OTRAS VOCES, OTROS ÁMBITOS

martes, 18 de septiembre de 2012

CUENTO para un día de lluvia

























 Edward Hopper, Night on the El Train, 1918



  La cena de la víspera

Se pinta las uñas con un esmalte borravino que alumbra chispas doradas. Ya recortó, una a una, las cutículas. Los dedos le tiemblan, intenta hacer equilibrio con la mano que sostiene el pincel. Le toca al índice de la derecha. Es bastante torpe usando la izquierda, ya probó con el pulgar y la pintura se le corrió a la piel. La vibración involuntaria hace que una gota suspendida del último extremo de los pelos de visón, se precipite en una caída espesa y silenciosa, sangre oscura, sobre la mesa de luz. Embebe un trozo de algodón en quitaesmalte y limpia enérgicamente la madera con lo que sólo consigue borrarle el lustre y resaltar la veta. Una isla bañada de luz ahogándose en el mar oscuro de la caoba.
Cierra el frasquito y mientras espera que se le sequen las uñas, diseña la urdimbre de la que será, una hora más tarde, su entrada al restaurante del Club de golf. Resplandeciente, soberbia, haciendo oídos sordos a los murmullos que se levantarán como rojas lenguas de fuego, mirando hacia un punto fijo y distante. De la mano de Tadeo caminará el sendero de curvas y quebradas entre las mesas hasta llegar a la de siempre, la que eligen por costumbre. O por reafirmar una vieja rutina. De cara a la pared de donde cuelga el cuadro del bergantín que abre las aguas de un mar turbulento, las olas casi negras ribeteadas de espuma fosforescente estallando a lo lejos, contra las rocas de una vaga costa de bruma.
La mesa para dos, a pocos pasos de la que ocupará el diputado Barragán, hombre paradigmático, estrella fulgurante de la política local. Para ella, el que cada vez que la ve, la pulveriza con la mirada como si con ese gesto perturbador y fundado en velados vasallajes, le estuviera desabrochando el vestido y la dejase desnuda.
Abre los dedos y desliza en el anular derecho la esmeralda que le regaló Tadeo cuando estuvieron en Río. Hace tanto tiempo, parece mentira. Ya no le regala joyas. Las dos vueltas de perlas cultivadas en el cuello, dicen que traen mala suerte, tal vez no debería ponérmelas.
En perfecta simetría con el cuadro del bergantín, un cuenco de frutas tropicales pintado al óleo sobre un mantón de Manila negro, las flores bordadas en fucsia y rojo. A contraluz de un balcón pequeño. El mar a lo lejos. Elena recorrerá una vez más, los ojos saturados de rutina, el estucado verde jade de las paredes, las arcadas de madera, los apliques de papel reciclado que difundirán la luz de siempre: amarillenta, mortecina.

Tadeo le ayuda con la abotonadura del vestido de encaje negro. Una súbita piel de gallina en los brazos y en las piernas le habla de la proximidad del cuerpo, de un temblor imperceptible. Un efecto inesperado para una relación que hace tiempo alcanzó el punto muerto, la inmovilidad. Las manos tibias recorriendo la curva de la espalda, los nudillos hundiéndole hoyuelos diminutos. La pollera le ajusta apenas en la cadera pero es la más insinuante, la mejor.
Las  medias color piel calzadas en un ritual de movimientos leves y ascendentes, los zapatos negros de taco alto y fino. En el sobre de terciopelo: el rouge, los cigarrillos, un pañuelo, un espejito con marco de carey y el frasco bien tapado.

Como un abanico puntiagudo, un ramo de azucenas blancas apoya sobre la pared baja que divide los dos ambientes del comedor. A través de sus pétalos, espadas blancas y pulposas, Elena percibe cómo, a medida que avanza, se revela la pareja que acaba de entrar, la puerta giratoria en movimiento. “Barragán, éramos pocos...”, masculla Tadeo y el labio inferior le curva las comisuras hacia abajo en un gesto de desagrado.
Un hombre alto, desenvuelto, de ademanes desmedidos. Una mujer baja, pómulos de bull-dog colgando a cada lado de la boca, la mirada de ojos que no dicen nada. “El señor y la señora Barragán”, sonríe Elena desplegando una seducción premeditada que rueda por el salón y colisiona estrepitosamente con el amor propio del diputado que una vez más le clava los ojos, a la vez perentorios y húmedos, de animal salvaje. Enredada en la telaraña que se tejió en segundos, sostiene la mirada en la mirada del hombre que parece capaz de traspasarle el deseo y la voluntad.
Oye sin oír el racimo de delicias que preparó el chef para esa noche: salmón ahumado patagónico con salsa tártara, terrine de langosta con tarteletas de camarones, cazuelitas de centolla chilena, lomito de ternera salseado aux herbes de Provence, vinos y champagnes franceses a elección.

Mucha agua había corrido bajo el puente. Diez, doce años atrás no frecuentaban el club y los sábados se divertían dando la vuelta del perro por la peatonal o inventariando los boliches de comida barata en calesita, así había bautizado Elena al rodeo que resultaba de un prolijo registro nocturno de esos comederos, calzados en el fiatín como una albóndiga, la música a todo trapo y la carcajada cavando túneles en la noche. En aquellos tiempos no sabían cómo era un palo de golf ni comían carne de langosta ni le conocían el gusto; comían picadas de salame y queso, milanesas con papas fritas o mojarritas marinadas en el puerto, igual que si fueran manjares. El vino de la casa corría en gruesos chorros granate hasta que caían desplomados, víctimas del sopor y de esa clase de locura que acecha en los momentos irrepetibles de la vida a la que ellos se entregaban sin remilgos. Guardaban, entre nieblas de sueños delirantes, la sensación de que en esos días, en vez de agua, si llovía, llovía un espeso vino rojo que encharcaba los pisos, salpicaba las paredes, mojaba los cuerpos, humedecía la cama y los zapatos. Eran tiempos de pasión intensa y hasta habían desarrollado el insólito berretín de ahijar un cantero de portulacas y begonias con la misma devoción que hubiera entrañado la crianza de un hijo. Suerte que no hubo hijos.
Poco tiempo después sobrevino la inesperada vorágine del empleo ventajoso que propuso Leclerc, el franchute taimado y misterioso que apareció súbito una mañana en el puerto, como un desprendimiento de la bruma. Dijo que regenteaba una empresa que importaba chucherías de ésas que el sudeste asiático vomitaba sin tregua sobre esta parte del planeta. Le ofreció el oro y el moro a Tadeo, que se encandiló y aceptó sin chistar. Se entregó a las chinerías y japonerías con una furia insobornable que erosionó gota a gota la pasión, el cuidado de Elena y del cantero y ocasionó el abandono del fiatín en un corralón de hierros viejos y el punto final de los inventarios de los boliches baratos.
Antes de que se cumplieran los tres meses del nuevo trabajo que a Elena le pareció desde el principio resbaladizo y oscuro, compraron la casa de doble planta que decoró Julián, el primo arquitecto de Tadeo. Una casa como las que Elena había visto en las películas norteamericanas. El primo, que usaba camisas estampadas, pulseras, anillos y cadenas de oro en el cuello, se encargó de todo: materiales, colores, texturas, pintura, muebles. Una suerte, porque de todo eso ella no entendía nada. Era una de las cosas buenas que tenía Tadeo. La familia siempre había estado primero, la llevaba como a un estandarte, si las cosas le iban bien a él, ningún pariente suyo pasaría por estrecheces. Y llegaron la ropa cara, las joyas, los viajes. Y la ausencia progresiva de Tadeo, tangible sólo en la cinta del contestador automático. Perdido en los peldaños de la escalera sin retorno elegida para trepar.

“¿La señora ya decidió?”, el mozo interroga con las cejas arqueadas. “Elena, pensá qué querés”, la voz de Tadeo aceleró la elección: “cazuelita de centolla, no tengo secretos, siempre pido lo mismo”. “Para mí medio entrecot a punto con ensalada verde”, Tadeo cree que debe justificarse, dice que se está cuidando, que hace días que no asimila bien las comidas. A Elena le parece que hasta la voz es otra: replegada, inaudible, fría. “Trabajás demasiado, te va a salir una úlcera”, sentencia con la cabeza sesgada vuelta hacia él, lo mira con ojos repentinamente filosos. Y él sin percibir nada: “un día de éstos te invito a pasar un fin de semana en el barco de Leclerc, nos está haciendo falta un descansito”, y la mira con ojos de recién llegado, de recién te descubro, parecés bastante linda, casi me había olvidado de vos.
Elena abre los labios en algo que quiere ser una sonrisa, pierde el equilibrio, repite la fórmula que Tadeo dejó rodar sobre la mesa de la cena: “un descansito, ¿alcanzará con un descansito?” Una muchedumbre de imágenes ausentes, una procesión discontinua: los cuerpos húmedos y entrelazados, la luz de los amaneceres limitando el amor, las lágrimas, la construcción del futuro como un castillo de naipes, el tiempo desleído en otoños y más tarde en primaveras. Las largas noches hundiendo el colchón en la cama solitaria, las flores llegadas al día siguiente, las marcas de otros dedos en la piel de los dos. Oscila como un péndulo entre la mirada de rayos X del diputado clavada en su cuello, en el escote, en los ojos, en los labios, y la propuesta a destiempo, descolorida, de Tadeo. Se le cae el encendedor. Lo recoge del suelo y presiona con fuerza para encender un mentolado sin que se le note el temblor de las manos.
“¿A vos no te parece que Barragán es un payaso?”, Tadeo busca consenso, tenaz. Elena siente que le está hablando desde un lugar muy distante, el sonido de la voz rebotando en las paredes interiores de su cabeza, la resonancia múltiple de un eco. “Parece que está caliente con vos pero que no se meta con lo ajeno porque lo trituro. En la política lo trituro. En su misma salsa lo trituro. Este es un pez gordo, anda en corruptelas, en lavado de dólares. Recibe coimas por hacer la vista gorda, tiene todo el sur de la provincia para él solo”, la voz se vuelve un poco más audible, menos opaca.
Elena apaga el mentolado. “Tenés razón, es un tipo vidrioso, mujeriego, dueño de un pasado turbio y de un presente con olor a podrido. Pero esta noche a mí no me pasa Barragán, me pasa que no sé qué me pasa, debe haber sido el vino que me siento tan floja, no puedo tragar ni un bocado de centolla”, dice y se levanta de la silla con el abrigo sobre los hombros, “tengo frío, estoy destemplada”. Tadeo la sigue con los ojos, la ve cruzar unas palabras con el mozo, una seña confusa entre ambos, hasta desaparecer en el baño.
Se queda esperando, prende un puro y saluda con la cabeza a Martín Barranco y señora que acaban de ubicarse cerca, dos mesas a la derecha. Tarde, como siempre. ¿Será verdad, con la cara de mosca muerta que tiene, será verdad que Rita le mete los cuernos a Martín con el dentista? No, debe ser prensa de vecinos mal llevados, prensa amarilla. Pero porqué no pensar que a pesar de la cara de santa que tiene, ella también podría. Por qué tardará tanto Elena, ese hijo de puta de Barragán tuvo que aprovechar para ir al baño justo cuando fue ella, no da puntada sin nudo, lo voy a bajar de una trompada, eso voy a hacer cuando lo tenga a mano.
“Su señora se debe haber encontrado con una amiga, las mujeres siempre tienen algo que contarse”, el mozo lo mira comprensivo, y deja boyando la teoría de la escisión del mundo en una franja de mujeres charlatanas y otra de varones que esperan. “Le voy trayendo la mousse de chocolate o helado de fruta con coulis de frambuesa para ella; ¿usted se va a servir algo de postre o café o té de menta, de manzana con canela?”. “Nada”, Tadeo endureció el gesto y volvió a encender el puro. “No, nada es una palabra triste, mejor una mousse de chocolate.”
 Elena en el baño haciendo quién sabe qué. La mujer de Barragán parece dormida, qué adefesio, pobre tipo, hay que entenderlo, pero por qué no viene y la atiende, para qué la saca a cenar, caradura, imbécil. Los brazos y las piernas le pesan, la mousse está irresistible pero la luz parece haber mermado, debe haber baja tensión. Las manos se entorpecen, la cabeza no le responde más, no cabe ni un solo pensamiento. Si Elena tarda un poco más me va a encontrar dormido, el cabernet me hizo un efecto demoledor, espero que comprenda, es capaz de haberse imaginado una noche de aquéllas de hace tantos años, cuando los huecos del cuerpo de uno se correspondían con los rebordes del otro. Ya no me queda memoria del relieve del cuerpo de Elena. Pobre, hay que reconocer que la tengo abandonada.

El frío de la medianoche corta la cara. Una curva de cielo de planetario sostiene apenas el chorro de estrellas que parece que se va a caer encima de la mujer que se sube el cuello del abrigo para protegerse del viento helado y del hombre que la abraza. La abraza y parece que la come y la bebe mientras la lleva al auto estacionado desde hace horas en la cortada solitaria. No deambulan ni los fantasmas. El equipaje en el baúl, los pasajes de avión en el bolsillo del sobretodo.
Las risas y los jadeos entrecortados y nerviosos abren ranuras en los costados silenciosos de la noche. “¿No te olvidaste de nada?”, le preguntó el hombre. “De nada”, contestó ella, la sonrisa de dientes de nácar. “Ni del cruce con el mozo, ni del sobre con la plata, ni del frasco. Si cumplió con lo pactado, Tadeo está soñando con los angelitos”.
Él respiró a fondo y largó todo el aire de golpe, resoplando, “me gustan tus manos”, le dijo antes de poner el auto en marcha. Ella se miró las palmas blanquísimas y el dorso apenas dorado, interrumpido por el color oscuro de las uñas y el anillo de esmeralda. Parecían haber sido largamente remojadas en el jugo púrpura de las uvas negras, y era como si el sabor de la vendimia se hubiese demorado en las puntas borravino de los dedos. 

 por Marta Ortiz


(en El vuelo de la noche, La Editorial, Universidad de Puerto Rico, P. R. 2006)