
EL CAMINO DE LOS VIAJEROS (Irma Verolín, UNL, Santa Fe, 2012)
Reseña publicada el 11 de febrero de 2013 en:

"Fronteras para una trama delicada y turbia" ( por Marta Ortiz)
link al texto completo:
http://www.letracosmos.com.ar/resenas/fronteras-para-una-trama-delicada-y-turbia-sobre-el-camino-de-los-viajeros-de-irma-verolin/
Tres fragmentos de El camino de los viajeros:
A esta hora viene desde el monte un
silencio extraño. Es un silencio que aturde. La oscuridad va bajando desde
algún sitio del cielo. O a lo mejor ha venido ascendiendo desde el final, desde
ese borde impreciso que no indican del todo las copas de las araucarias. A esta
hora nada se parece a sí mismo, las serranías ondulan en esa inocencia difícil
de abarcar: el aire libre o el cielo. Qué palabra descascarada la palabra
«cielo». Es suave y armoniosa, demasiado armoniosa, pero aquí se vuelve opaca,
se tensa, se quiebra. En medio del monte el cielo se está descomponiendo a cada
rato. Pronto irrumpen las tormentas con sus relámpagos, y las nubes que se
revuelven interminablemente, intermitentes, hacen zafarranchos en esa franja
que no se sabe dónde empieza ni dónde termina. Y los colores y los pájaros se entrelazan,
forman parte de ese torbellino y el orden se desordena y en pleno desorden todo
funciona maravillosamente mal. Da la impresión de que el cielo no cubre la
tierra, ni descansa en ella ni nada que se le parezca. Y esto es sólo una parte
de eso que se expresa silenciosamente, lo que no nace en el borde de las
araucarias, pero que tampoco termina en el sitio en que parece terminar, porque
se confunde con el vertiginoso color negro de la noche. Cierro los ojos y
pienso que lo que acabo de ver no ha sido más que un manotazo, un gesto
intempestivo, eso que tal ve no sucedió. Es más sencillo entenderlo así,
exactamente así: eso que no sucedió
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La tapa plastificada del libro brilla.
He dejado el libro sobre el pasto que amaneció húmedo y ya, a media mañana,
estaba reseco para terminar mojado a la tarde otra vez y para volver a secarse
durante el comienzo de la noche. A veces me parece que he venido aquí solamente
decidida a corroborar que todo cambia. Limpio las telas de araña en los marcos
de las puertas, en las esquinas, en los huecos, en los ángulos y, al atardecer,
las encuentro nuevamente trasparentándose en el aire. Los insectos que
revolotean alrededor de las lámparas encendidas mueren y se renuevan en un
abrir y cerrar de ojos. Los cascarudos con las patas hacia arriba sobre la
alfombra de yute, las mariposas eternamente adheridas a la red metálica con las
alas abiertas como para adornar un cuadrito y las otras mariposas, la viudas,
muy negras, forman un tendal sobre el piso, una lámina de bichos muertos que yo
misma barro cada mañana y que, al día siguiente, reaparece como por obra de un
milagro. Los mbariguí me
dejan brazos y piernas cubiertos de ronchas rojas que aplaco con Caladril y que
se encienden sin cesar con flamantes picaduras. Entonces no sé muy bien si en
este lugar se confirma la existencia del cambio o su contrario: la insoportable
circularidad que, al fin de cuentas, no hace más que inmovilizarnos la vida.
Todo se repite para volver al punto inicial. Es la rueda de las estaciones. Es
la letanía de la naturaleza. Aunque intuyo que últimamente todo cambia para
peor, eso dicen. Nada vuelve a ser lo que era, algo se va muriendo mientras
tanto. Y mientras tanto también yo soy arrastrada por esa fuerza, yo, que he
venido aquí escapando del rigor del tiempo. Es probable que no me haya
equivocado, porque alguien dijo que el nombre de este lugar remitía a las
puertas del Cielo. Sin embargo me resisto a pensar en una forma cuadrada como
una puerta o un portón si imagino este sitio. Aquí todo es circular, o todo
tiende a mantener una circularidad vertiginosa que me arrastra hacia un centro.
En ese centro debería estar yo misma, pero no hay nada, es un centro vacío,
donde, lamentablemente, está mi propia imagen vacía. Estoy mirando, desde hace
un largo rato, cómo la luz cae sobre ese libro. Pero de pronto me parece que la
luz no desciende sino que el libro la atrae, el libro tiene una luz muerta que
necesita resucitar y esa luz, que se derrama sobre él, es una fuerza que ha
comenzado un diálogo. Resulta difícil comprender de qué modo el mundo se apaga
y se enciende a cada instante, qué clase de sombras y de luces se confunden
entre los relámpagos. Cuando miro, una parte de mí parece decirme que el
espacio es más ancho, más alto, más profundo, que la luz choca consigo misma y
explota, que aquí faltan testigos que hablen de estas cosas, que los ángeles
están cansados de vivir entre nosotros sin que los llamen por sus nombres. Los
fantasmas que se arraciman cerca del techo son los pequeños cuerpos degradados
que quedan de nuestra memoria. A ellos casi podemos reconocerlos, se confunden
con nuestras conversaciones y ocupan espacios diminutos, comprimen el aire,
pero los ángeles necesitan que ahuequemos el aire y nos animemos a introducir
nuestra mano floja y abierta. Y allí, donde está la luz reproduciéndose
millones de veces, está el ángel acurrucado. Así que la luz que se derrite
sobre el libro es apenas un recorte, un fragmento, un haz; no desciende ni
asciende, apenas sobrevive, es indiferente a la existencia del libro y de
aquello que se anime a atravesarla, es similar a los fantasmas, digamos entonces
que esta luz es el fantasma de un ángel, la sombra de lo que no tiene nombre
todavía.
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Inexplicablemente nació en nosotros una
verdadera pasión por las películas de Chaplin. Nos desvivíamos por ir una y
otra vez a las universidades y a los cineclubs donde las circunstancias y los
policías vapuleaban al hombrecito gris, donde todo sucedía demasiado rápido y
el cuerpo del hombrecito era flexible e inmaterial. La vida se volvía
contundente y precisa, cada acción provocaba una consecuencia que se encadenaba
a otra serie de consecuencias enlazando a las personas en una trama
disparatada. Así el destino podía ser blanco o negro y en cinco minutos
volverse grisáceo. La vida era efectiva en las películas de Chaplin y a la vez
era devorada por el tiempo, cada hecho tenía un significado y un peso
irrevocable, pero ese hecho no aplastaba ni decidía nada, se diluía en el
instante y de esta manera cada instante, pleno y rotundo, era a la vez fugaz.
En las películas de Chaplin no había
por ejemplo un monte ni ninguna frontera, en todo caso había frontera y ninguna
era más importante que otra. No había un policía sino muchos policías y la
ciudad era muchas ciudades. El mundo se veía tan extremadamente intangible y
las personas tenían una trascendencia tan opaca que daban ganas de quedarse a
vivir allí, de dejarse estar en esas avenidas blancas y hasta de poner la
cabeza bajo el cachiporrazo de los policías. El mundo se podía inventar y
descomponer con igual intensidad, se lo podía modificar sin que se lo tuviera
una que tomar en serio. Ninguna cosa ocupaba un excesivo espacio en las
películas de Chaplin y, aunque había máquinas que se olvidaban del cuerpo de la
gente o tranvías infernales, todo parecía leve y antojadizo, la muerte no
existía en las películas de Chaplin, porque nada duraba demasiado. Y eso ya era
una gran ventaja para nosotros.