OTRAS VOCES, OTROS ÁMBITOS

jueves, 26 de agosto de 2010

Madeline Millán (*) (Puerto Rico, poesía)


A las víctimas de todas las guerras y a sus gobernantes




1-Enemigo

Se dio el ultimátum:

“Le quedan a Saddam Hussein 48 horas”

Por todo el planeta se regaron volantes de “Se busca”.

Pero Saddam se multiplicó en el oriente.


Hubo Saddam de espaldas, de frente, con bigote y sin bigotes,

tomando el té como un Lord, compartiendo con su gente,

matando, besando, dictando muertes, en hospitales

y con el fuego del aceite a sus pies

mientras oraba mirando a la Meca.


2-Otro enemigo

Se busca a Hamid alias… en el paradero del tren E.

Nació en Kuwait, se sospecha que se esconde

en las comunas de Jamaica Queens.

Lo han visto seguro caminando

por entre las tumbas de sus cementerios

y colgado de la torre de su universidad y del campanario,

brindando con sujetos no identificados.

Es negro.

Qué más hubiera podido ser en ese rincón del mundo.

Es peligroso.

Se sabe que cree en uno de los dioses posibles

y en un mañana justo.


4-Mambrú, por no llamarla Adelita

Han pasado menos de 365 días y ya tengo un colega

que está detrás de la línea imaginaria del fuego.

A mi enemigo más próximo, sentado a mi lado

en una oficina como cajita de fósforo,

se le encoje el cuerpo cuando me ve.

Bajo la tierra de sus atentados sobrevivo

Y hasta su rencor Ph D. amenaza con el fuego

Inquisitorial de la academia donde aprende su oficio.


Veo la guerra cómo se aproxima y no me toma por sorpresa.

Mientras se encienden las paredes,

y nosotros nos miramos por entre las llamas.


De repente recuerdo una continuidad de los parques

en la oficina, y yo sentado, leyendo de espaldas

sintiendo cómo se viene su puñal y la guerra tan callando.


(tomado de: Millán, Madeline, DE TOROS Y ESTRELLAS, Terranova editores, San Juan de Puerto Rico, 2004)

(*)Nació en Coamo, Puerto Rico. Formó parte de la revista Extremos (Nueva York-Santiago de Chile-San Juan de Puerto Rico). Editora de la revista de cine latinoamericano Entreextremos. Publicó en revistas de Estados Unidos, Latinoamérica y Europa. Publicó Leche; Para no morir por segunda vez (Buenos Aires); De toros y estrellas (2004, Terranova Editores). Reside en Manhattan. Acaba de publicar el poemario 365 esquinas (Terranova editores, 2010)

miércoles, 18 de agosto de 2010

UN CUENTO

Lucy coronada de flores

Lo mejor de todo fue que en los días siguientes, y a pesar de “todo”, o sea, a pesar del sacudón, pude dejarme ganar por esa sensación de liviandad, de viaje en globo aerostático al ras de una campiña verde esmeralda. El trance había sido aterrador, pero por suerte se pudo entrever un punto final y no quedaron evidencias. Esa misma noche cerré la puerta con llave, la trabé con pasadores y candados, y me prometí que nunca más me haría cómplice de un hecho de naturaleza dudosa.
Definitivamente un alivio, el placer de desinflar un globo demasiado tenso. Fue entonces cuando pude encarar otras cosas. Ni mejores ni peores. Otras.
Me las arreglé para que el día siguiente fuese feriado. Feriado terapéutico ordenado por mí para dar cauce a mi impostergable necesidad de ocio. Llamé al hospital y le dije a mi jefa que tenía un cólico, que llamaran a la enfermera del turno contrario, mal no le iba a venir el reemplazo. Anduve vagando por la casa como una sonámbula, no sé bien cuánto tiempo, un par de horas, bien temprano. Antes de recuperar el uso normal de mis sentidos y la vitalidad que parecía haber perdido para siempre. Había pasado las últimas semanas esquivando los virus de toda la familia hasta que caí, quince días de mocos aguados, la cabeza dilatándose y contrayéndose, los ojos ardidos y llorosos, el cuerpo caliente y pesado.
Esas dos horitas a medias entre el despertar y el poner el motor en marcha. Cuando me cansé de vagar sin sentido de un cuarto a otro, se me ocurrió que lo primero que había que hacer era poner la casa en orden, aliviarla del caos. Como había decidido obedecerle a la díscola anarquía de mis ganas, me pareció una buena idea. La ropa se apilaba sobre sillas y percheros, los zapatos, los vasos diseminados por las habitaciones; “parece que la noche tiene sed”, pensé. Traía tantas cosas a la cocina entre ropa sucia, vasos, algún pocillo de té, diarios y revistas, que más que yo misma, parecía un árbol de navidad asimétrico y policromo vagando por los pasillos y controlando el miedo de caerme sobre la perra preñada que arrastraba a mi lado una panza rebosante. Ataqué con la franela las superficies donde el polvillo se revelaba sin pudor al alcance de los rayos del sol de media mañana que filtraban las cortinas: detrás de la mesa del televisor, los intersticios impenetrables de la cómoda, las molduras de los veladores, los espaldares de las camas. Quise creer que lo sucedido no era más que historia antigua. Todo se había aclarado con alguna que otra media tinta, como se pudo, a pesar de las dudas que brotaban como púas de lo irreversible; tanto los familiares como los demás invitados evolucionaron de la histeria incontenible a la resignación. Menos yo, para mí fue arrasador, un viento huracanado, una ráfaga nocturna y helada alterando la geografía diurna de un desierto de arena.
De entrada me había llamado la atención la vestimenta de Lucy, ese color verde flúo, a quien se le ocurre, y el collar de gruesas perlas de algodón enroscadas al cuello obeso, parecía más una soga que un collar. La piel rojiza, edematizada, perlada de sudor, si tan sólo hubiera bajado unos kilos. Yo no me hubiera presentado así, soy cobarde, antes me hubiera puesto firme con la dieta de la luna o la de la sopa, pero así, en esas condiciones, si yo hubiera sido Lucy, no hubiera ni asomado la nariz. Claro que ella siempre fue otra cosa, la estética nunca le importó.

Desayuné un jugo de naranjas y tres galletitas de cereal. El recuerdo de Lucy me dejaba inapetente y con la firme decisión de vivir a dieta.

Cuando cada cosa volvió a su lugar, decidí que había llegado la hora de dedicarle un poco de tiempo al jardín. Corrí las cortinas pesadas y también las finas y abrí de par en par la puerta ventana de mi dormitorio. La luz invasora y blanca de la mañana ganó espacio, decoloró en segundos las paredes, los cuadros, el ámbar de mi piel, el lila desteñido de mi robe de chambre. Reveladora de nimiedades, de manchas disimuladas, de rayones camuflados en los muebles, de flores marchitas, de fotografías amarillentas. Cuando abrí otra vez los ojos que el flash insoportable de la luz clausuraba, salí al modesto patio que también hacía las veces de jardín, mezcla de lajas y pequeñas parcelas de césped. Moví las macetas, las cambié de lugar, limpié las hojas que habían acumulado tierra, quité las guías secas de los helechos, barrí y dejé preparado el riego vespertino. Me senté en una reposera, leí el diario con una manzana bien roja como única tentación. Me dejé mimar por el sol y me entretuve mirando una ordenada tropa de hormigas que partía en hilera desde la mata de los tacos de reina hasta la de las alegrías. No tuve ganas de preparar el veneno. Hacía tiempo que había claudicado en mi lucha diaria contra lo que consideraba un enemigo inextinguible.

El recuerdo de Lucy me asediaba a intervalos cada vez más cortos; inextinguible, como el paso de las hormigas por mi jardín. Haberlo visto a Flavio cortejándola todo el tiempo fue un espectáculo bochornoso. Con su aspecto de habitante crónico de la ionosfera, delgaducho, aislado de todos los de su edad para ir detrás de esa mujer que marchaba por el jardín como la reina de las ballenas, alta, grandiosa, monumental; faltaba que desde los pies le creciera una inmensa cola de pescado, y las perlas bamboleando y la corte de imbéciles a una distancia prudencial de su espalda espiándole los gestos, los movimientos, la pintura corrida por el sudor. Le ofrecían gin cola, margarita con hielo triturado y limón, canapés de centolla, lo que fuera. Un bochorno. Todos sabíamos que a ella le gustaba hacerse batidos en el pelo, pero lo de esa noche, eso había sido como calzarse un bonete de hada. Inalcanzable, grotesca.

Cuando sentí que ya había descansado, dejé la reposera y consideré que ése era el momento indicado para ir en busca de alimento. La heladera y la alacena reflejaban el desabastecimiento propio del día después de una catástrofe. Cerré la puerta ventana y las cortinas, acto que en segundos reinstaló la oscuridad a medias de los interiores, el color habitual y el tinte ámbar de mi piel. En la ducha canté todo lo que sabía, me animé con arias de óperas. Todo eso sin poder apartar a Lucy de mis pensamientos. Desplazándose como un globo de luz verde, Lucy y sus discípulos y seguidores; todos le entregaban margaritas del jardín que ella se calzaba graciosamente en el batido, una a una, hundiendo los tallos en la masa de pelo hasta parecer una verdadera reina; no me la podía sacar de la cabeza aunque cerrara bien fuerte los párpados y el agua me chorreara como una pequeña cascada por la cara y por todo mi cuerpo de piel ambarina.

Invertí casi una hora en mi meticuloso arreglo personal. Hasta que me sentí en condiciones de abordar el resto del día. Descorrí pasadores, quité llave a las cerraduras y cerrojos, giré la falleba que rechinaba el hierro descascarado y abrí la puerta de calle para hundirme anónima en la ciudad a mediodía. Almorcé en un bar con vista al río, La carnada. Sola, era tan fuerte la necesidad de paladear de cerca la soledad, tan huidiza en los últimos meses, desde que regresamos de Santa Teresita del Mar. El río no cesaba, una cinta inquieta moteada a trechos de camalotes, trozos de madera podrida expulsados por el deterioro de un viejo muelle, algún barco comercial trasladando mercancías, el horizonte desparejo de los árboles en la isla, una región enmarañada verdeazul, verde río, verde cielo.
Caminé desde las cercanías de la barranca hasta alcanzar las calles del centro. Avancé sin destino fijo, pensaba vagar hasta el atardecer tal y como el viento me quisiera llevar, no había metas que cumplir. Todavía me quemaban las acusaciones de Ingrid, por muchas dudas que de golpe le hubieran aflorado no tenía por qué venir directamente a mí con su cara de “vos tuviste algo que ver en esto”, y acusarme delante de mis primos, de mis tíos. En buen criollo, acusarme delante de todos. “Y con qué derecho”, pensé, “por qué no reparó en lo que hacía Otilia, que también tenía la piel de ámbar, un rato antes de la tragedia, con Lucy; por qué desaparecieron las dos entre los arbustos del parque”. Me partía el alma ver los ojos de mis primos brillando lágrimas a la luz de las farolas. Anduve un buen rato. Subí y bajé escaleras, quería descolgarme de los hechos como un trapecista se descolgaría de lo alto de la carpa del circo. Di vueltas en redondo, en línea recta, entré en cortadas y calles sin salida; de pronto algo en mi cabeza giró sin orden ni control. Fue entonces cuando entré, como si doblara una esquina, en un pasaje nunca visto, una suerte de galería angosta que cortaba una manzana céntrica de norte a sur, seccionándola, como quien corta una fruta con el filo implacable de un cuchillo, en dos mitades idénticas. Un espacio ignoto, multitud de pequeños locales iluminados ofreciendo servicios dispares en gruesas letras góticas fileteadas sobre láminas de hierro colgando de ménsulas también de hierro: Se dictan clases de esperanto, Club de magos e ilusionistas, Aprenda en diez clases a leer el té. “Servicios inútiles”, pensé. Me detuve a mirar la construcción del pasaje, las escaleras que bajaban a subsuelos que tal vez funcionaran como enlaces para bajar a otros subsuelos conteniéndose unos a otros como cajas chinas donde yo hubiera querido perderme para siempre o al menos por unos días. La sensación inquietante de que no había un final, de que por más que lo caminaba y leía otros carteles como Taller de marcos, Trajes a medida, Filatelia o Confección de flores artificiales, el pasaje era como el río incesante, no parecía tener fin ni detenerse. Había olvidado por completo la medida de la ciudad, era incapaz de distinguir si me desplazaba en un corredor secreto o en el fragmento perdido de algún antiguo laberinto cuya intrincada herrería artística, filigranas de hierro en los laterales de las escaleras, en la parte alta de los pórticos, en las rejas, se me venían encima y las claraboyas vidriadas de colores y los arabescos en las molduras de yeso del techo altísimo semejaban un calidoscopio que cambiaba y mezclaba figuras por encima de mí. Le pregunté a un hombre que barría los desperdicios de un local de aeromodelistas, si no sabía dónde quedaba la salida. Me dijo que llevaba la dirección correcta, que avanzara siempre en el mismo sentido.
A esa altura había perdido la noción del tiempo. Me detuve a tomar un café en “La belle époque”, un bar al paso muy fin de siglo, aterciopelado y calmo. Luego de un corto descanso seguí andando en busca de una salida. Estaba segura de que en algún lugar atardecía, la luz había declinado considerablemente. A mi derecha, me sobresaltó una vidriera de animales embalsamados. Entre un conejo y una serpiente escamada y verde, un búho me miraba con sus ojos fijos amarillos y redondos, y ese pequeño detalle de la redondez de los ojos bastó para atraer la imagen de Lucy que tenía ojos de pájaro, redondos y agudos, y eso que había logrado olvidarla. A lo lejos presentí por fin la salida a una calle cualquiera y una franja de verde que me hacía pensar en una desembocadura que me arrojaría a un parque o al menos a una avenida arbolada.
Mis primos, más que Lucy mis primos con los ojos mojados de llanto a la luz del farol, Ingrid acusándome y yo abriendo los párpados despacio.Al final del camino se abría una avenida, y era tan viva la sensación de que recorría los últimos tramos de un laberinto, que creí que despertaría en otro tiempo, que por esa calle en cuyos árboles se enredaban guías de luces blancas como guiños de fiestas de fin de año, trotarían carruajes llevando damas de miriñaques y caballeros de sombrero de copa. Pero sólo fue un hechizo, la tesis de un ilusionista abriéndole esquinas inéditas a la realidad, porque lo que me había parecido la arboleda de un parque era nada más que un descolorido toldo verde destacando sus contornos con una iluminación festiva a contrapelo del almanaque, y en vez de carruajes circulaban vehículos comunes por una calle cualquiera. La gente no vestía miriñaques ni levitas sino ropa de todos los días y yo me entretenía enhebrando todas estas consideraciones porque no sabía adónde ir ni por donde circular para no sentirme acosada. Como ya dije, el único resto positivo de lo sucedido era que ya se podía considerar materia viva para los historiadores del crimen. Pero yo todavía sentía el mismo dolor y el mismo temblor que me habían doblegado esa noche cuando me llevaron hasta allí, cuando a pesar de que había cerrado los ojos con fuerza y no los quería abrir, al final la vi a Lucy boca abajo como una boya en el medio de la pileta olímpica, con la ropa de gasa verde flúo flotando a los costados de su cuerpo y las perlas atadas en la nuca, los brazos en cruz, hinchados, la piel pálida, decolorada, y las margaritas que se le desprendían del pelo y se ubicaban formando una inesperada corona rodeándole la cabeza y mis primos que lloraban en silencio unos metros más atrás, ahora a la luz de la luna. Yo no quería ni mirar, tenía miedo de ponerme a gritar hasta morirme. Pero Ingrid me acusó con el desparpajo al que nos tenía acostumbrados. No hubo escapatoria, y entonces volví a mirarla sobre el espejo de agua azul como una gran planta verde y me abracé a mis primos y les dije llorando, la voz quebrada, que Otilia esto, que Otilia lo otro. Pero ya era tarde, Otilia se había volatilizado. Inútil encarar la búsqueda.


Por Marta Ortiz
(publicado en "El vuelo de la noche")

sábado, 14 de agosto de 2010

Mario Levrero y la forma del discurso


Sobre las formas ocultas del discurso. (selección de fragmentos de “El discurso vacío”, Levrero, Mario (*)Interzona, Buenos Aires, 2006. Primera edición , 1996)

"Hay un fluir, un ritmo, una forma aparentemente vacía; el discurso podría tratar cualquier tema, cualquier imagen, cualquier pensamiento. Esa indiferencia es sospechosa; presiento que tras la apariencia de vacío hay muchas, demasiadas cosas. El vacío nunca me asustó demasiado; en ocasiones hasta llegó a ser un refugio. Lo que me asusta es no poder huir de ese ritmo, de esa forma que fluye sin develar sus contenidos. Por eso me pongo a escribir, desde la forma, desde el propio fluir, introduciendo el tema del vacío como asunto de esa forma, con la esperanza de ir descubriendo el asunto real, enmascarado de vacío."

"El discurso, pues, se fue llenando con la historia del perro; es un contenido falso, o por lo menos falso a medias, ya que muy bien esos contenidos pueden ser, como todas las cosas, tomados como símbolos de otras cosas más profundas; pienso que, en verdad, difícilmente un discurso –salvo un discurso político-, un discurso cualquiera, encarado con honestidad, pueda presentar contenidos falsos."

"Eso no quiere decir que mi discurso abstracto, mi ritmo, mi fluir, esté determinado por la historia del perro; sí quiere decir que, en el caso de esta historia del perro, ella puede ser un símbolo de los contenidos reales del discurso, imposibles, por algún motivo, de percibir directamente."

"Por ejemplo, en el tramo narrado de esa historia, podría pensarse ese hueco que voy ensanchando progresivamente en el alambrado lindero, como un paralelo de otro hueco, psíquico, que voy ensanchando progresivamente con miras a alguna forma de libertad, no del perro sino mía. Para decirlo de otra manera, algo dentro de mí –y tal vez por eso estoy escribiendo ahora- trabaja secreta y lentamente para horadar una defensa que se ha erigido en mí, un muro también construido secreta y lentamente para defenderme de algo, aunque se sabe que esas defensas, si bien relativamente últiles en su momento, con el tiempo actúan más bien como prisión del espíritu."

"Cuando se llega a cierta edad, uno deja de ser el protagonista de sus acciones: todo se ha transformado en puras consecuencias de acciones anteriores. Lo que uno ha sembrado fue creciendo subrepticiamente y de pronto estalla en una especie de selva que lo rodea por todas partes, y los días se van nada más que en abrirse paso a golpes de machete, y nada más que para no ser asfixiado por la selva; pronto se descubre que la idea de practicar una salida es totalmente ilusoria, porque la selva se extiende con mayor rapidez que nuestro trabajo de desbrozamiento y sobre todo porque la idea misma de “salida” es incorrecta: no podemos salir porque al mismo tiempo no queremos salir, y no queremos salir porque sabemos que no hay hacia dónde salir, porque la selva es uno mismo, y una salida implicaría alguna clase de muerte o simplemente la muerte."

(*) Mario Levrero: Montevideo, Uruguay (1940-2004).

domingo, 8 de agosto de 2010

Miguel Hernández, a cien años de su nacimiento, NANAS DE LA CEBOLLA, por Joan Manuel Serrat

NANAS DE LA CEBOLLA


Desde la cárcel, enfermo y triste, Miguel Hernández (1910, Orihuela; 1942, Alicante) le escribe una carta a su mujer, Josefina, en respuesta a la carta que ella le había enviado donde le contaba que ella y su hijo se alimentaban de pan y cebolla:

Estos días me los he pasado cavilando sobre tu situación, cada día más difícil. El olor de la cebolla que comes me llega hasta aquí, y mi niño se sentirá indignado de mamar y sacar zumo de cebolla en vez de leche. Para que lo consueles, te mando esas coplillas que le he hecho, ya que aquí no hay para mí otro quehacer que escribiros a vosotros o desesperarme…

Nanas de la cebolla

La cebolla es escarcha
cerrada y pobre:
escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla:
hielo negro y escarcha
grande y redonda.

En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar,
cebolla y hambre.

Una mujer morena,
resuelta en luna,
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete, niño,
que te tragas la luna
cuando es preciso.

Alondra de mi casa,
ríete mucho.
Es tu risa en los ojos
la luz del mundo.
Ríete tanto
que en el alma al oírte,
bata el espacio.

Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.

Es tu risa la espada
más victoriosa.
Vencedor de las flores
y las alondras.
Rival del sol.
Porvenir de mis huesos
y de mi amor.

La carne aleteante,
súbito el párpado,
el vivir como nunca
coloreado.
¡Cuánto jilguero
se remonta, aletea,
desde tu cuerpo!

Desperté de ser niño.
Nunca despiertes.
Triste llevo la boca.
Ríete siempre.
Siempre en la cuna,
defendiendo la risa
pluma por pluma.

Ser de vuelo tan alto,
tan extendido,
que tu carne parece
cielo cernido.
¡Si yo pudiera
remontarme al origen
de tu carrera!

Al octavo mes ríes
con cinco azahares.
Con cinco diminutas
ferocidades.
Con cinco dientes
como cinco jazmines
adolescentes.

Frontera de los besos
serán mañana,
cuando en la dentadura
sientas un arma.
Sientas un fuego
correr dientes abajo
buscando el centro.

Vuela niño en la doble
luna del pecho.
Él, triste de cebolla.
Tú, satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.

Miguel Hernández, 1939

jueves, 5 de agosto de 2010

Tres poemas de "DIARIO DE LA PLAZA"



Espera

Acechábamos incrédulas

una señal un atisbo

en la noche serena.

Helaba.


Yo seguía la cinta de luz

en la cadena de automóviles

ella moderaba el sesgo desbocado

en las piruetas del cachorro

olfateaba como yo

oteaba el aire intenso

se cargaba de partos.


Yo tildaba las ramas

rapadas dos o tres hojitas

tardías

como pelos fatuos.

Auscultaba

por encima del árbol

y más alto aún

fuera del entorno deshilado

de las luces de neón

y un cierto resplandor nevaba

añicos copos

cristalizaron mi cuerpo.


Aterida,

palpó en la piedra

la paloma el tibio simulacro,


nidos de ceniza tocaron tierra.


No quedan dudas:

el invierno coagula entre nosotros.


Una tenue tela

estampa

mariposas al vapor

gotea

violetas en el vidrio.


El efecto gráfico

a la luz de las farolas

sube de lo hondo entre los plátanos

al quinto piso.


La ventana revela

la boca del balcón

abre al vacío.


Detrás, el viento rumorea

ramas incendiadas.



No vi un mar azul

leí herrumbres, celajes

en el viento.


Junio era un oráculo:

éxodo el óxido

viaje silente

exilio cielo abajo

hasta morir

(estrella de tres puntas)

la hoja

en el pulido impávido

pavimento

jaspe precolombino

piedra sacrificial.


También nosotros

eludíamos el invierno

la desmembrada

exhausta anatomía

apenas polvo

-grisalla-

textura de ala rota,

la hoja que ha caído.


Vi plátanos grises

escorias

mudanzas.



por Marta Ortiz