OTRAS VOCES, OTROS ÁMBITOS

miércoles, 1 de junio de 2011

CUENTO


Giovanni Battista Piranesi:Veduta di Piazza Navona , 1747/1748

Ejecución en la piazza Navona

...la horrible fabricación en serie de la muerte.
Susan Sontag
Desde aquí se pierde un poco el entorno, pero por encima y por detrás de los rehenes, el lugar se parece a una escombrera salitrosa y reseca mezclada con restos de una nieve sucia, amarillenta. De frente a la ancha zanja que abre una brecha oscura a la monocromía, dos hombres jóvenes, de espaldas a este espectador, acaban de encarar el crucial tránsito regresivo de los apenas segundos que aún los aparta de la muerte.
De rodillas, sostienen el peso inhumano de la intemperie, de la indefensión, del miedo amorfo. Detrás, a menos de un metro, un tercer hombre les apunta a la cabeza con una pistola.
Los condenados visten unas camisolas rayadas, o tal vez la tela está sucia y no son rayas, no se distingue con claridad; alguien les ha vendado los ojos con gruesos paños atados a la nuca.
Se enfría mi café en el plato, soy incapaz de beberlo y no puedo quitarles los ojos de encima. Adivino que los pensamientos de ambos fluyen en direcciones opuestas; el de la derecha tiembla, un frío glacial viborea en su espalda al tiempo que murmura palabras regresadas a un origen que roza el balbuceo, el babeo, lo gutural que no alcanza a dibujar la oralidad; el tiempo es apenas un bocado apetecible demasiado breve, el camino que recorre un pétalo al desprenderse de la rosa.
En cambio el pensamiento es una alfombra mágica, viaja más veloz que la luz y por ese intersticio él escapa y olvida que en segundos una detonación mutilará la claridad, lo arrojará de cabeza a la zanja y entonces convoca, en reemplazo de esa imagen, la de aquella cuna balanceándose al pie de un naranjo coposo y fragante en el viejo patio donde transcurrieron los juegos de infancia. El niño en la cuna lo mira con sus mismos ojos y sueña despierto la sonrisa de la madre que se ha dormido en el sillón de hamaca. Las imágenes fluyen empujadas por la premura del acto que el verdugo debe consumar porque para eso ha sido programado y ya no existe escapatoria: el dedo ha comenzado una lenta, calculada presión del gatillo. Pero resta aún una ínfima grieta por donde sustraerse al tiempo; un imperceptible movimiento de cabeza me dice que a pesar de que él tiene la boca reseca y los dientes apretados y lo sacude la serpentina de una convulsión, encontró el modo de detener el vuelo en el corazón de la guerra y descender en una plaza sombreada de esmeraldas en aquella pequeña ciudad devastada el día anterior. Percibo en medio de una difusa, creciente opresión que me cierra el pecho, cómo aferra una medalla en su mano izquierda, como si en ese acto que lo lastima, le fuera la vida.
Yo también me aferro, pero a la taza de café, un sorbo apenas tibio me moja los labios resecos; confirmo que el miedo es contagioso, no hay cordón sanitario que lo detenga.
El otro rehén, el de la izquierda, no logra abstraerse en la visión de la muerte compartida, al contrario, se disocia y llora, grita o aúlla, no se oye claro desde aquí, el miedo a la soledad última despierta en él el bramido de la locura. Pero el grito tampoco dura en esa marcha implacable hacia el fin, cesa tan súbito como empezó; quizá él haya comprendido que el tiempo es una categoría vacía y ya no lo contiene; abandonó sus marcas habituales, le enseñó sin preliminares a convivir con el terror y el sudor frío. -Somos animales de costumbres –me oigo decir, y mi voz suena rara, fuera de mí- y los ojos arden de fijarlos en la inutilidad de esos cuerpos ya casi muertos que me desgarran por dentro y que en pocas horas habré dejado caer en la memoria del olvido, como a todo.
El rehén piensa, apenas piensa porque se le va cerrando el entendimiento, que Dios ya no está en ninguna parte, menos en la zanja donde sólo la humedad de la tierra le abrirá los brazos al caer. Pero el mordisco de tiempo del que aún dispone, como un tibio ajado as disponible en la manga, le alcanza para sentirse rodar una vez más las suaves colinas en los alrededores de la bella Estambul y claro, desde tan lejos, la mirada se deja ir también por las murallas, los minaretes, las cúpulas hasta bajar al Bósforo y después tutela al muchachito que sube y baja las callejuelas angostas y al final trepa la empinada escalera que sube al cuartucho sucio y ahumado donde vivió de niño hasta que después, de grande, emigró a ese lugar donde la mujer y el hijo esperan y la campiña verde, siempre como recién llovida...
Sorbía el último trago de mi café atiborrado de azúcar porque –me di cuenta después-, inmerso en el crimen anunciado, no había usado la cucharita para revolver, cuando dos disparos redondos rotundos diluyeron la integridad de la tarde, la descuajaron de sí, trazaron nítidos círculos de pólvora y óxido y el olor a sangre cruda inundó el aire y la fotografía se vació de contenido. Sólo quedaron los escombros y esa rara clase de nieve empedernida que parecía cubrirlo todo, incluso algunos trechos de esta plaza musical y concurrida, cuando el turista sueco sentado a la mesita contigua cerró abruptamente la página de Internacionales que leía en el Corriere donde la fotografía a color de dos ignotos rehenes a un tris de morir en manos de la enésima máscara del verdugo, me había subyugado.
Ahora que el humo de la pólvora ha desaparecido y los olores se aquietaron dejando traslucir el aire limpio y un aroma renovado a café y a confituras, vuelvo a los detalles históricos y artísticos de la plaza en el centro de esta Roma atestada de turistas; admiro la teatralidad, la ilusión de vida casi ilusionismo en las esculturas de Bernini, la tensión en la musculatura de Neptuno brotando del mar bañado en la luz ligeramente azul del crepúsculo. Pago mi café, me embebo en la vista global de mi último día en la piazza Navona y en Roma, echo a las palomas unos puñados del alimento que compré a propósito esta mañana, y mientras busco una moneda para propina recojo el periódico que el turista sueco dejó en la mesa de hierro naranja que fosforece en la tarde. Lo guardo en mi bolso. No quiero olvidar para siempre. El contraste es más que un claroscuro, la grieta ilusoria se ha ensanchado y la sangre de allá salpica por acá, me salpica. La piazza asoma a través de un molesto cristal que la enrojece. La encharca.
Despacio sigo el camino empedrado que me aleja del lugar, no sé si quiero irme, si quiero quedarme; busco, como quien busca ceñirse en un abrazo, perderme en la peligrosa deriva que la íntima, creciente oscuridad, de la mano de dos o tres nubarrones empetrolados por la luz que declina, de alguna manera va creando.
Por Marta Ortiz