OTRAS VOCES, OTROS ÁMBITOS (*)
He nacido aquí
A mi pueblo: Rosario de la Frontera
He nacido aquí, cuando
septiembre deja una huella en
los lapachos y el río suelta
los peces con un murmullo
líquido.
Me ha signado nacer en esa casa
de horcones de
quebracho y de anchas maderas
de algarrobo (recuerdo
mi niñez con los ojos del fuego
en mi garganta) y el horno
con muñequitos de harina
azucarada.
Las primeras palabras de amor a
medialengua y andar
entre los días tropezando.
Ese será el sitio exacto de mi
muerte.
He
sido una gardenia en un retrato viejo
a Hilda
He sido una gardenia en un
retrato viejo y el silencio
del piano en la voz del
jazzista.
Fui una caracola en el océano
donde naufragaba el galeón
del pirata,
la palabra obstinada por entrar
en la noche del poeta que
baila a la luz de los tigres y
va por la cintura de la mujer
aquella que una vez deshizo su
tristeza.
En tu vientre,
madre,
seguí siendo el niño que
desterró a los ángeles del cielo
y soñó con los peces de tus
ojos lavados,
luego nací a la vida como un
milagro.
He
de morir del modo en que he vivido
He de morir del modo en que he
vivido. No seré como
el cóndor que tiene un solo
amor y se deja morir cuando
la muerte se lleva lo que amó
como un soplido.
Vuela, se eleva y se deja caer
desde la altura cuando pliega
sus alas y en el aire es una
ráfaga que ya no pertenece a
tanta muerte.
Bendito cóndor, agua sublime.
He de colgar del árbol como
Judas pues traicioné la senda
y la mirada del hijo que he
soltado de la mano. Fui un
pirata en los mares del sur,
crujía mi calavera cuando mi
espada atravesaba el alma de
algún náufrago, y fui un
ladrón en las garras del tigre.
Tendré mi muerte así, pura y
desnuda.
Escribiré un poema en el ocaso,
garrapateado en la
sombra del hombre que fui,
tal vez,
de ese modo se recuerde mi nombre
a la luz de una
lámpara.
Es
fría la muerte, madre
a Margarita Rivella
Ahora es fría la muerte, madre.
Yo cerré tus ojos sobre la cama
en que yacías: en ella
te dormiste para siempre,
mientras Tina calentaba agua
para el mate.
En esa casa, madre, por última
vez soñaste los lapachos,
la lora con sus verdes
lloriqueos y el piar de las gallinas
contra el cielo.
Luego tiré una sábana desteñida
sobre tu cuerpo que
también dormía.
Ahora camino por la casa,
madre, y siento que todavía
anda tu corazón entre las
buenas noches, las alegrías del
hogar y las dalias.
En esa casa,
madre,
viviste los duraznos, las
granadas y las noches en que
hacías empanadas para matar el
hambre. Fuiste feliz
conmigo, con los nietos, con la
risa más clara de Leonor
y la flor memoriosa de los
días.
En esa casa, madre, fuiste el
amanecer y el adiós con
sus lágrimas.
Ahora es fría la muerte, madre.
Te mueres en un hospital como
un fantasma y en la Sala
Tal de la Casa mortuoria cuatro
luces fosforescentes
parpadean sobre tu cadáver.
(en: Piedra del Ángel, Universidad Autónoma de México, Toluca, México, 2011; Prmio Internacional de Poesía Gilberto Owen Estrada, edición 2010)
(*)Hugo Francisco Rivella (Rosario de la Frontera, Salta, 1048). Poeta y músico ha merecido premios a nivel provincial, nacional e internacional. Ha publicado: Caballos en la niebla; La carretera y otros poemas (2001); Zona de otos días (2007); Yo, el Toro (2008); Centro de tormentas (2010); Piedra del Ángel, Universidad Autónoma de México, Toluca, México, 2011; Prmio Internacional de Poesía Gilberto Owen Estrada, edición 2010. Ha participado en numerosas antologías.
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