OTRAS VOCES, OTROS ÁMBITOS

domingo, 20 de noviembre de 2011

CUENTO

Paul Ackerman, El juego de ajedrez

El viaje de Teresa

Por primera vez en años, Teresa admitió una intención en las palabras de Teo. “Teo”, porque Teodosio parecía un nombre inflado, de emperador de país muy lejano, enchapado en oro y recamado en piedras preciosas.

Para decirlo con palabras de entrecasa, se dio cuenta de que Teo le facilitaba las cosas. “Andá, Teresa, qué te vas a quedar haciendo aquí, sepultada en toda esta mierda, para eso estoy yo, hundido hasta la coronilla”, le decía y trazaba una línea horizontal en la frente con el índice de la derecha. Estoy yo, que nunca alcanzo la costa porque el fango es pantanoso y traicionero como la mirada de Tolosa.

-No Teo, ni lo sueñes. Cómo me voy a ir si vos estás desquiciado, si apenas te sostenés en pie –le dijo sin mirarlo a la cara. No puedo, estás loco. ¿Te picó algún bicho raro a vos? O me querés sacar del medio, una de las dos cosas debe ser.

-No seas boba, mirá si te voy a querer sacar del medio. Quiero ayudarte; mi vieja era una que decía que cuando se presenta una oportunidad hay que darle para adelante, y la vieja tenía razón, si la perdés no hay una segunda vez. A vos te invitaron, andá y salvá tu pellejo. Qué te querés quedar haciendo acá, no te lo aconsejo, es un mal programa.

-Está bien Teo, no insistas, o vos creés que no tengo ganas de ir... De veras creo me muero si no me voy con Aurelia al sur.

Por una semana entera de libertad condicional no te voy a ver, se dijo Teresa con los ojos cerrados, imaginando cómo sería. Voy a dejar toda la escoria bien resguardada fuera del tablero de juego. Juana de Arco se toma vacaciones. Voy a desplazar tu manía depresiva, tu dependencia de Tolosa, de la parva de impuestos imposibles de creer y de pagar, mis sesiones de psicoanálisis, la imprecisión de tus gestos dubitativos y miedosos cuando te querés acercar a mí, el mal genio de Rebeca, mi gastritis. Todo eso como si fuera un gran paquete con moño, fuera de la cuadrícula blanca y negra. (Volaron los peones y el alfil y la reina se quedó sola sentada en su trono de jade con la corona de oro y perlas naturales cayendo con cierto descuido sobre su frente.)

El tablero tiene puntillas de macramé blanco alrededor de todo su perímetro.

Por una semana (mirame Teo, no te hagás el desentendido ni desviés la mirada), voy a poner “otras” cosas sobre la superficie brillante donde se desenvuelve el juego. Otras cosas adentro. ¿Entendés? Voy a poner el espejo cóncavo del lago al atardecer: todo un cielo prolongándose en el agua de seda. La ladera algodonosa del cerro moteada de abetos, los esquiadores descendiendo en zig-zag desde las pistas más altas. Voy a poner un trayecto jaspeado de saltos de agua en un bosque cualquiera, pequeños arroyos turbulentos, troncos y piedras que no me canso de mirar desde mi aerosilla de hierro color naranja donde estoy tratando de disimular el miedo y le rezo sin pausa a todo el elenco celestial para que mi ascenso sea placentero y que el viento no me balancee, pero no, no puedo, me voy enredando como una mosca en una telaraña de vértigo y de frío glacial.

Apoyo también sobre el sector más despejado del tablero, el refugio humeante en la montaña y el chocolate caliente (que bebo con vos Manuel, no con Aurelia sino con vos, que tenés tanto frío como yo pero que estás asombrosamente vivo, que sos corajudo y no un timorato como Teo, y yo que me siento tan segura. Tan confiada, empapada del olor de tu cuerpo y al abrigo de tus manos anchas y un poco agrietadas y ásperas por el frío), el chocolate caliente que bebo para sentir otra vez que tengo pies y manos y nariz y que puedo decir palabras mansas y ligeramente temblorosas y más tarde sentir el sol en mi cara y asegurarme de que éste es un lujo que merezco después de todo, te decía, cuando hace ya tiempo que vengo jugando a ser la perdedora sobre un tablero donde todas, todas las piezas son tuyas y por eso son opacas, son oscuras, son como vos, Teo.

Manuel, dentro de unos días tendré que pedirte que te vayas. Que me dejes sola. Te debo parecer una vieja histérica, seguro que lo pensaste. Pero ponete en mi lugar. Qué voy a hacer yo cuando regrese al viejo juego, a la antigua tabla pintada de grandes cuadros negros y blancos y sólo lo tenga a él delante de mí. No lo vas a entender. Me vas a pedir explicaciones que no tendré ganas de darte. Teo es alguien que se pasó la vida construyendo castillos de aire. Inmateriales, humo de colores. Los fue perdiendo uno a uno, como a cada año de su juventud. No sé por qué te cuento todas estas cosas. Se enterró en una oficinita de mala muerte trabajando en negocios inmobiliarios para un tal Tolosa, que es ni más ni menos que un basilisco. Repugnante. Me fueron devolviendo otro hombre, me lo chuparon, me lo desaparecieron. Se transformó en un desconocido. Un hombre imposible. Desarticulado. El reverso de la estrella.

(Pero no hablemos de él. Demos otra vuelta de tuerca y hablemos de este chocolate caliente y de este strudel de manzana cubierto de azúcar impalpable que se deshace en tu boca y en la mía y en este hogar a leña que pone dos rosas en tus mejillas y dos en las mías, y de nuestras manos apretadas y de tus sueños que tanto se parecen a los míos.)

Como te decía, querido Teo, y acorde con tus piezas ya desgastadas y amargas, me cansé de ser tu soporte. Al cabo de tres días de extenderme en el tiempo en este lugar tan acogedor y tan sin límite alguno, extraño sólo a Rebeca. Estudiando, durmiendo, contestando mal, haciendo zapping, no importa haciendo qué. La extraño.

Tengo miedo Manuel, no me abraces ni me toques una sola vez más porque voy a perder pie y tal vez ruede el vértigo de un pozo de paredes almohadilladas sin llegar nunca a tocar el fondo. Respiran los poros de todo mi cuerpo alerta. La piel viva, los ojos clavados en tu color miel, la nariz husmeando sin pausa tu olor a lobo, a hueco hecho con las manos ateridas y sopladas con mi aliento de humo caliente.

Que para qué vine. Que para qué vine si ahora me voy a ir dejando un tendal detrás de mí. Vine para esto, para lo que ves, para tener otro tablero donde sea posible aprender a jugar mi propio juego. Pero en todo esto intuyo una trampa escondida. Extraño mucho a Rebeca y creo que la piel se me llenó de surcos.

Vos no podés entender, no tenés hijos, sos demasiado joven.

No estoy segura de que me guste tanto tu olor a macho en celo.

Esa noche Teresa soñó con una Buenos Aires inalcanzable. En la estación de colectivos los suelos eran móviles como en aquel juego del parque de diversiones que era como las tazas de té de Alicia Liddell en el país de las maravillas y que siempre la llevaban a otro lugar pero nunca al que debía llegar sin perder tiempo. Recordó con preocupación, que en su valija no llevaba carteras. ¿Dónde llevaría los documentos y los boletos?

Volvió a la tardecita de un domingo, diez días después. El sobrepeso de un viaje casi eterno, las cervicales endurecidas y doloridas.

Abrió la puerta del departamento. En la semipenumbra del cuarto de estar Rebeca repetía el zapping de siempre. Teresa detuvo maquinalmente la mirada en la pantalla: “...crimen del periodista, nuevas pistas se investigan alrededor de la horrorosa muerte, cinco rehenes muertos en la ocupación de la embajada de un país latinoamericano, bombardeo en el este europeo, rechazo de la OTAN, atentado en Israel, el dueño de una agencia de loterías intentó suicidarse, crimen pasional en Boedo, vamos a la pausa, ampliaremos la información, no te pierdas los nuevos superhéroes X X hombre lunar, con nuevas armas y nuevas aventuras intergalácticas.”

Mientras Teresa abrazaba a Rebeca y le contaba lo linda que era la montaña, tuvo la impresión de que los gendarmes que se paseaban por la pantalla con máscaras y bastones largos se parecían a Terminator o mejor no, más bien se parecían a los que había visto cuando aquella fatídica explosión nuclear en Chernobyl. “Programa especial de nuestros enviados especiales a Bosnia. Viva con nosotros el más grande genocidio de nuestro tiempo. ¡No se lo pierda!”

Por un segundo sintió que se le aflojaban las piernas, que había destruido un sueño blanco que le había pertenecido en secreto y que nada cambiaría porque ella hubiese cambiado; Rebeca mordisqueaba su interminable sandwich de jamón y queso sin atender a las cosas de la montaña, como si nadie acabara de volver después de diez días desde tan lejos.

-Apagá un rato la tele, Rebeca, no ves que se te pudre la cabeza. Te estás envenando. Cada flash es un enano verde que se te meten en el cerebro y te lo come, date cuenta, acabala con el zapping.

-A mí no se me está pudriendo nada, en todo caso la podrida debés ser vos y si no, por qué me subestimás tanto, por mí te podés volver de donde viniste, no te extrañé –vociferó Rebeca.

Apagó, dejó el control en su lugar, la miró con ojos desafiantes y se encerró dando un portazo.

La puerta quedó vibrando, los cuadros y algunos adornos se movieron. Casi se cae el espejo. Teresa pudo confirmar que al lado de la puerta del cuarto de Rebeca, el espejo no iba a durar. Ella se iba a encargar de cambiarlo de lugar.

Sin fuerzas para encarar una discusión estéril, se sentó en el borde de un sillón con la cabeza entre las manos, se tragó la bronca y no lloró.

Recién entonces pensó en Teo y le pareció asombroso no haberlo hecho antes. Sintió que pensaba en él con ternura, con curiosidad, con los restos de ese amor viejo y enraizado que nunca acababa de irse. Seguro que él la estaba esperando en algún lugar de la casa y que a pesar de todo le gustaría que ella volviera a recostar la cabeza en su pecho lanudo. A Teo le crecían hebras de una especie de vellón rojizo en el pecho. Juntas eran un almohadón de lana virgen para que Teresa pudiera recalar ahí cuando necesitaba cobijo. Todo volvió a parecerle seguro, posible, cotidiano.

Se acercó al espejo que acababa de enderezar y advirtió que el sol le había dorado la piel. Se retocó el maquillaje, abrió sin hacer ruido la puerta del dormitorio, se metió vestida en la cama y se quedó quieta, acurrucada, como engarzada al hombre silencioso y raído que la había estado esperando durante todo el día.


Por Marta Ortiz

(publicado en El vuelo de la noche, La Editorial, Universidad de Puerto Rico, P. R. 2006)