OTRAS VOCES, OTROS ÁMBITOS

miércoles, 22 de febrero de 2017

"CASA DE VIENTO", de Marta Ortiz (Texto presentación, por Diego Colomba)

  Marta Ortiz, Casa de viento, (Alción Editora, Córdoba 2015

 

En la web de ALCIÓN EDITORA:

http://alcioneditora.com.ar/un-aire-colerico/

  

"UN AIRE COLÉRICO. A propósito de Casa de viento de Marta Ortiz", por Diego Colomba

TEXTO COMPLETO:

 Un aire colérico. A propósito de Casa de viento de Marta Ortiz

© Diego Colomba


“Toda charla es un oficio estéril. / Una escritura sobre la pared del viento.” reza el epígrafe del primer poema del libro, llamado “Escrituras”. Esos versos pertenecen a Joseph Brodsky, a la segunda parte de su hermoso poema “Naturaleza muerta”. El enunciado con que culmina la primera:

Empezaré a hablar
cuando me harte de la oscuridad.

es retomado en el siguiente fragmento:

II
Es hora. Empezaré ahora.
No importa sobre qué.
Abrir la boca. Es mejor hablar,
aunque también puedo estar callado.
Entonces, ¿de qué hablaré?
¿Hablaré sobre la nada?
¿Hablaré sobre los días o las noches?
¿O de la gente? No, sólo sobre las cosas,
dado que la gente seguro morirá.
Toda. Como yo.
Toda charla es un oficio estéril.
Una escritura sobre la pared del viento.

Cito el fragmento de Brodsky porque los versos de Ortiz advierten su diálogo con los del poeta ruso. Conocemos una versión de “Escrituras”colgada en la web desde diciembre de 2011. Su autora le ha hecho pequeños cambios al texto pero muy significativos. Donde decía “página errante/ que no volveremos a encontrar”, corrige por “página errante/ que no volvemos a encontrar”. La sustitución del tiempo verbal señala que es condición de la escritura su pérdida, su naturaleza irrecuperable; no se trata de una vicisitud personal, una cuestión de mala fortuna, una gracia perdida. El segundo cambio es aún más elocuente: la alusión idealista y un poco estetizante de “Sumo al anaquel/ mis castillos de viento. / Escribo en el agua/ grafías de lapislázuli” es reemplazada por una elíptica y potente sentencia: “Sumo al anaquel/ mi casa de viento: / escribo”. Una suerte de declaración de principios, que se elige como título del libro. No se trata de una manera de escribir, nos vienen a decir estos versos más respirados, sino del hecho mismo de hacerlo. Sí, dice Ortiz, siguiendo los argumentos de Brodsky, a pesar de todo, hay que “abrir la boca”.  Hay que hablar, aunque se podría callar. La poesía es el primer fenómeno del silencio: “Tensó –mi voz– el mudo oficio/ del silencio”.  Pero señalemos lo más singular de la idea: uno podría pensar que se le habla a los demás, a los lectores; yo creo que no. En los buenos libros como el de Ortiz, uno tiene la sensación de que ya no se le está hablando a la gente ni a alguna criatura divina o fantasmal. Simplemente la poeta está hablando con el lenguaje mismo. Se vuelve espejo de la sensualidad, de la sabiduría, de la belleza y de la ironía propias del lenguaje. En ese sentido, la poesía es algo más que un arte, una rama del arte, es la operación lingüística suprema, nuestra meta antropológica (en tanto la palabra es lo que nos distingue de otras especies), como señaló alguna vez el mismo Brodsky en una conversación.
Una casa de viento puede entenderse como una casa devastada, castigada por la catástrofe. Resulta entonces un oxímoron: un refugio que deviene intemperie. Esa falta de contención, de límites, también tiene su correlato en el despliegue imaginativo de la poesía de Ortiz, que asocia sin esfuerzo situaciones cotidianas con asteroides y galaxias (“el impulso de tocar luna y estrella/ sin escalas”), que les dan un inusual aire de ciencia ficción a muchos de los poemas, sin duda motivado por esa propensión exploratoria de los límites que se tematiza(“piedra lunar/ alfa  omega/ mi genealogía muerde tu geología”), que permiten que el sujeto conecte con su dimensión cósmica: “No vi fantasmas ni espectros/ espíritus goteando luz;/ no el universo/ su cavidad intensa/ la suma de galaxias.// La flor bordó leía tu mensaje/ bordeaba la forma de una gasa/ –líquida–/ abolía el tiempo / la forma del espacio”. Una casa hecha de viento alude a la visión cósmica del libro, no al mero derrumbe existencial. Cósmica e irónica. Un humor sombrío tiñe con frecuencia las referencias al Ganges satelital, hologramas, cintas de Moebius, cyber redes romboidales, haces lumínicos, derivas del neón: “Bastará un click tecnológico y el pueblo/ jamás será vencido”.
También la escritura, nos dice Ortiz, es una casa de viento: “¿qué latido tensa/ la levedad del poema?/ si el portazo resintió la estructura y/ las letras/ –como escombros–/ cayeron al piso”. Entonces el título del libro nos irradia con su ambigüedad: lo que es se vuelve un hacer, la quietud es trocada por nuestro dinamismo imaginario. Se trata de la caza del viento, de la captura del aire colérico: “la luz/ decrecida/ ventila vidrios rotos// vuelos quebradizos”. En el primer poema, el sujeto poético admite reunir el anaquel con su casa de viento. Se es consciente de la fragilidad de los medios, de su carácter efímero. La escritura es una “página errante/ que no volvemos a encontrar”, “una página de donde no se vuelve”. El libro alude a esos “vínculos de vértigo”, al “peso de monzones y ciclones”, movimientos del cosmos de la tempestad en los que se manifiesta el aire violento, la cólera cósmica (“sopla un viento lunar dobla/ los pasillos de la noche”). El viento violento se vuelve símbolo de la cólera pura, sin objeto, sin pretexto, y nos ayuda a captar la furia elemental que es todo movimiento. El viento amenaza y ulula, pero solo toma forma cuando encuentra polvo: visible, se convierte en una triste miseria: “la percepción es poesía maltrecha”.
Según Ortiz, los poetas sueñan cosmologías: una cólera inicial es una voluntad primera (el epígrafe de Glück alude al momento previo al “don” de la creación, “al brote de la primera flor”, a la “posesión” de la forma), que ataca la obra que hay que realizar: “quiebres de la letra:/ el papel se rasga/ la huella lastima/ gotea sangre la pulpa/ excede la pantalla/ el límite/ línea de partida / de llegada”. El primer ser creado por esta cólera creadora es un torbellino: “tendía tu discurso un cordón de tiempo/ espiral/ voluta/ vaivén”. Ante la acción creadora se expande un inmenso vacío: “Da miedo el sumidero/ la tierra mutilada/ acá, allá/ aquí, allí, / intemperie// o la palabra que sirva.// Saber dónde se está parado/ tocar un centro/ mirarse la punta de los pies,/ apoyar su contorno y cavar la huella:/ un sitio donde depositar la fe”.
Una de las preguntas que tanto acuciaban al poeta ruso era “¿Qué nos hace el tiempo?”. Dice el poema ya citado:

El lampazo o la estola del obispo
no pueden tocar el polvo de las cosas.
Las cosas mismas, por lo general,
no tratan de depurar o domar
el polvo de sus entrañas.
El polvo es la carne del tiempo.
La mismísima carne y sangre del tiempo.

La poesía de Ortiz explora esa mirada melancólica (“ileso/ a resguardo/ el polvo del tiempo/ inimputable”) que anida en todo augurio: “acertijo para la adivinadora/ el color disloca/ el color marea”. La casa es a un tiempo templo ruinoso del pasado, tierra fértil para la memoria y cifra de “lo que vendrá”. La intuición del porvenir es ya el presagio de “vuelos alucinados” pero también de “cadáveres”: “Trampas del sonido:/ el tic-tac tiquitac/ acompasaba/ tu exigua/ reserva/ de segundos/ disponibles”.  La belleza en decadencia es algo que nunca se repetirá. La exploración del tiempo y el espacio se despliega como conciencia de esos límites: “evidencia de vacío/ la cajita de cristal traspasa el límite”. El ser íntimo participa en todas las fuerzas del universo. El tiempo y el espacio se desplazan hacia una dimensión desconocida (“perdidos al sur del continente extremo”), la casa (“visito el jardín/ en mi cápsula de yeso”), los balcones, los techos, la sala de hospital se tornan un territorio gobernado por leyes físicas incomprensibles: “Incluso comenté un tópico que afinaba la Física:/ las dimensiones/ no las cuatro conocidas/ otras, por lo menos hay diez,/ lo dijo un físico en televisión/ invocaba la no menos lúcida teoría de las cuerdas/ aunque quizá fueran once dimensiones/ no retuve el dato preciso”. Durante el proceso de escritura, se experimentan las mejores horas, las de profundización, las de ampliación de la cosa: “dejarse ir por la corriente/ la lucidez del agua que no cesa/ :hundir un cauce más abierto cada vez”. Sentirnos autorizados a cosas que no sabíamos que estaban allí. Los versos de Ortiz nos persuaden de esa fe.


EN EL DIARIO "LA CAPITAL", SUPLEMENTO MÁS (edición impresa del 15 de mayo de 2016)

 http://www.lacapital.com.ar/un-aire-colerico-n789906.html

 

 

 

 


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