OTRAS VOCES, OTROS ÁMBITOS

viernes, 26 de abril de 2013

SARA GALLARDO *, un cuento de "El país del humo"

Vincent Van Gogh, Césped soleado en un parque público; óleo sobre tela (Arles, 1888)






















 Un césped

En los jardines que van de Palermo a la Recoleta hay un cuadro de césped. Cierto año, los jardineros se olvidaron de cortarlo. El pasto creció a sus anchas.
Cada media hora corría un tren, con hálito ferruginoso. Las raíces lo sentían pasar. Las lombrices interrumpían sus caminos.
A su antojo crecieron los pastos.
En otoño, los jugos atravesaron la tierra como la aguja del colchonero el espesor de la lana. Pastos y lombrices se sorprendieron con la novedad.
Al caer el sol, los porteros de los departamentos quemaban la basura. Aparecían trombas sobre los edificios. Revoloteando en las telas metálicas de las chimeneas, negros papeles se desmenuzaban en su afán por salir. Las chispas se entregaban al aire, desaparecían; los hollines ascendían. Otros hollines, salidos de otras casas, se encontraban con ellos. Juntos formaban nubes. Desbaratadas por un vuelo de pájaros, por el paso de un tren o un golpe de viento iban a aterrizar sobre el césped.
El césped. Junto a los semáforos de la avenida, colores amarillo, rojo o verde lo tenían según el orden de paso; y los autos le echaban una estela de humo.
No era un césped. Era casi un pastizal.
Mullido, atraía a los enamorados. A los chicos, que juegan al futbol, o se tambalean, padres detrás. A los vendedores de helados, cuando ganaba el calor y se sentaban. Y a los que cargando termos de café trataban de hacerse oír por encima del paso de los trenes. Atraía a los pájaros, porque encontraban buena comida. Y a los insectos porque era una selva de refugios.
Atraía a los dueños de los perros.
Los perros eran lustrosos, ávidos de correr, de oler, de hacer necesidades.
Tenían dueños de todas clases. Confiados, soltaban las correas. Temerosos, corrían atados a ellos. Y si mujeres, iban torciéndose los tacos de los zapatos. Los perros sueltos y los perros atados se encontraban, gimiendo. Los libres disparaban, persiguiéndose, volvían al oír gritar sus nombres.
Hay una hora de la noche, cuando los enamorados se han ido a sus casas y los trenes paran, en que el rocío cae sobre el césped. El hollín resbala. Cada pasto guarda una gota.
Y los días de lluvia. Sólo agua, lavando, susurrando, mojando. Ni persona, ni perro. Callado, el pasto abre la boca.
Un día, el intendente municipal recorrió todos los jardines que van desde Palermo hasta la Recoleta. Un rey había anunciado su visita.
Llegaron los jardineros.
Cortaron todo el pasto. De norte a sur, y de este a oeste.
Y el pasto que moría cantó.
Cantó el aliento y el trepidar del tren, el hollín que baja, los jugos del otoño. Las lombrices. Los enamorados. Las luces del semáforo. Los vendedores de helados. Los insectos. Los perros atados y los perros desatados. Y los dueños de los perros. Los pájaros. Los vendedores de café. Los niños crecidos y los que aprenden a caminar. El rocío, el humo de los autos, la lluvia.
Cantó, esa voz de césped, ese olor de césped cortado.

  
(*) Sara Gallardo Drago Mitre (Buenos Aires1931-1988), hija del historiador Guillermo Gallardo, nieta del naturalista Ángel Gallardo y tataranieta de Bartolomé Mitre, se crió inmersa en la clase social que dirigió la nación desde 1880, materia de su escritura y marco en que se concibió a sí misma. Corrosiva, pudorosa y asmática. Sus primeras ficciones datan de tiempo del surgimiento del peronismo. Enamorada del paisaje de confín, convierte en escenario de sus relatos la “América salvaje, imposible de catequizar”. Publicó Enero (Sudamericana, 1958/1962), traducida al checo y al alemán, Pantalones Azules (Sudamericana, 1963), Los galgos, los galgos (Sudamericana, 1968/Tusquets, 1997, Primer Premio Municipal y Premio Ciudad de Necochea: jurado: Leopoldo Marechal, Aldo Pellegrini y Juan Carlos Ghiano), Eisejuaz (Sudamericana, 1971); El país del humo (Sudamericana, 1977/ Alción 2003), las recopilaciones Páginas de Sara Gallardo por Sara Gallardo (Celtia,1987) Páginas de Sara Gallardo (Colección Escritores argentinos de hoy, Gedisa,1990) y Narrativa breve completa (Emecé, 2004). Su último libro, La rosa en el viento (Pomaire, 1979), fue escrito en España, el primero de una serie de países por los que erró, junto a sus hijos, hasta el fin de su vida. Sara Gallardo construyó una obra periodística monumental, encuadrada dentro del nuevo periodismo, para las revistas Confirmado y Primera Plana y luego para La Nación, de la que fue corresponsal en Europa. Publicó en Editorial Estrada relatos infantiles: Los dos amigos y Teo y la TV, 1974, Las siete puertas, de 1975, y ¡Adelante, la isla! (1982), de los cuales los relatos Las siete puertas/ Dos amigos han sido reeditados recientemente (Colección Mis autores, dibujos de Silvia Lenardón, Planta, 2008). La inclusión de Eisejuaz en la Biblioteca de Clásicos Argentinos, que dirigió R.Piglia y las persistentes referencias a su obra hechas por Leopoldo Brizuela permitieron que fuera finalmente valorada como uno de los hitos más originales e intensos de la literatura argentina del siglo XX. 

domingo, 7 de abril de 2013

HUGO FRANCISCO RIVELLA

Paul Klee, Peces mágicos































OTRAS VOCES, OTROS ÁMBITOS (*)

 
He nacido aquí



A mi pueblo: Rosario de la Frontera


He nacido aquí, cuando septiembre deja una huella en

los lapachos y el río suelta los peces con un murmullo

líquido.

Me ha signado nacer en esa casa de horcones de

quebracho y de anchas maderas de algarrobo (recuerdo

mi niñez con los ojos del fuego en mi garganta) y el horno

con muñequitos de harina azucarada.

Las primeras palabras de amor a medialengua y andar

entre los días tropezando.

Ese será el sitio exacto de mi muerte.




He sido una gardenia en un retrato viejo



a Hilda


He sido una gardenia en un retrato viejo y el silencio

del piano en la voz del jazzista.

Fui una caracola en el océano donde naufragaba el galeón

del pirata,

la palabra obstinada por entrar en la noche del poeta que

baila a la luz de los tigres y va por la cintura de la mujer

aquella que una vez deshizo su tristeza.

En tu vientre,

madre,

seguí siendo el niño que desterró a los ángeles del cielo

y soñó con los peces de tus ojos lavados,

luego nací a la vida como un milagro.





He de morir del modo en que he vivido




He de morir del modo en que he vivido. No seré como

el cóndor que tiene un solo amor y se deja morir cuando

la muerte se lleva lo que amó como un soplido.

Vuela, se eleva y se deja caer desde la altura cuando pliega

sus alas y en el aire es una ráfaga que ya no pertenece a

tanta muerte.

Bendito cóndor, agua sublime.

He de colgar del árbol como Judas pues traicioné la senda

y la mirada del hijo que he soltado de la mano. Fui un

pirata en los mares del sur, crujía mi calavera cuando mi

espada atravesaba el alma de algún náufrago, y fui un

ladrón en las garras del tigre.

Tendré mi muerte así, pura y desnuda.

Escribiré un poema en el ocaso, garrapateado en la

sombra del hombre que fui,

tal vez,

de ese modo se recuerde mi nombre a la luz de una

lámpara.






Es fría la muerte, madre

a Margarita Rivella



Ahora es fría la muerte, madre.

Yo cerré tus ojos sobre la cama en que yacías: en ella

te dormiste para siempre, mientras Tina calentaba agua

para el mate.

En esa casa, madre, por última vez soñaste los lapachos,

la lora con sus verdes lloriqueos y el piar de las gallinas

contra el cielo.

Luego tiré una sábana desteñida sobre tu cuerpo que

también dormía.

Ahora camino por la casa, madre, y siento que todavía

anda tu corazón entre las buenas noches, las alegrías del

hogar y las dalias.

En esa casa,

madre,

viviste los duraznos, las granadas y las noches en que

hacías empanadas para matar el hambre. Fuiste feliz

conmigo, con los nietos, con la risa más clara de Leonor

y la flor memoriosa de los días.

En esa casa, madre, fuiste el amanecer y el adiós con

sus lágrimas.

Ahora es fría la muerte, madre.

Te mueres en un hospital como un fantasma y en la Sala

Tal de la Casa mortuoria cuatro luces fosforescentes

parpadean sobre tu cadáver.

 
(en: Piedra del Ángel, Universidad Autónoma de México, Toluca, México, 2011; Prmio Internacional de Poesía Gilberto Owen Estrada, edición 2010)



 (*)Hugo Francisco Rivella (Rosario de la Frontera, Salta, 1048). Poeta y músico ha merecido premios a nivel provincial, nacional e internacional. Ha publicado: Caballos en la niebla; La carretera y otros poemas (2001); Zona de otos días (2007); Yo, el Toro (2008); Centro de tormentas (2010); Piedra del Ángel, Universidad Autónoma de México, Toluca, México, 2011; Prmio Internacional de Poesía Gilberto Owen Estrada, edición 2010. Ha participado en numerosas antologías.

lunes, 1 de abril de 2013

EDUARDO D'ANNA (*), POETA INVITADO



 
Tatiana Samóilova en el film ruso "Pasaron las grullas" (1957)


























Poetas de Rosario XXXIII


Poemas para Chiro

GRULLAS

Pasaron las. Film. Tatiana
Samóilova, jugando al ping-pong
en pantalones, en un documental
soviético. Hermosa. La película
la vi mucho después. Grullas, nunca.


AUTOS

El auto era algo que, parece,
se había tenido. El auto
aparecía en los viajes, entre
polvaredas, se iba armando
alrededor; siempre que no se fuera
en tren, naturalmente.
Pero ya era pasado legendario.
La entrada, despacio, a un taller.
El regreso a pie.
La tarde que caía
al fondo de la calle.


BOGA

¿Que una comida fuera
peligrosa? Las espinas,
con cuidado, decía
mi padre, y yo imaginaba
terribles sufrimientos,
inauditas postergaciones.
¿Por qué complicarse
la vida así? pensaba.
Si hay otros platos...
El peligro, el peligro,
subido a nuestra mesa.


LUZ

Luz. “No hay luz”,
dice, probablemente,
mi madre, levantando
y bajando el interruptor
un día que hubo
corte: y así yo aprendo,
cuando no hay,
qué es la luz.


NÚMEROS

El dieciocho era un tranvía.
El tres eran estrellas con nombre
propio. Mi mamá
no quería decir dos veces
las cosas: de ahí, también,
la unidad; de ahí la decena,
la centena. Pero cien
era “cien por hora”; o sea,
Fangio. El dos era
asimismo “tomate
el dos”, echar a alguien.
Cuatro llegaron a ser
amigos, malas notas,
lo demás era más bien
incomprensible.

 
PUERTO

Puerto no era puerta.
Éste estaba fuera. Llegaba
el hollín del puerto. “Es
el hollín del puerto”, decía
mi madre. Sería
de las chimeneas
de los barcos. ¿Y cómo
sabía yo que en el puerto
había barcos? Posiblemente
lo había leído. En el puerto
ya no había barcos.
O, por lo menos, así
lo decían todos. ¿Y el
hollín? ¿Y las sirenas
de los barcos, que gritaban
el Año Nuevo? Un día,
al final, fuimos al puerto:
había grúas, había sol, había
galpones. A lo mejor
también había barcos.
No me acuerdo.


(los poemas aquí reproducidos son inéditos)



(*) Eduardo D’Anna nació en Rosario (Argentina) en 1948.  Ha publicado una docena de libros de poesía, los ensayos “Nadie cerca o lejos” y “Capital de anda”, sobre la cultura de su país y el papel de su ciudad en la misma, y una novela (La jueza muerta, Ed. De la Flor, Bs. As., 2001). Los poemas aquí reproducidos pertenecen al libro inédito: “Etimologías”, del cual ha señalado el autor: “así como San Isidoro quería hacer la historia del mundo haciendo la historia de las palabras, yo quise hacer algo así como la historia de mi vida contando cuando aprendí lo que quería decir cada palabra”.