PREMIO CIUDAD DE EL COLORADO
(Municipalidad de El Colorado- Formosa- Argentina)
El “mundo” secreto de Irma Verolin
por Marta Ortiz
Verolin, Irma; Una luz que encandila, Premio Ciudad de El Colorado, Formosa, 2009
Lo primero que se aclara a partir del acápite que abre el primer apartado de Una luz que encandila (colección de diez cuentos agrupados en tres secciones), es el tenor de lo narrado. No se apelará a historias extraordinarias ni “rutilantes”, sino que habrá “…un replegarse intenso de los acontecimientos”, como esos movimientos geológicos –se agrega- que originaron las altísimas montañas. En otras palabras, nada fuera de rutina pero sí historias sólidas como montañas. Dicho repliegue intenso del acontecimiento alude –creemos- al relato de raíz auto-referencial, a esa materia múltiple que la experiencia aporta y que el oficio de la escritora transformará en ficción. Ficción que en el caso de Irma Verolin obedece a un oficio narrativo largo y sedimentado (dos libros de cuentos y una novela publicados, narrativa infanto-juvenil e inéditos) que ha encontrado el tono exacto y la fluida voz personal que da cuerpo a un libro que con toda justicia ha sido merecedor en 2008 del Premio Nacional Ciudad de El Colorado.
Dentro de este espacio narrativo, por lo general un lugar concreto y de rutina, como podría ser una casa, un supermercado o un auditorio, llama la atención el uso reiterado de la palabra mundo y la particular ubicación que adopta la narradora (siempre en primera persona, singular o plural), cuando dice, por ejemplo: “soy una persona que a veces siente que el mundo está vacío y otras veces, demasiado lleno. Pero siempre estoy del otro lado. El mundo se encuentra allá y yo estoy aquí”. Su mirada se abre interrogando a un espacio exterior que se evidencia como lo otro opuesto, diferente al sujeto narrativo: el mundo que se despliega, puede ser tanto devorado en forma de alimento: “la gente se devoraba el mundo mientras el mundo se dejaba devorar”, como es posible en la misma línea imaginar una sucesión de madres alimentando el mundo cuya solidez de pronto resulta carcomida y perturbada por la muerte; un mundo que se percibe como espacio-escenario donde la comedia humana habrá de jugarse hasta la muerte: “su cuerpo se iba retirando del escenario del mundo”. La narradora se ubica en su mirador de uso exclusivo y desde allí observa y entra y sale a voluntad de él: alguien “me rescató del silencio llevándome con sus dos manos hacia el mundo”.
Algunos cuentos crean climas hiperbólicos, destacan absurdos y ridículos que en ocasiones alcanzan crescendos kafkianos. Es el caso de Congreso de escritoras, el primero de la primera serie, que se propone una suerte de bichero o ensayo de taxonomía de las escritoras asistentes a un congreso (las nativas, las extranjeras, las consagradas, las inexpertas, las tímidas, etc.). La aguda mirada de la cronista que al final del relato se descubre en un yo que la delata como testigo, aporta un sesgo crítico que podríamos relacionar con el llamado “silencio histórico” de las mujeres: “…como si pidiesen permiso para ocupar el espacio con sus voces […] Escribir y desaparecer eran verbos idénticos”, para otras lo normal era ver su propia imagen con un espejo de aumento.
Una luz que encandila, segundo cuento de la serie primera, da nombre y forma a un sensible homenaje a la escritora Libertad Demitrópulos, quien fue amiga entrañable de Verolin y cuya materia es la narración de una experiencia extrasensorial. En El techo ajeno, se asiste a la crónica de un accidente casero y el intenso reflejo en la escritura del vacío creado por la falta de memoria a causa de una caída. La necesidad de rellenar ese vacío justifica el esfuerzo por tomar distancia de sí y dar con la forma objetiva del accidente del que no existe recuerdo. Preciso estudio de los alcances de memoria y olvido, se presenta como un espacio decantado de recuerdos: “Entre la mujer que pisaba las canaletas de zinc y la que despertó en aquel sitio gris no hay enlace, no hay memoria.[…] Dos mujeres diferentes se hacen presentes en el interior de mi cabeza”. La mirada sobre el personaje es cruda, por momentos grotesca: “El lado derecho de mi cuerpo no existe, se quedó colgado en el techo de zinc como una guirnalda de carnaval.”
Los relatos de las series dos y tres envuelven al lector en un clima detallista por momentos opresivo (estudio de la muerte y sus prolegómenos), hasta dar con el final impecable que no hace sino revelar la profundidad del iceberg que ha dado origen a la escritura. Así, Juegos apasionados, a partir de un tierno humor irónico revierte la idea estándar de pasión, adaptándola a un matrimonio viejo que se “apasiona” por un intrascendente juego de cartas: la escoba de quince. En Comida para los astronautas una triste mirada infantil revela la paradójica relación entre las latitas que alimentaron a los astronautas en el espacio y un padre que -según el mito familiar circulante- logrará (ídem latitas mediante) la “hazaña” (como lo fue pisar la luna) de vencer una enfermedad terminal. Pero en verdad la historia contada es solo la punta del iceberg, como ya dijimos, el pretexto citado para escribir el hondo calado del dolor. Los gestos agónicos se continúan en El cuerpo de mi abuelo. Aquí una voz reflexiva refleja sin tregua la progresión de la muerte que, como el agua, envuelve a sus implicados aun después de haber cruzado el límite, como el curioso personaje que dejó instrucciones escritas en infinidad de papelitos para ser tenidos en cuenta después de muerto.
La colección culmina con el magistral relato Diario de la muerte de mi abuela, que va aún más a fondo en este original registro. Aquí el tono refleja paciencia, resignación, ironía. La ternura en la mirada: “…esa abuela arrugadita y evocativa…”, de un renglón a otro puede transformarse en humor negro (“…enjaular y desenjaular a la abuela, la nueva rutina que la muerte exige…”) o dibujar el contorno de una caricatura: “…mi abuela que ya es una pajarita declarada…”. Pero las anotaciones diarias dicen que esta abuela que va a morir es portadora de historias, reservorio, cantera. Y la autora del diario a quien Irma Verolin presta su voz se reconoce a la vez la oyente requerida y la única depositaria del material. Escucha y atesora y es juguete de ese viento que detrás de la puerta teje las palabras; al fin y al cabo, se pregunta: ¿qué es la vida? , “nada entre las manos, palabras”. Por lo tanto, tal vez solo queda escuchar y retejer lo escuchado en tanto la abuela se niega a calzarse el vestido de la muerte y se refugia en sus palabras, en el sonido de su propia voz hilvanándolas, y con ellas "...rehace y deshace su propia vida en un juego sensual que no se acaba nunca.” La espera es larga, pero la que escucha y escribe cuenta con toda la paciencia del mundo. Habrá un límite que la ubicará en otro lugar, otro mundo, fuera del constrictor cerco de la muerte: “Cuando mi abuela muera y la historia deje de repetirse en su voz, el bronce mostrará su perfil de bronce y yo podré buscar el oro en otro sitio”.
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