OTRAS VOCES, OTROS ÁMBITOS

domingo, 22 de julio de 2012

Reseña de CACERÍA (cuentos)
























  
Cacería
María Teresa Andruetto
(Random-House Mondadori, 2012)
 
Mi comentario:
en: Suplemento Señales, La Capital, Rosario, 29/11/2009

enlace:

Texto completo: 
 Felicidad imperfecta
por Marta Ortiz 
 
La variada producción literaria de María Teresa Andruetto (Arroyo Cabral, Córdoba, 1954; reciente premio Hans Christian Andersen) abarca poesía, novela, cuento, literatura infantil-juvenil, ensayo y teatro. Es el turno ahora de Cacería, trece cuentos, algunos reeditados, otros inéditos, escritos –se advierte en las palabras preliminares–, a lo largo de veinte años, “en los intersticios de otros proyectos de escritura”; palabras que me remiten a otras, de Antonio di Benedetto, leídas en diálogo con Ricardo Zelarrayán: “Para mí el cuento es mi hobby de novelista, y a veces me apesadumbra la certidumbre de que la novela pueda ser mi hobby de cuentista”. Así, en los espacios en blanco que abre el juego de seducción (el autor se debate indefenso entre géneros de escritura que lo atraen por igual), se pergeñaron y facetaron estas gemas a partir de cuya génesis, ella se propuso una doble exploración de género: femenino y cuento.
A excepción de dos relatos, los personajes femeninos son protagonistas excluyentes. Viven sus confusiones y pesadumbres desde un conflicto que delata alguna debilidad o marginalidad (salvo la práctica antropófaga en el exclusivo club de mujeres que cazan y matan hombres en Todo movimiento es cacería para ofrecerlos como “el manjar prohibido” en su restaurant “para mujeres cuidadosamente seleccionadas”). Un recorte clave en sus vidas las ubica al borde de algún precipicio, un orden conocido se derrumba para instalar otro, vagamente intuido, visible solo en el devenir de la trama. Víctimas de figuras opresivas tributarias del poder derivado de construcciones sociales aceptadas y convalidadas, llámese marido autoritario o infiel, o ambas categorías a la vez, madre cómplice o indiferente, represor y torturador o “brazo armado de la comunidad”, entre otros victimarios/as.
La elocuente imagen que ilustra la tapa –April, acuarela de la neoyorquina Amy Cutler (1974) –, evidencia la imposibilidad cultural de algunas mujeres (como en su reverso lo delatan los contenidos de las historias), de revisar y modificar libremente sus objetivos y decisiones: así, la joven sentada en un taburete sostiene el cuerpo erguido en tanto su cabeza decapitada rodó y sólo le sirve para apoyar los pies.
Jaqueada por un pasado de humillación, forzada a elegir el atajo, el callejón oscuro–, la protagonista de Los rastros de lo que era, contra toda lógica elige sostener una relación perversa con su carcelero y torturador: “si fuera posible suprimir la memoria, acabarían de un soplo no sólo los horrores del pasado sino los que vendrán; pero no se puede”, afirma. Desde otro lugar, análogo a los personajes de las novelas que ha leído, Luisa (Sola por algunas horas), espera otorgarle un sentido a su vida que la justifique ante sí y los demás: “…también ella, como ese tal Diego de Zama esperaba, pero no sabía, sabía menos que él, qué esperaba…”
Un hombre viejo a la orilla del camino y La muerte y las aves plantean el relato desde un punto de vista masculino. El primero subraya el estereotipo del exitoso ganador que no conoce límites, cuyo humor sube o baja según el ritmo bursátil; dueño de un falso discurso que ahonda el hiato –no existe lenguaje que lo salve– que lo separa de su antagonista: un viejo indigente y enfermo al que intenta ayudar, “se había empeñado en cumplir, de algún modo todavía borroso, una obra de  bien...”, para luego cargarlo con el peso de un delito que no cometió. En La muerte y las aves, un matadero de pollos y gallinas es el pretexto para poner bajo la lupa los mecanismos del acto de matar: los procedimientos, grados de tortura que padece el animal. “Matar es una tarea desagradable”, se dice en el inicio, “complicada”, que exige “cierto orden”. Desplazando la clave de lectura, el texto ilumina –o entenebrece– un espejo o metáfora de los años de plomo en Argentina: “Es como es en los corrales de este lado del mundo”, afirma el narrador.
En la ruta chejoviana, los cuentos de Cacería exponen la vida diaria: miserias, grandezas y banalidades en torno al matrimonio, la amistad, la infidelidad, el prejuicio, la vejez, el trabajo, la enfermedad, y más. Lenguaje no complaciente, claro y sin artificios que bordea la ironía, la parodia, el humor, y deja su espacio, en los remates abiertos o ambiguos, a la actividad del lector.
La felicidad, al final de la serie, dialoga con el filme de la cineasta danesa Agnès Varda: Le bonheur (La felicidad, 1965), y con el bello y sutil cuento de K. Mansfield Felicidad perfecta, obras pivoteadas en conflictos derivados de triángulos amorosos. Las tres búsquedas interpelan el mismo objeto, se iluminan entre sí. La protagonista de Andruetto medita los contenidos del concepto “felicidad” –alcanzada ya la edad madura todo ha cristalizado en su justa medida y equilibrio–; nada, como tampoco en las tramas de Varda y Mansfield, permite vislumbrar el dramático final. Su reflexión en torno a ese estado dudoso, vulnerable, llamado “felicidad”, estado que a su vez los tres relatos se ocupan de transgredir y desmentir, remite a otros personajes femeninos de Cacería. Se pregunta –y la pregunta abarca por igual, en el lúcido juego de intertextualidades coincidentes, la cumbre y el abismo propios y ajenos– qué estaría pensando Bertha Young (en el cuento de Mansfield) cuando cree tocar el punto más alto (como el árbol de peras “que parece que va a rozar el borde de la luna”) de su eufórica felicidad, sin intuir siquiera que está a punto de perderla: “dos mujeres atrapadas en un círculo preguntándose qué deben hacer con esa felicidad que les oprime el pecho”.