OTRAS VOCES, OTROS ÁMBITOS

martes, 1 de agosto de 2017

LO IMPERDONABLE -Graciela Mitre- (Texto presentación por Marta Ortiz)
















 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Texto presentación de Lo imperdonable (Graciela Mitre, editorial Ciudad Gótica, Rosario, 2017)

 

COMO SALINA RESQUEBRAJADA


©Marta Ortiz



Texto presentación de Lo imperdonable, de Graciela Mitre, editorial Ciudad Gótica, Rosario, 2017

Si el acto de perdonar ‒desanudado el conflicto que le dio origen‒ remite a un estado de equilibrio, de re-conciliación; por el contrario, aquello que una subjetividad o determinados códigos sociales etiquetan como injustificable, somete a quien carga la herida, al peso de una insufrible mochila de intranquilidad. La vieja espina lacera, lastima, sangra. Lo irremisible se opone a cualquier forma de resignación y no parece posible absolver lo que no se digiere ni se entiende: digo violencia, digo enfermedad, digo muerte, por ejemplo. Digo ámbito privado, digo ámbito social. Y ninguna de estas variables es ajena al quehacer poético en tanto manifestación humana de una percepción sensitiva que todo lo toca y lo transforma en propuesta estética. Como esta entrega que Graciela Mitre da a conocer en un libro que lleva la palabra perdón entre las letras que componen su título.

El color rojo en la ilustración de tapa, obra del artista plástico Alejandro Merola, fue lo primero que me atrajo cuando tuve en mis manos esta cuidada edición de la editorial rosarina Ciudad Gótica. El rojo intenso eclipsó el resto de los colores, invadió, saltó y salpicó, en dramático contraste con el blanco de la página. Como el fluido vital que cuando fluye puede “aterrar-me”, dice un yo poético cercano, en primera persona: “Si fuese menos roja / y no resaltara en el blanco”, agrega. Un fluido que, valga la contradicción, fluye para asegurar la permanencia, para vivir, aunque el sólo acto de recordar desbordes enrojece las líneas de los poemas Noche de sábado ‒‒corre allí la sangre como un hilo rojo que viborea en la huella-, y Saña -en cuyos versos la sangre es “el magma rojo que invade y devora territorios”-.
No obstante la difícil experiencia evocada, es posible abandonar ese lugar de inmovilidad que insiste en la reiteración de la imagen coagulada en la memoria, si se acepta que el sabor del placer apacigua: un simple helado puede ser un escudo protector, aunque se trate de un placebo.
Salitre es un poema especialmente significativo, que en el conjunto alcanza el valor de un climax: “como salina resquebrajada”, dice la potente imagen que ilustra un estado de ánimo como ese lugar reseco a punto de estallido donde se guardó la memoria desencantada, es decir, la furia, no el amor.
Si el primer poema de Lo imperdonable expone la secuela de un veneno que se usa para ahuyentar pulgones, veneno que no perdona a quien lo manipula, el siguiente relata la variada belleza de un jardín aéreo, donde no es posible ocultar la trampa encerrada en la frase coloquial: la naturaleza es sabia. Agrega el verso: “Aunque tantas veces se lleve lo nuevo/ lo recién hecho”, sin comprender el sentido de la crueldad que se afirma.
En otros poemas el yo poético se ha desplazado a la tercera persona ‒quizá el distanciamiento necesario para el abordaje de un mapa que sólo ofrece estaciones dolorosas‒, y expone las muchas instancias que implicaron el cuidado del Otro en el transcurso de una enfermedad que tampoco parece dispuesta a perdonar, como el veneno para el pulgón. No obstante, ambas tareas contaron con la entrega fiel y amorosa de la cuidadora: “Nada parece hacer mella / la nacieron así / devota”. Y resistente “El deseo resiste a la oscuridad”, es capaz de acallar el miedo a la pérdida, a vivir en el ojo de la pesadilla, a las heridas abiertas con saña, al caos. Una vez más el salvavidas adopta la forma de la resiliencia: no todo es oscuridad, hay un tiempo para curarse: “las heridas sanan en silencio / cuando nadie las mira”; el tiempo sellará una cicatriz, y cada cicatriz llevará un nombre “Lo perdonable no significa olvido”, concluye la poeta, y el verso suena a  remate memorable.
Es preciso nombrar y re-nombrar lo inevitable, lo indeleble, lo imperdonable, como morir a destiempo, por ejemplo. El NO en el prefijo de negación presupone mucho que limpiar, barrer restos, fluidos, mucho que sanar, mucho que absolver. En tanto, el juego de la vida impone sus recetas: tal vez la consigna para no caer en la disolución sea el movimiento constante, no importa el cómo, el cuándo, el porqué: “El tiempo vacío se oxida/ La vida no perdona a los inmóviles”, escribe la poeta.
Existe un porvenir que apela al olvido, aún a sabiendas de que la memoria no se dejará sobornar. Habrá un nuevo punto de partida, aunque pueda eventualmente dislocarse el eje de allí nacido y devenir en nuevo revoltijo. Cuestión de tiempo, son las reglas del juego.
Cada poema y su conjunto remiten al duelo necesario ante la muerte que fue y la que acecha cada noche y no perdona. “La noche es así/ desmantelada de ternura”, otra bellísima y elocuente imagen tejida por quien sabe, ha intuido hasta qué punto la noche y la nada se funden, hasta qué punto la noche es la nada, y quizá, sube la apuesta, “tal vez la noche soy yo”, arriesga y por qué no, por extensión, todos somos la noche. Y quizá sea esa caída diaria en la nada que es la noche que es la muerte, LO IMPERDONABLE que dio origen y selló la escritura de este libro que hoy presentamos. La muerte no perdona. La poeta tampoco.

En tal territorio de escritura, las imágenes de lo que no se puede perdonar derivaron en producción artística, en belleza. Enhebraron versos delicados que sin embargo exponen en toda su crudeza aquello que, una vez más, alude a la vulnerabilidad de la condición humana.
Quizá la única posesión verdadera sea el Lenguaje y el poemario una ruta de indagación, un gesto que permitirá comprender, para poder aprender. La gran coartada es la palabra que salva, palabra que en algún poema se define como conversación autista: “busqué mi charla y logré salvarme”. Aunque se trate de una palabra amorfa, caída en un silencio obsceno y sin luz, hablarse a sí misma fue el inicio del intento de comprensión materializado en el montaje delicado de Lo imperdonable, para deleite de sus lectores.
Cabe aquí citar la palabra de la poeta Alicia Genovese, en uno de los ensayos de su libro Leer poesía: “El poema se construye en una grieta, en una búsqueda de sentido donde un diccionario puede resultar un desierto”. Desierto –agrego-, que será habitado por la intuición que desplaza lo opaco en torno a la experiencia viva y decanta en el cuerpo del poema: “La piel es un diario que no calla”. El arco se tensa entre lo conocido y lo desconocido que intentamos descifrar; el proceso de escritura es siempre un gesto en el vacío, una búsqueda de sentido que deviene aprendizaje. En definitiva, un proceso de conocimiento que acabará mudando la piel de quien escribe. 
 
de izquierda a derecha: Marta Ortiz, Graciela Mitre, Sergio Gioacchini (editor)



lunes, 13 de marzo de 2017

ORIENTE, de Olga Suárez (Texto presentación por Marta Ortiz)
































Texto presentación de Oriente (Olga Suárez, Alción Editora, Córdoba, 2016)


Palabras que cortan la niebla

©Marta Ortiz




Prendida de la cadencia y belleza de la palabra Oriente, me abro paso en su espesura semántica. María Moliner me da la primera pista: del latín “oriens, -entis”, de “oriri”, nacer, Oriente significa “nacimiento de una cosa”. También es el Este o punto del horizonte por donde sale el Sol, y por su situación respecto de Europa, el “conjunto de países asiáticos”, Oriente Próximo y Lejano Oriente; sin olvidar las perlas, las buenas se distinguen por la intensidad de su brillo, precisamente, por su oriente. En términos de búsqueda de orientación y dejando marcas de lectura como guijarros en el camino para no perderme, con esos pocos elementos, penetré una selva poética imprevisible: la que abría ante mí el poemario de Olga Suárez, recientemente publicado por Alción Editora.  

A la vuelta de las primeras páginas, se cruza en mi camino una segunda palabra, también de las más bellas que enriquecen nuestra lengua: Clepsidra, título del primer apartado de los tres que articulan el libro (Clepsidra, Eros y Los plátanos); impecable soporte simbólico para una serie de poemas que apelan a la memoria. Se trata de un tiempo mítico que se ha escurrido en gotas de historia personal, regresado en la metáfora de la lágrima, como si esa infinitesimal porción de agua pudiera contenerla: “me sumerjo en la lágrima”, dice la primera línea del primer poema, a sabiendas de que abrir la caja del tiempo implica riesgos, abrir es sentir arder el silencio: “Si te abro me desarmo / como un tronco seco”.

Clepsidra es también el nombre de un largo poema segmentado en XIV unidades. En ellas el clima onírico recorre el conjunto: el rastreo se apoya en sueños y ensoñaciones. Se nombran “colinas del sueño” y “la escala del sueño”; alguien “sueña entre las flores” y habrá una “trampa del sueño que retorna” y “damas negras que se columpian en el sueño”. Avanzando páginas, se dirá: “Me encerraba en sueños de acertijos / y crucigramas para acallar el miedo.” Tal vez no exista materia más proclive a la recuperación de la imagen poética anclada en el pasado, que el sueño y la ensoñación. “Recuerdo, te abro al tiempo”, dice el verso que inicia el primer poema y remueve, en la apelación, una genealogía que roza la leyenda: el rapto de Mónica la bella por Juan de los llanos, acto violento y aventurero de sesgo romántico que no desató una guerra como el rapto de Helena, y sí en cambio fundó una estirpe: “…lo no nacido / que viene una y otra vez a golpear la puerta”. Imagen iniciática que la clepsidra interrogada ha devuelto a escala de sueño, entre girasoles encendidos.

Un hombre sueña entre flores, dice el poema IV. De una raza de Oriente, vendrá del Este. El Oriente imaginado expresa aquí un Deseo: el futuro ilumina, un “punctum estelar”, se dice. En los poemas V y VI, el camino de la revisión resignifica esa “estación de Oriente” conjetural. Se nombra un tú que puede ser un yo. La propuesta vislumbra un regreso al canto, al trino, volver a ser alondra “para ser avistada” y elegir el nido: “…deja regresar tus pasos a esa casa / que nunca se deshabitó ni pidió cuentas”. La casa y el canto, es decir la Poesía, o la suma de sus voces: “insistirá aquello que el corazón te señale / para gorgear al unísono”.

El uso frecuente del prefijo trans va más allá de cualquier límite, no reconoce frontera temporal y en las trans-figuraciones, trans-mutaciones, trans-formaciones nombradas, se llega al presente de un yo lírico ensoñado en paraísos perdidos donde es posible rescatar ruecas, durmientes, príncipes que deambulan en triciclos, espejos. El territorio de la Poesía conecta especialmente con la infancia y lo maravilloso. Leemos en el poema X: “La ensoñación dejará / una marca imborrable”, y aquí cabe la palabra de Gastón Bachelard, tomada de su Poética de la ensoñación: “Soñando con la infancia, volvemos a la cueva de las ensoñaciones que nos han abierto el mundo” (*), y también: “Descubrimos así en nosotros una infancia inmóvil, una infancia sin devenir, liberada del engranaje del almanaque” (**)

En esa línea, el clima onírico que Olga Suárez imprime al conjunto, recobra con naturalidad a la niña que fue en su fuga “hacia el país de cigarras encendidas.” Buscando su Oriente, ella encontrará en la calesita, el agujero por donde deslizarse. Aún en el marco del miedo y la sobreabundancia de uniformes verdes –alusión a los años de plomo-, el juego siguió su curso. Se indaga en el pasado para encontrar las claves del presente; para intuir, “atesorado en relicarios”, un futuro.

La condición femenina se nutre de otras fuentes: modelos míticos en los poemas Hécuba, Pentesilea, Dido y Helena. Mujeres valientes, destinos trágicos. Pero Olga Suárez es mujer del siglo XXI en la Argentina de Ni Una Menos y rearma el mito y define una postura: “No somos devotas ni enlutadas / buscamos sin fortuna un lugar en el mundo”, dice un verso de Hécuba; y también: “No me veo delante del fuego en la estirpe del fénix” (Dido). Sin embargo, los cuerpos se amontonan en la pira, “La trama se escribe en femenino” y el objetivo común construye la estrategia: “robar el fuego / ni elegíaco ni épico / para nosotras”.

 En la segunda parte, EROS, la poeta ya no indaga en la lágrima, sino en “la calma de Eros escondido”. Las ensoñaciones ‒cargadas de la intensa sensualidad‒, son aquí boscosas, se trata de “florecer en el camino del paisaje”. Y el paisaje señala, entre otros misterios terrenales, el misterio que para Olga encierra la letra O: “no deja de perseguirme”, Ser Olga como Olga Orozco y como ella, ser poeta. La constante onírica evoca un “sueño áureo” que aviva el juego de la homonimia y la semejanza: oro y oro, Orfeo y Orión, osadía de Delfos, oráculos. “Es una boca abierta que clama”, dice, y aunque no podemos no pensar en aquel célebre grito de Edward Munch, la duda se despeja cuando el verso aclara: “Es un ojo / que todo lo ve”.

Los poemas de Los plátanos vuelven a la exploración de la marca familiar, pero desde otro ángulo: la huella que fundaron las palabras: las de la abuela Fiorina, oídas al rirmo de la puntada, entre hilos; las de ese hombre que contaba el diccionario como un cuento. De su madre almacena “esa lengua nómade / que apaciguaba por momentos el terror / hoy las letras se desbaratan en aquella sopa primigenia / recobran el sabor de la infancia”. Pero la memoria ha tendido su trampa y el olvido erosiona el nombre grabado en la piedra, el recuerdo no es precisamente cristalino. A contrapelo de recetas proustianas, sólo la palabra será capaz de recomponer esa inmovilidad ajena al almanaque que menciona Bachelard. Una voz enseña la “contraseña estelar de las palabras”, se dice en el poema Odradek. Olga Suárez ha desenterrado la letra aprendida y se define “escriba de lo impronunciable / en busca de certezas”. Depositaria de ese tesoro que hoy la construye, reescribe el mandato: “Pronuncia / una nueva lengua / que te transforme / en telar de enredaderas”. Y una certeza: “Solo poseo / palabras punzantes/ para cortar la niebla”.

Los plátanos de la infancia cobijaron en la casa derruida, aquel tiempo que se puede volver a habitar. “Cada palabra porta su odradek”, se dice. Nos preguntamos cuál es el Odradek de Olga. ¿Será ese pasado que fulgura en los plátanos cerca de la Estación Rosario Oeste, será ese Oriente deseado, cardinal, que es también una zona, un espacio a re-visitar, a habitar, allí donde las palabras brillan a nuevo porque fueron interrogadas?

Oriente refugio, piel y poesía, recobrado en la cifra orientadora de la infancia o el hilo dorado que lo emparenta a la poética de Rimbaud, el visionario, quien escribió: “esa vida de mi infancia, la gran ruta accesible en todo tiempo”, y buceó en la inmensa riqueza de las vivencias infantiles, a medias recordadas. Era imperioso regresar al Oriente  primitivo, que leemos no sólo como instancia cultural sino también como territorio primitivo personal.

 “No hay nada más, sólo creer.”, se afirma en este otro Oriente de Olga, y la frase queda resonando. Creer que siempre existirá un lugar de fuga, recinto cuyos interiores reflejen nuestro deseo, uno de ellos, el que permite unir voces en un clamor común: la Poesía.



*-Bachelard, Gastón, Poética de la Ensoñación. Página 155

** Ídem: 177

Ofelia, Francisco Nakayama, 2009







lunes, 27 de febrero de 2017

De consulta imprescindible: "EL INFINITO VIAJAR", Revista Virtual de Arte y Poesía.

 http://elinfinitoviajar.blogspot.com.ar/

El viaje siempre recomienza, siempre ha de volver a empezar, como la existencia, y cada una de sus anotaciones es un prólogo; si el recorrido del mundo se transfiere a la escritura, éste se prolonga en el traslado de la realidad al papel -tomar apuntes, retocarlos, borrarlos parcialmente, reescribirlos, desplazarlos, variar su disposición. Montaje de las palabras y las imágenes, captadas desde la ventanilla del tren o cruzando una calle y doblando la esquina. Sólo con la muerte... cesa el status viagiatoris del hombre, su condición existencial de viajero. Viajar, pues, tiene que ver con la muerte... pero también es diferir la muerte, aplazar lo máximo posible la llegada, el encuentro con lo esencial, tal como el prefacio difiere la verdadera lectura, el momento del balance definitivo y del juicio. Viajar no para llegar sino por viajar, para llegar lo más tarde posible, para no llegar posiblemente nunca.
Claudio Magris

Idea y dirección: Selva Dipasquale.
Edición, diseño y redacción: Rita Krastman, Luis Bacigalupo y Selva Dipasquale.
Columnistas: Rita Kratsman, Andrés Bohoslavsky, Luis Franc, Ana Adjiman Gache, Catalina Boccardo, María Mascheroni, Luis Bacigalupo, y Helen Turpaud Barnes.

Invitada a reflexionar la relación escritura-cuerpo, se pueden leer mi texto y algunos poemas en el enlace:


http://elinfinitoviajar.blogspot.com.ar/search/label/Marta%20Ortiz





 Intento describir cómo “me” sucede (o sucede en mí) el proceso de escritura ‒proceso, mejor que procedimiento, si atendemos a que no se trata de una sucesión de variables que se repiten, sino de una idea de desarrollo, de marcha encaminada a un fin, en este caso bastante borroso, dependiendo del estímulo y el género abordado‒. Diría que cada texto puede esbozarme algunos aspectos de su propio proceso creativo (complejo, subjetivo, inclasificable), cuando ha logrado dar con una forma intransferible que lo define. 

El disparador suele ser una emoción  intensa, generalmente ligada al impacto de una imagen, un hilo musical, una obra de arte, el timbre de una voz, alguna de esas llaves proustianas con sabor y olor, una historia contada, escenas ligadas al cine o al teatro, una catástrofe, –cualquiera sea su procedencia: externa o interna, propia o ajena, material, leída o soñada, y mejor si dicha imagen carga con una zona de silencio a decodificar‒. En otras palabras, lo que escribo es tributario de la experiencia, argamasa tan sutil y maleable como escurridiza. El estímulo toca algo de mí que permanece opaco (más o menos consciente), que lo recepciona y aloja, lo deglute, podría decir, se apropia de su contenido, y si está destinado a convertirse en carne de papel se vuelve obsesión: volcarlo en la página es el único antídoto posible, de lo contrario, algo de mí quedará frustrado. Existe una frase de Joseph Brodsky que expresa claramente el doble movimiento que para mí marca el acto de creación: "Uno nunca sabe qué engendra qué: una experiencia un lenguaje, o un lenguaje una experiencia."

Incorporada entonces la materia prima, el proceso de elaboración puede extenderse más o menos tiempo. Una primera idea, una primera versión, un primer verso es sólo el comienzo de una relación amorosa (no exenta de ambigüedades, de ansiedad, de angustia, de…), que implica la preparación y avance del viaje por la página blanca, que a la corta o a la larga me va a sorprender con la aparición de un nuevo paisaje capaz de cerrar el círculo que abrió la conmoción inicial.


texto completo en....

http://elinfinitoviajar.blogspot.com.ar/search/label/Marta%20Ortiz


 

miércoles, 22 de febrero de 2017

"CASA DE VIENTO", de Marta Ortiz (Texto presentación, por Diego Colomba)

  Marta Ortiz, Casa de viento, (Alción Editora, Córdoba 2015

 

En la web de ALCIÓN EDITORA:

http://alcioneditora.com.ar/un-aire-colerico/

  

"UN AIRE COLÉRICO. A propósito de Casa de viento de Marta Ortiz", por Diego Colomba

TEXTO COMPLETO:

 Un aire colérico. A propósito de Casa de viento de Marta Ortiz

© Diego Colomba


“Toda charla es un oficio estéril. / Una escritura sobre la pared del viento.” reza el epígrafe del primer poema del libro, llamado “Escrituras”. Esos versos pertenecen a Joseph Brodsky, a la segunda parte de su hermoso poema “Naturaleza muerta”. El enunciado con que culmina la primera:

Empezaré a hablar
cuando me harte de la oscuridad.

es retomado en el siguiente fragmento:

II
Es hora. Empezaré ahora.
No importa sobre qué.
Abrir la boca. Es mejor hablar,
aunque también puedo estar callado.
Entonces, ¿de qué hablaré?
¿Hablaré sobre la nada?
¿Hablaré sobre los días o las noches?
¿O de la gente? No, sólo sobre las cosas,
dado que la gente seguro morirá.
Toda. Como yo.
Toda charla es un oficio estéril.
Una escritura sobre la pared del viento.

Cito el fragmento de Brodsky porque los versos de Ortiz advierten su diálogo con los del poeta ruso. Conocemos una versión de “Escrituras”colgada en la web desde diciembre de 2011. Su autora le ha hecho pequeños cambios al texto pero muy significativos. Donde decía “página errante/ que no volveremos a encontrar”, corrige por “página errante/ que no volvemos a encontrar”. La sustitución del tiempo verbal señala que es condición de la escritura su pérdida, su naturaleza irrecuperable; no se trata de una vicisitud personal, una cuestión de mala fortuna, una gracia perdida. El segundo cambio es aún más elocuente: la alusión idealista y un poco estetizante de “Sumo al anaquel/ mis castillos de viento. / Escribo en el agua/ grafías de lapislázuli” es reemplazada por una elíptica y potente sentencia: “Sumo al anaquel/ mi casa de viento: / escribo”. Una suerte de declaración de principios, que se elige como título del libro. No se trata de una manera de escribir, nos vienen a decir estos versos más respirados, sino del hecho mismo de hacerlo. Sí, dice Ortiz, siguiendo los argumentos de Brodsky, a pesar de todo, hay que “abrir la boca”.  Hay que hablar, aunque se podría callar. La poesía es el primer fenómeno del silencio: “Tensó –mi voz– el mudo oficio/ del silencio”.  Pero señalemos lo más singular de la idea: uno podría pensar que se le habla a los demás, a los lectores; yo creo que no. En los buenos libros como el de Ortiz, uno tiene la sensación de que ya no se le está hablando a la gente ni a alguna criatura divina o fantasmal. Simplemente la poeta está hablando con el lenguaje mismo. Se vuelve espejo de la sensualidad, de la sabiduría, de la belleza y de la ironía propias del lenguaje. En ese sentido, la poesía es algo más que un arte, una rama del arte, es la operación lingüística suprema, nuestra meta antropológica (en tanto la palabra es lo que nos distingue de otras especies), como señaló alguna vez el mismo Brodsky en una conversación.
Una casa de viento puede entenderse como una casa devastada, castigada por la catástrofe. Resulta entonces un oxímoron: un refugio que deviene intemperie. Esa falta de contención, de límites, también tiene su correlato en el despliegue imaginativo de la poesía de Ortiz, que asocia sin esfuerzo situaciones cotidianas con asteroides y galaxias (“el impulso de tocar luna y estrella/ sin escalas”), que les dan un inusual aire de ciencia ficción a muchos de los poemas, sin duda motivado por esa propensión exploratoria de los límites que se tematiza(“piedra lunar/ alfa  omega/ mi genealogía muerde tu geología”), que permiten que el sujeto conecte con su dimensión cósmica: “No vi fantasmas ni espectros/ espíritus goteando luz;/ no el universo/ su cavidad intensa/ la suma de galaxias.// La flor bordó leía tu mensaje/ bordeaba la forma de una gasa/ –líquida–/ abolía el tiempo / la forma del espacio”. Una casa hecha de viento alude a la visión cósmica del libro, no al mero derrumbe existencial. Cósmica e irónica. Un humor sombrío tiñe con frecuencia las referencias al Ganges satelital, hologramas, cintas de Moebius, cyber redes romboidales, haces lumínicos, derivas del neón: “Bastará un click tecnológico y el pueblo/ jamás será vencido”.
También la escritura, nos dice Ortiz, es una casa de viento: “¿qué latido tensa/ la levedad del poema?/ si el portazo resintió la estructura y/ las letras/ –como escombros–/ cayeron al piso”. Entonces el título del libro nos irradia con su ambigüedad: lo que es se vuelve un hacer, la quietud es trocada por nuestro dinamismo imaginario. Se trata de la caza del viento, de la captura del aire colérico: “la luz/ decrecida/ ventila vidrios rotos// vuelos quebradizos”. En el primer poema, el sujeto poético admite reunir el anaquel con su casa de viento. Se es consciente de la fragilidad de los medios, de su carácter efímero. La escritura es una “página errante/ que no volvemos a encontrar”, “una página de donde no se vuelve”. El libro alude a esos “vínculos de vértigo”, al “peso de monzones y ciclones”, movimientos del cosmos de la tempestad en los que se manifiesta el aire violento, la cólera cósmica (“sopla un viento lunar dobla/ los pasillos de la noche”). El viento violento se vuelve símbolo de la cólera pura, sin objeto, sin pretexto, y nos ayuda a captar la furia elemental que es todo movimiento. El viento amenaza y ulula, pero solo toma forma cuando encuentra polvo: visible, se convierte en una triste miseria: “la percepción es poesía maltrecha”.
Según Ortiz, los poetas sueñan cosmologías: una cólera inicial es una voluntad primera (el epígrafe de Glück alude al momento previo al “don” de la creación, “al brote de la primera flor”, a la “posesión” de la forma), que ataca la obra que hay que realizar: “quiebres de la letra:/ el papel se rasga/ la huella lastima/ gotea sangre la pulpa/ excede la pantalla/ el límite/ línea de partida / de llegada”. El primer ser creado por esta cólera creadora es un torbellino: “tendía tu discurso un cordón de tiempo/ espiral/ voluta/ vaivén”. Ante la acción creadora se expande un inmenso vacío: “Da miedo el sumidero/ la tierra mutilada/ acá, allá/ aquí, allí, / intemperie// o la palabra que sirva.// Saber dónde se está parado/ tocar un centro/ mirarse la punta de los pies,/ apoyar su contorno y cavar la huella:/ un sitio donde depositar la fe”.
Una de las preguntas que tanto acuciaban al poeta ruso era “¿Qué nos hace el tiempo?”. Dice el poema ya citado:

El lampazo o la estola del obispo
no pueden tocar el polvo de las cosas.
Las cosas mismas, por lo general,
no tratan de depurar o domar
el polvo de sus entrañas.
El polvo es la carne del tiempo.
La mismísima carne y sangre del tiempo.

La poesía de Ortiz explora esa mirada melancólica (“ileso/ a resguardo/ el polvo del tiempo/ inimputable”) que anida en todo augurio: “acertijo para la adivinadora/ el color disloca/ el color marea”. La casa es a un tiempo templo ruinoso del pasado, tierra fértil para la memoria y cifra de “lo que vendrá”. La intuición del porvenir es ya el presagio de “vuelos alucinados” pero también de “cadáveres”: “Trampas del sonido:/ el tic-tac tiquitac/ acompasaba/ tu exigua/ reserva/ de segundos/ disponibles”.  La belleza en decadencia es algo que nunca se repetirá. La exploración del tiempo y el espacio se despliega como conciencia de esos límites: “evidencia de vacío/ la cajita de cristal traspasa el límite”. El ser íntimo participa en todas las fuerzas del universo. El tiempo y el espacio se desplazan hacia una dimensión desconocida (“perdidos al sur del continente extremo”), la casa (“visito el jardín/ en mi cápsula de yeso”), los balcones, los techos, la sala de hospital se tornan un territorio gobernado por leyes físicas incomprensibles: “Incluso comenté un tópico que afinaba la Física:/ las dimensiones/ no las cuatro conocidas/ otras, por lo menos hay diez,/ lo dijo un físico en televisión/ invocaba la no menos lúcida teoría de las cuerdas/ aunque quizá fueran once dimensiones/ no retuve el dato preciso”. Durante el proceso de escritura, se experimentan las mejores horas, las de profundización, las de ampliación de la cosa: “dejarse ir por la corriente/ la lucidez del agua que no cesa/ :hundir un cauce más abierto cada vez”. Sentirnos autorizados a cosas que no sabíamos que estaban allí. Los versos de Ortiz nos persuaden de esa fe.


EN EL DIARIO "LA CAPITAL", SUPLEMENTO MÁS (edición impresa del 15 de mayo de 2016)

 http://www.lacapital.com.ar/un-aire-colerico-n789906.html