos por tribus de jinetes nómadas que fundaron el mayor imperio de la historia en el siglo XIII, lideradas por el gran Gengis Khan y luego por su nieto Kublai, también célebre, en buena medida gracias a los relatos de Marco Polo. En definitiva, los antecedentes mongólicos de mi hijo, vistos desde esta perspectiva, son grandiosos. Pero en verdad él es argentino, no mongólico o mogólico, esa acepción resulta un contrasentido aunque me demuestra que la palabra, más que quitar, agrega una raíz poderosa, la de las tribus guerreras e imperialistas de los mongoles en Asia. Hasta aquí todo bien, pero no se hace la luz hasta que la sombra de la sospecha no tarda en caer de plano sobre mi investigación cuando leo que la segunda acepción de “mongólico” agrega: “que padece mongolismo” y ahí sí no me gusta, porque sé que nacer en Mongolia es una cosa y padecerla otra muy distinta. Entonces, ¿por qué, “padece”? Entre paréntesis, se amplía: “por alusión a la facies, que recuerda la de un mongol” y todavía bien, nada negativo implica parecerse a una raza determinada. Pero leo lo que sigue y es ahí cuando recojo la piedra pesada que he llevado en mi mochila durante años. Apunta, y convengamos que apunta con precisión al punto neurálgico, la construcción sintáctica: “síndrome de Down”. Y entonces entra a terciar la medicina y puntualiza lo que ya sé y el detalle que no sé:Enfermedad producida por la triplicación total o parcial del cromosoma 21, que se caracteriza por distintos grados de retraso mental y un conjunto variable de anomalías somáticas, entre las que destaca el pliegue cutáneo entre la nariz y el párpado, que da a la cara un aspecto típico”. Pasé días pensando cuál sería ese pliegue cutáneo entre la nariz y el párpado de Agustín que le daba un aspecto típico a su cara. No lo encontré, al menos no encontré nada que yo pudiera llamar con propiedad “pliegue cutáneo”.
Había llegado al punto ciego, ahora conocía el porqué de mi angustia hace veintiocho años, cada vez que escuchaba la palabra mogólico, incluso cuando una niña de cinco años, amiga de mi hija menor, le preguntó si su hermanito era “ajólico” y fue una crisis familiar a partir de mi crisis; mi sensibilidad la cargaba, a la palabra, de dolor, de diferencia, leía retraso mental en la inocente sucesión de consonantes y vocales y también conjunto de anomalías, de incapacidades. Porque así lo había grabado el inconsciente colectivo. Capacidades eran las que yo conocía por mí misma y por quienes me rodeaban que de ninguna manera eran mongólicos, ni mogólicos, ni ángeles ni demonios. Eran personas “normales”, tal y como yo concebía entonces la normalidad. La medianía. La ley. El término medio conocido. El no salirse de la regla, de la cápsula.
¿Acaso era posible que alguien hubiera decretado que todos debíamos ser iguales en un mundo que alberga infinidad de especies? ¿Acaso el arte, esa facultad creadora que distingue al ser humano proclama uniformidad versus diversidad? ¿Dónde estaba escrito que nadie debía salirse del patrón? ¿Dónde se había generado mi postura fascista? ¿Llorar porque mi hijo es diferente? ¿O aprender en qué consiste la diferencia y enriquecerme con lo que pueda tomar de ella? Así como existen los “ajólicos”, no existen también los genios, que también se consideran anómalos? Y tantas otras anomalías, como caben en un libro más gordo que el diccionario que me mostró el especialista en Genética Humana cuando diagnosticó el síndrome.
Y sobrevino el crack. El crash. El tropezón que no es caída y obliga a rehacerse. Mi lento pero constante y sin pausa aprendizaje de la mano de Agustín. Cuánto mito se cayó, cuánto muro ayudé a debilitar, cuánta cara de piedra se dulcificó… solo yo lo sé. Nombrar a mi hijo usando la palabra “mogólico” o “mongólico” -repito, palabra inocente, muy en el fondo de sí, de haber contado con la suerte de otro recorrido semántico- es apelar, antes que a su sustancia, es decir, primero persona, primero ser humano, a su rasgo dominante. Colgarle una chapa, tatuar una marca, una etiqueta resaltando la diferencia. En otras palabras, discriminarlo, distanciarlo, apartarlo del resto, léase “resto normal”. Ya no hay lágrimas cuando oigo decir “mogólico” en tono despectivo, nada tiene que ver con mi hijo ni con nadie que participe de sus características, por entero desvinculados de ese aspecto “censura” que como un karma abrazó la inocencia de una palabra que pudo ser cántaro por lo redonda, que pudo ser bronce por el brillo de Gengis Khan que está en su historia. La palabra ha sido, en definitiva, degradada. Corresponde limpiarla, reciclarla, devolverle su sentido original, ya no restringir ni limitar al subrayado de un rasgo físico que destaca el pliegue cutáneo entre la nariz y el párpado, por ejemplo, porque eso no define, de ningún modo, la maravilla que esconde un ser humano detrás de ese pliegue, si lo hubiera, aunque, reitero, yo nunca lo encontré.
Pero, como se sabe, en la vida todo es una de cal y una de arena, del mismo modo que viene a mí el recuerdo de la impotencia cuando no podía sustraerme a la basura que ennegrecía esa palabra, vienen otras palabras. Limpias, luminosas, las que escuchamos con el papá de Agustín de boca de la primera profesional que recibió a nuestro hijo en Buenos Aires, en el instituto Coriat: la estimuladora Stella Canizza de Páez: al cabo de aquella sesión memorable ella deslizó las primeras palabras que me enseñaron a no discriminar a mi propio hijo: “y quiéranlo mucho –sonrió, lo sostenía en brazos con ternura-, abrácenlo, mímenlo, tenga las dificultades que tenga, antes que nada es un bebé, y un bebé lo único que necesita es que lo quieran”. Y fue simple, lo abracé -lo abrazamos- y empezamos a caminar junto a él. A conocerlo y a seguirlo en sus avances como se conoce y se sigue a todo hijo. Como seguimos y conocimos a nuestras hijas. Más allá de los rótulos, de las marcas, del pliegue cutáneo, del folklore mítico
que rodea una de las historias más viejas del mundo. Vieja para el mundo y flamante para mí. “Se hace camino al andar” –resonaba Machado en la voz de Serrat, en tiempos de mamaderas y pañales... Y yo fui, soy y seré, mientras viva, fanática de los dos...
Por Marta Ortiz