
le galet
OTRAS VOCES, OTROS ÁMBITOS (*)
Algún canto rodado
El canto rodado no es una cosa fácil
de definir, dice Francis Ponge.
Le galet, roma piedra que el mar rescata
delante de mi pie en la mismísima
orilla de esta playa desdibujada
por pisadas anónimas y mendrugos
hachados de caracola partida,
arroja su aplanada cara de
luna con agujero.
Obsesivo el guijarro ocre gris,
heredero directo de un ancestro pétreo,
monologa imperturbable su diáspora,
llama a través de la materia, clama.
Este pasadizo arqueológico
comido dentro del simple oleaje
por sal, medusa, diente de algún pez,
capricho horadado en forma de O,
inserta un tajo oblicuo en mi ojo.
Ranura centrada en piedra,
la nada y el todo centrados en ranura,
ocaso y renacer en el redondo canto
litúrgico de alta marea. Eterno
un rodar de rueda en constante
lenta molienda de arcano cíclico,
hace que le galet muera.
Trémula orfandad fragmentada
en arenillas compactas dispersas
clandestina se acomoda
al golpe de calor, a la nimiedad,
al desprecio.
Cabe preguntarse qué oculto don
se esconde en el circular vientre de siglos
del pedrusco ¿una eterna sapiencia,
alguna loca dádiva? Tal vez sea la extraña
reserva impresa por el maravilloso
engranaje de su rolar, vida al fin sometida
al brutal tratamiento de inmensidad y ola.
Un cordón sostiene el canto rodado
que lánguido cuelga sobre mi pecho
mientras algo de su historia se concluye
otro va a dar comienzo, impredecible.
(en Del mundo de las cosas, de La misma que soy)
Hay un atrás del tiempo que deja
el tiempo al pasar y allí se instalan,
cómodas, las tantas vejeces que fueron
amadas. Zarcillo, muñeca, foto de familia,
cómplice caja laqueada, son simples vejeces
que tuvieron, a título sentimental, un brillo.
Así son ellas hoy. Un algo vetusto sin valor
las muestra apagadas pero dignas,
se diría chapadas a la antigua. Baratijas
en desorden ordenado al fin,
antiguallas que nos resultan íntimas,
con el afecto invaden y atrapan
lugares donde quedan fijas, su calma muda
con un lento resorte al pecho picotea
y llega esa fragancia dulzona
de papiro indescifrable rancio.
Un afán de caricia nos sorprende
justo donde la nostalgia hizo nido,
único punto al que se vuelve
para ahuyentar la molicie del alma.
Este botón de nácar con cuatro agujeritos
me inclina a meditar, correr el velo de la pátina
como atanor que se apaga.
Las vejeces llevan grietas cuyo presente
es pasado, ahora un simple recuerdo.
Ellas son lo ya vivido. Es lo eterno.
El muerto tiene un lugar de pertenencia
sólo suya, sobre la cual hemos inventado
un raro entretejido.
Intelectuales o necios optamos
por algo metafísico o una aceptación
tan difícil como dura de asimilar
por no entender la nada. En esfera opalina
el muerto está desposeído de bienes
y uno se pregunta si lleva impresa
la memoria pasada,
si guarda el recuerdo de las tantas cosas
que amó siendo suyas. Ahora otra mano
toca, resuelve, dispone
sobre esa materia que lo sobrevive.
Del trazo de sus pisadas solo
quedan borrones cada vez más
difuminados, reales fragmentos
que nos hacen demudar
él ya nada necesita y con su tropa,
algún libro o bártulo, ciertos enseres,
retenemos su huella
dentro de su pobre ojo mortal.
(de El coloquio, en La misma que soy)
(*) Michou Pourtalé nació en Azul (provincia de Buenos Aires, Argentina). Ha publicado los poemarios Milenaria caminante (Botella al Mar, 1997); Hombres en sepia (G. E. Latinoamericano, 2000); Signos tardíos (Nuevohacer, 2003); Damero para un cuerpo (El Copista, 2006); La misma que soy (Vinciguerra, Buenos Aires, 2010) Ha escrito ensayos sobre la obra de Francis Ponge y Néstor Perlongher. Participo en numerosas antologías dentro y fuera del país. Es miembro de la sociedad civil que reúne a escritores estudiosos de la Literatura, Gente de Letras, fundada en 1978.
Contacto: michou@fibertel.com.ar