OTRAS VOCES, OTROS ÁMBITOS

jueves, 13 de febrero de 2014

Un cuento inédito de Andrea Benavídez (*)



René Magritte, La voix du sang, 1961

   
 Viaje al fondo del árbol
© Andrea Benavídez (San Juan, Argentina)

a  Ceci-li.

Indicaciones de lectura: este cuento puede ser leído de arriba hacia abajo o al revés, teniendo en cuenta los párrafos como unidad de lectura, atentamente, la autora.

Siempre es más fácil fundirse con un árbol solo que con todo un bosque. Tu rara costumbre de comerte las uñas te ha llevado a un viaje irracional por las comisuras de la mesa de madera. La lámpara que primero estuvo encendida y luego quién sabe cómo ni por qué se apagó, anunció el inicio de un fantástico viaje que te llevó desde las puntas de las ramas que tantas veces escudriñamos hacia un fragmento de la tierra bajo tus pies.
Claro que todo hubiera sido imposible si la superficie no hubiera cedido como lo hizo; pero las cosas fueron cambiando desde que entraste por el pequeño ojo de la madera del árbol; para ver qué pasa, dijiste. Y desde allí dentro guiñaste el otro ojo en señal de ocultamiento. Te fuiste deslizando por la savia en el interior de la rama; quién sabe hasta dónde te habrás corrido de la línea visual.
Todo se movía con el ir y venir del viento que aún no llegaba, pero que podía presentirse cercano. Nada hubiera sido tan fácil como salirte y hacer lo mismo de antes, lo mismo que todos y lo de siempre, por el lado de fuera, claro. Pero no, tu aliento vital insistió en que era preciso recorrer el lado de adentro…; entonces, como muchos creyeron, te dejaste ir por el hueco sublime de las esperanzas.
Desde entonces te hemos perdido, sólo parcialmente, algo de tu eco quedó andando entre nosotros y desde ese poquito de humanidad que nos has dejado intuimos las quimeras por las que vas vagabundeando. Bajaste a la parte troncal del sentido abandonando los ayeres, que fueron tantos y tan densos que ya casi vale la pena olvidarlos. Otros los hubieran dejado de lado sin ningún argumento contradictorio, pero vos no, porque te da por acordarte de todo. De los detalles no, casi nunca, pero si hay una lámpara y un fuego encendido, te acordás de todo y lo rememorás despacio como para crearlo de nuevo y hacerte un lío.
A la hora de bañarte todo se te mezcla y querés decir antes y decís ahora. Querés decir cuando los años han pasado y decís pronto pasará de nuevo. Te da vértigo que las cosas se circulen y te dejen dentro de la argolla. No te molesta tanto estar atrapada como ser un punto fijo. Te molesta muchísimo estar fijada a un centro. Concentrás toda tu atención en descentrarte para poder así bajar por el árbol; porque si no, pensás en voz baja, va a ser un poco difícil lograrlo.
Los ecos que llegan desde tu aurora advierten que el olor a tierra mojada te llena de cangrejos los ojos y te enciende las papilas. Ahora mismo te comerías todas las recetas de los postres de chocolate checos. El hundimiento está cerca, pero eso es una realidad sólo para tus dedillos; para todos nosotros es un misterio que no desentrañamos, que ni siquiera sospechamos. Llegás más seguido que cualquiera de nosotros porque, como el árbol, tu costra tiene muchas facetas y sólo vos sabés deslizarte de esa manerita por dentro de ellas.
Es casi imposible mirarte desde el espejismo que nos has dejado, en cambio igual te sabemos. Sabemos que has enviado un centenar de enanitos del bosque para que se concilien con tu ausencia, que ahora es tan repetitiva. Otros contarían en años, en meses, en cicatrices; en cambio a tus historias las enumeras en piedras.
Esta piedra, decís, apoyada a la mesa mientras la acariciás como si tuvieras en las manos a una tortuga, la encontré el día de la vigilia amarilla; esta otra la trajo el viento y me pegó una cachetadita en la cara, la guardé para recordar las lágrimas que ese día fueron vertidas. De algunas de las piedras no has querido fundar palabras, sólo has puesto un tango medio tristón y te has dedicado a mirar por una ventana.
Has servido todos los sonidos en una copa de vino y tomás despacio para que no se note que de a ratos algo te envenena las ganas de quedarte quieta.
La tierra te tiene lleno el vientre de culebras. Algo te hace cosquillas cuando serpentea. Una antigua serpiente te ha mandado un correo postal donde te hereda la ceguera que antes era de ella. Como estás tan confundida no usás a las palabras para nada.
Ya no hay luna, ni soles, ni cielitos lindos porque debajo de la tierra todo tiene una iluminación desconcertante. Optás por la penumbra igual que en la superficie, igual que la serpiente; aunque bajar hasta las capas geológicas te suena peligroso y por eso las dudas inciden en tus decisiones. Los ruidos se agudizan de pronto y no decís que eso da miedo ni que fumarías un cigarrillo en este preciso momento si lo tuvieras. No decís nada porque el silencio te aporta más musicalidad que el misterio de apalabrarte las sombras.
Encendés una estrellita de los fuegos artificiales y seguís tramando el descenso, mientras duran los fulgores de la luz intermitente. No sabemos casi nada de tus exploraciones: que vas a recorrer el mundo has dicho, pero por el lado de adentro has dicho y todos nos hemos quedado imaginando la ruta, disponiendo el equipaje que no te vas a llevar porque, según tus ideas, bajo la tierra siempre hace frío y con un sobretodo alcanza.
Antes de irte la lucificción de tus ojos le ha pegado una tarjeta muy prolija a la hoja de tu cuaderno y la lista de la compra ahora es una pequeña obra de arte digna de la Casa Foa. Has dicho yo y yo y yo y yo de un tirón para que suene bonito y después has juntado toda esa melodía dentro de un pocillo de café que terminarás por no beberte… hoy tampoco. Una sensación minuciosa viene de la pensadería y balbuceás cosas: que cuando has creído llegar por fin a la última capa geológica te has dado cuenta que aquello sólo era el principio.
De un momento a otro has cambiado el instrumento, has dejado el lápiz y has tomado las gubias y luego los cuchillos y luego las agujas y luego los pinceles, para limpiar las capas de tu piel rejuvenecida hasta ahora desconocida.
Los lugareños cuentan cosas que son casi verdad, pero también cuentan cómo de pronto llega el viento que todo lo transforma. ¿Volver desde el fondo de un árbol…? No, no es sencillo, nadie lo dice, es uno de esos tanto secretos que circulan por lo bajo.
Te has aferrado a los principios.
Te ves cerca pero no llegás todavía.
Te has venido a un frondoso paisaje que te mantiene preñada.
Te has sedimentado tanto que para narrarte hay que raspar un poco.
Te has metido la mano dentro de la boca y te has jalado por el revés del interior de los talones hasta darte la vuelta.

LOBRA NU ED ODNOF LA EJAIV
                                    
Te has aferrado a los principios.
Te ves cerca pero no llegás todavía.
Te has venido a un frondoso paisaje que te mantiene preñada.
Te has sedimentado tanto que para narrarte hay que raspar un poco.
Te has metido la mano dentro de la boca y te has jalado por el revés del interior de los talones hasta darte la vuelta.

Los lugareños cuentan cosas que son casi verdad, pero también cuentan cómo de pronto llega el viento que todo lo transforma. Volver desde el fondo de un árbol…, no es sencillo, nadie lo dice, es uno de esos tanto secretos que circulan por lo bajo. De un momento a otro has cambiado el instrumento, has dejado el lápiz y has tomado las gubias y luego los cuchillos y luego las agujas y luego los pinceles para limpiar las capas de tu piel rejuvenecida hasta ahora desconocida.
Antes de irte la lucificción de tus ojos le ha pegado una tarjeta muy prolija a la hoja de tu cuaderno y la lista de la compra ahora es una pequeña obra de arte digna de la Casa FOA. Has dicho yo y yo y yo y yo de un tirón para que suene bonito y después has juntado toda esa melodía dentro de un pocillo de café que terminarás por no beberte hoy tampoco. Una sensación minuciosa viene de la pensadería y balbuceás cosas: que cuando has creído llegar por fin a la última capa geológica te has dado cuenta que aquello sólo era el principio.
Encendés una estrellita de los fuegos artificiales y seguís tramando el descenso, mientras duran los fulgores de la luz intermitente. No sabemos casi nada de tus exploraciones: que vas a recorrer el mundo has dicho, pero por el lado de adentro y todos nos hemos quedado imaginando la ruta, disponiendo el equipaje que no te vas a llevar porque, según tus ideas, bajo la tierra siempre hace frío y con un sobretodo alcanza.
Ya no hay luna ni soles ni cielitos lindos porque debajo de la tierra todo tiene una iluminación desconcertante. Optás por la penumbra igual que en la superficie, igual que la serpiente; aunque bajar hasta las capas geológicas te suena peligroso y por eso las dudas inciden en tus decisiones. Los ruidos se agudizan de pronto y no decís que eso da miedo ni que fumarías un cigarrillo en este preciso momento si lo tuvieras. No decís nada porque el silencio te aporta más musicalidad que el misterio de apalabrarte las sombras.
La tierra te tiene lleno el vientre de culebras. Algo te hace cosquillas cuando serpentea. Una antigua serpiente te ha mando un correo postal donde te hereda la ceguera que antes era de ella. Como estás tan confundida no usás a las palabras para nada.
Has servido todos los sonidos en una copa de vino y tomás despacio para que no se note que de a ratos algo te envenena las ganas de quedarte quieta.
Esta piedra, decís, apoyada a la mesa mientras la acariciás como si tuvieras en las manos a una tortuga, la encontré el día de la vigilia amarilla; esta otra la trajo el viento y me pegó una cachetadita en la cara, la guardé para recordar las lágrimas que ese día fueron vertidas. De algunas de las piedras no has querido fundar palabras, sólo has puesto un tango medio tristón y te has dedicado a mirar por una ventana.
Es casi imposible mirarte desde el espejismo que nos has dejado, en cambio igual te sabemos. Sabemos que has enviado un centenar de enanitos del bosque para que se concilien con tu ausencia, que ahora es tan repetitiva. Otros contarían en años en meses en cicatrices; en cambio a tus historias las enumeras en piedras.
Los ecos que llegan desde tu aurora advierten que el olor a tierra mojada te llena de cangrejos los ojos y te enciende las papilas. Ahora mismo te comerías todas las recetas de los postres de chocolate checos.
El hundimiento está cerca, pero eso es una realidad sólo para tus dedillos; para todos nosotros es un misterio que no desentrañamos, que ni siquiera sospechamos. Llegás más seguido que cualquiera de nosotros porque, como el árbol, tu costra tiene muchas facetas y sólo vos sabés deslizarte de esa manerita por dentro de ellas.
A la hora de bañarte todo se te mezcla y quieres decir antes y decís ahora. Quieres decir cuando los años han pasado y decís pronto pasará de nuevo. Te da vértigo que las cosas se circulen y te dejen dentro de la argolla. No te molesta tanto estar atrapada como ser un punto fijo. Te molesta muchísimo estar fijada a un centro. Concentrás toda tu atención en descentrarte para poder así bajar por el árbol; porque si no, pensás en voz baja, va a ser un poco difícil lograrlo.
Desde entonces te hemos perdido, sólo parcialmente, algo de tu eco quedó andando entre nosotros y desde ese poquito de humanidad que nos has dejado intuimos las quimeras por las que vas vagabundeando.
 Bajaste a la parte troncal del sentido abandonando los ayeres, que fueron tantos y tan densos que ya casi vale la pena olvidarlos. Otros los hubieran dejado de lado sin ningún argumento contradictorio, pero vos no, porque te da por acordarte de todo. De los detalles no, casi nunca, pero si hay una lámpara y un fuego encendido, te acordás de todo y lo rememorás despacio como para crearlo de nuevo y hacerte un lío.
Todo se movía con el ir y venir del viento que aún no llegaba pero que podía presentirse cercano. Nada hubiera sido tan fácil como salirte y hacer lo mismo de antes, lo mismo que todos y lo de siempre, por el lado de fuera, claro. Pero no, tu aliento vital insistió en que era preciso recorrer el lado de adentro…; entonces, como muchos creyeron, te dejaste ir por el hueco sublime de las esperanzas.
Claro que todo hubiera sido imposible si la superficie no hubiera cedido como lo hizo; pero las cosas fueron cambiando desde que entraste por el pequeño ojo de la madera del árbol; para ver qué pasa, dijiste. Y desde allí dentro guiñaste un ojo en señal de ocultamiento. Te fuiste deslizando por la savia en el interior de la rama; quién sabe hasta dónde te habrás corrido de la línea visual.
Siempre es más fácil fundirse con un árbol solo que con todo un bosque. Tu rara costumbre de comerte las uñas te ha llevado a un viaje irracional por las comisuras de la mesa de madera. La lámpara que primero estuvo encendida y luego quién sabe cómo ni por qué se apagó, anunció el inicio de un fantástico viaje que te llevó, desde las puntas de las ramas que tantas veces escudriñamos, hacia un fragmento de la tierra  bajo tus pies. 


(*) Andrea Benavídez (1976), nació en San Juan-Argentina. Es Licenciada en Filosofía por la Universidad Nacional de San Juan, Máster en Pensamiento Contemporáneo  y  Dra. En Estudios Literarios por la Universidad de Alicante. Es docente de la UNSJ y escritora. Escribe narrativa corta y ha publicado varios cuentos en revistas y blogs especializados de literatura en USA, México, Puerto Rico y España.