pesar de mis recaudos preciosistas para acceder como por un carril
aceitado a la bendición del sueño durante por lo menos unas diez horas
sin escalas, no pude espantar cierto zumbido pegajoso que, confieso,
hace tiempo no me deja en paz; el más odioso obstáculo a mis planes ad
hoc. ¿Podré alguna vez librarme de la carga de mis obsesiones? Pregunta
inútil; adonde voy, ellas vienen conmigo.
El zumbido se acompaña de una imagen a color, se tensan mis sienes hasta la tortura ajustada la cuerda invisible entre ambos lados de la cabeza. Labradas en mi piel como ideogramas de la pena, imagen y palabra dicen que las sábanas de lino crudo dibujan en hilos de seda las iniciales M.P. y que el niño se cubre hasta el cuello pero igual no duerme y la cama de hierro es una tumba y el largo camisón blanco un sudario. Es probable que replicar una y mil veces la visión de estas imágenes resulte redundante y pernicioso, pero parece inevitable que también yo, como el cántaro, vuelva a la fuente; advierto una áspera terquedad en el giro diario de mis pensamientos. Más que apagarlo, lo avivan al fuego.
El espacio circundante se carga de historias tóxicas que interfieren el sueño y en vez de apartarlas, las atraigo. Sostengo hasta la exasperación el vaivén de esa noche como una gema oscura que la literatura detuvo para siempre en un párrafo que lastima. El poderío encrespaba la figura del padre en la cálida noche de Combray; por decreto, él clavaba su mirada autoritaria en el no menos cálido rito cotidiano; prohibía el beso de la madre al hijo antes de dormir. Beso no sólo beso, también pasaporte, aval, salvoconducto, vuelo de noche más allá del letargo. Supuran las imágenes absorbidas y sedimentadas como un limo viscoso: la noche se detuvo brusca al pie de la escalera. A contra voluntad suben las piernas: “Y tuve que marcharme sin viático, tuve que subir cada escalón llevando la contra a mi corazón, ir subiendo contra mi corazón, que quería volverse con mi madre”, el párrafo leído y el fuerte olor a barniz del pasamanos fijaron su congoja/mi congoja bajo la dulzona forma olfativa. Prendió en la memoria del niño el olor como una clepsidra amarga que mediría el lento goteo del tiempo lejos de la piel tibia, del roce fragante de las manos pequeñas de su madre. Da vueltas en la cama; llora la carencia, reprime el grito. Hunde la cara en un almohadón donde también se bordaron las iniciales M. P. Indaga señales en la sombra fantástica que la lámpara proyecta sobre la pared. Esa noche Marcel debió soñar ―si pudo olvidar el frío en la piel y dormir y contrarrestar así el acre sabor del insomnio― con un mar fétido de peces asfixiados. Lo contrario de la hierba húmeda que en otras condiciones hubiera verdecido la materia volátil de esos mismos sueños.
Se estiran táctiles las horas en este lugar que no es mi lugar, a pesar del silencio los segundos ensordecen. Igual que entre las cuatro paredes de mi dormitorio. Las imágenes se encastran unas a otras como piezas de dominó.
Es preciso encender las lámparas, remover la escena. Entro en acción, vacío el bolso, me lavo los dientes, me desvisto. Advierto un cruel engrosamiento de mi figura. No hay dulce que rellene la vigilia interminable. Por si acaso en mi bolso hay chocolate en barra y almendras tostadas. Me protejo del hambre, con el estómago vacío no se piensa. Se sufre. Apago otra vez, sí, pero no cierro las cortinas. La oscuridad absoluta crea monstruos.
Tanto como le temo al vacío en el estómago, le temo a quedar pegado a la desesperación de Marcel, a no dormir una noche más por culpa de ese pasaje inagotable de su infancia. Lo abandono entonces en el escalón previo al sueño de su noche más triste; y sólo entonces, desanclado de él, me repliego. Como el molusco en el interior de la valva pienso intensamente en mí, en este hotel de lujo donde quiero dormir pero tengo los ojos desencajados y lúcidos y se cuelan cilíndricos los haces verdes y azules del neón sobre el acolchado.
Enfrento mi doble deseo de oscuridad y de luz. Soy vulnerable y en tanto desmenuzo esta dualidad, me asalta la segunda baba implacable: la imagen dibuja a mi madre entregada al tejido, la mirada de la aguja al ovillo y del ovillo a la aguja, desvelada por el punto bien logrado y la elasticidad correcta, la calidad de la lana y la novedad en el dibujo. Tejía pulóveres y gorros gruesos. Le gustaba vestirme. A la hora de dormir yo entornaba la puerta y oía conversar. Que los “grandes” no cortaran el hilo familiar de las palabras quería decir que el mundo seguía en pie y que yo estaba vivo. ¿Recibía besos de mi madre?, ¿hasta qué profundidad vale excavar? Se enlaza firme su figura con aquella otra del beso ausente en la noche de Combray y con el haz verdeazul que a ritmo regular entra por la ventana, me toca la pierna, despierta las formas ocultas del cuarto y se va y otra vez el vacío. Mi madre era como ese haz, se acercaba, me dejaba sentir el calor de su mano y después se alejaba y se concentraba en el tejido o la costura. Imagino: los puntos que entrelazaba eran su escritura secreta.
Lo incontenible de la opresión y el ahogo como una amenaza que me sube al pecho a la altura del esternón: ésa es ahora la novedad. Me digo que si el niño que en mis noches de insomnio se cubre hasta el cuello con la sábana de hilo que destacan las iniciales M. P. no hubiera cargado con la genética de una sensibilidad obsesiva, tal vez nunca hubiera ligado el olor del barniz a la tristeza y se hubiera hecho fuerte y tomado un ejemplar de Las mil y una noches y leído hasta pulverizarse los ojos para no pensar en la dulzura de la muerte y apartarla, como con larga paciencia y cultivo del arte de fingir, lo hizo Scherezade. Pero él, provisto de tal carga, sintió el puntazo del dolor. Y la sangre en la herida y llevarla siempre abierta, a la herida, un surtidor de rosas de sangre que hasta el agotamiento lo llevarían a rastrear la silueta de su infancia, el impulso de recuperar los recovecos de esa geografía polvorienta y en ella los besos, los de las noches que no fueron esa noche larga y negra, y así cicatrizar la herida.
Y he aquí otro nudo donde las lanas, las babas se funden en el dibujo de un punto nuevo: la sensación de ausencia a medias, de aquello que percibo como imprescindible pero que nunca estuvo o que estuvo a medias y que por alguna razón debo reponer en algún sitio; la ausencia, que cada día me empuja al papel blanco (a la pantalla) como forma del vacío a rellenar, ése que me arranca de la cama a las cuatro de la madrugada para mirar por la ventana y probar que todo permanece allá afuera y captar los matices los colores la inclinación de la luz el giro del viento la cadencia de la lluvia si la hay y cada detalle sonido y olor, porque así, confirmando ciertas permanencias monolíticas en mi vida ―como aquella monocordia de la conversación nocturna―, sé que apoyo sobre seguro, casi como si pisara tierra y no el piso sustituto de la propiedad horizontal donde vivo. Cada gota de insomnio confirma mi deseo de sentir que nada desaparece porque no esté yo allí para dar prueba visual de su existencia; como querer atrapar la mirada de mi madre. Porque pienso hasta el último borde este pensamiento, no duermo mientras el rayo cambiante de luz me toca la pierna y nos tiñe de cilindros verdes y azules, a la sábana y a mí.
Hora de cerrar las cortinas. Amanece una luz blanca que debilita el neón.
Nunca voy a escribir siete tomos como escribió cuando vertiginoso se alejaba de la infancia ese otro solitario que en mi duermevela hunde la cara en el almohadón de hilo crudo que lleva bordadas las iniciales M P. Siete, ocho, mil tomos de papel fino donde re-crear la figura escurridiza de mi madre no bastarían.
La oscuridad me borra en su abrazo. La luz vigía revela un tenue camino rosado al baño. Retiro del estuche los protectores. Antes de clausurar ojos y oídos, preparo un vaso de agua y el ansiolítico en la mesa de luz.
Me tranquilizan todos estos placebos al alcance. A ver si puedo dormir.
- See more at: http://www.letracosmos.com.ar/?p=9683#sthash.smOOTTbP.dpuf
El zumbido se acompaña de una imagen a color, se tensan mis sienes hasta la tortura ajustada la cuerda invisible entre ambos lados de la cabeza. Labradas en mi piel como ideogramas de la pena, imagen y palabra dicen que las sábanas de lino crudo dibujan en hilos de seda las iniciales M.P. y que el niño se cubre hasta el cuello pero igual no duerme y la cama de hierro es una tumba y el largo camisón blanco un sudario. Es probable que replicar una y mil veces la visión de estas imágenes resulte redundante y pernicioso, pero parece inevitable que también yo, como el cántaro, vuelva a la fuente; advierto una áspera terquedad en el giro diario de mis pensamientos. Más que apagarlo, lo avivan al fuego.
El espacio circundante se carga de historias tóxicas que interfieren el sueño y en vez de apartarlas, las atraigo. Sostengo hasta la exasperación el vaivén de esa noche como una gema oscura que la literatura detuvo para siempre en un párrafo que lastima. El poderío encrespaba la figura del padre en la cálida noche de Combray; por decreto, él clavaba su mirada autoritaria en el no menos cálido rito cotidiano; prohibía el beso de la madre al hijo antes de dormir. Beso no sólo beso, también pasaporte, aval, salvoconducto, vuelo de noche más allá del letargo. Supuran las imágenes absorbidas y sedimentadas como un limo viscoso: la noche se detuvo brusca al pie de la escalera. A contra voluntad suben las piernas: “Y tuve que marcharme sin viático, tuve que subir cada escalón llevando la contra a mi corazón, ir subiendo contra mi corazón, que quería volverse con mi madre”, el párrafo leído y el fuerte olor a barniz del pasamanos fijaron su congoja/mi congoja bajo la dulzona forma olfativa. Prendió en la memoria del niño el olor como una clepsidra amarga que mediría el lento goteo del tiempo lejos de la piel tibia, del roce fragante de las manos pequeñas de su madre. Da vueltas en la cama; llora la carencia, reprime el grito. Hunde la cara en un almohadón donde también se bordaron las iniciales M. P. Indaga señales en la sombra fantástica que la lámpara proyecta sobre la pared. Esa noche Marcel debió soñar ―si pudo olvidar el frío en la piel y dormir y contrarrestar así el acre sabor del insomnio― con un mar fétido de peces asfixiados. Lo contrario de la hierba húmeda que en otras condiciones hubiera verdecido la materia volátil de esos mismos sueños.
Se estiran táctiles las horas en este lugar que no es mi lugar, a pesar del silencio los segundos ensordecen. Igual que entre las cuatro paredes de mi dormitorio. Las imágenes se encastran unas a otras como piezas de dominó.
Es preciso encender las lámparas, remover la escena. Entro en acción, vacío el bolso, me lavo los dientes, me desvisto. Advierto un cruel engrosamiento de mi figura. No hay dulce que rellene la vigilia interminable. Por si acaso en mi bolso hay chocolate en barra y almendras tostadas. Me protejo del hambre, con el estómago vacío no se piensa. Se sufre. Apago otra vez, sí, pero no cierro las cortinas. La oscuridad absoluta crea monstruos.
Tanto como le temo al vacío en el estómago, le temo a quedar pegado a la desesperación de Marcel, a no dormir una noche más por culpa de ese pasaje inagotable de su infancia. Lo abandono entonces en el escalón previo al sueño de su noche más triste; y sólo entonces, desanclado de él, me repliego. Como el molusco en el interior de la valva pienso intensamente en mí, en este hotel de lujo donde quiero dormir pero tengo los ojos desencajados y lúcidos y se cuelan cilíndricos los haces verdes y azules del neón sobre el acolchado.
Enfrento mi doble deseo de oscuridad y de luz. Soy vulnerable y en tanto desmenuzo esta dualidad, me asalta la segunda baba implacable: la imagen dibuja a mi madre entregada al tejido, la mirada de la aguja al ovillo y del ovillo a la aguja, desvelada por el punto bien logrado y la elasticidad correcta, la calidad de la lana y la novedad en el dibujo. Tejía pulóveres y gorros gruesos. Le gustaba vestirme. A la hora de dormir yo entornaba la puerta y oía conversar. Que los “grandes” no cortaran el hilo familiar de las palabras quería decir que el mundo seguía en pie y que yo estaba vivo. ¿Recibía besos de mi madre?, ¿hasta qué profundidad vale excavar? Se enlaza firme su figura con aquella otra del beso ausente en la noche de Combray y con el haz verdeazul que a ritmo regular entra por la ventana, me toca la pierna, despierta las formas ocultas del cuarto y se va y otra vez el vacío. Mi madre era como ese haz, se acercaba, me dejaba sentir el calor de su mano y después se alejaba y se concentraba en el tejido o la costura. Imagino: los puntos que entrelazaba eran su escritura secreta.
Lo incontenible de la opresión y el ahogo como una amenaza que me sube al pecho a la altura del esternón: ésa es ahora la novedad. Me digo que si el niño que en mis noches de insomnio se cubre hasta el cuello con la sábana de hilo que destacan las iniciales M. P. no hubiera cargado con la genética de una sensibilidad obsesiva, tal vez nunca hubiera ligado el olor del barniz a la tristeza y se hubiera hecho fuerte y tomado un ejemplar de Las mil y una noches y leído hasta pulverizarse los ojos para no pensar en la dulzura de la muerte y apartarla, como con larga paciencia y cultivo del arte de fingir, lo hizo Scherezade. Pero él, provisto de tal carga, sintió el puntazo del dolor. Y la sangre en la herida y llevarla siempre abierta, a la herida, un surtidor de rosas de sangre que hasta el agotamiento lo llevarían a rastrear la silueta de su infancia, el impulso de recuperar los recovecos de esa geografía polvorienta y en ella los besos, los de las noches que no fueron esa noche larga y negra, y así cicatrizar la herida.
Y he aquí otro nudo donde las lanas, las babas se funden en el dibujo de un punto nuevo: la sensación de ausencia a medias, de aquello que percibo como imprescindible pero que nunca estuvo o que estuvo a medias y que por alguna razón debo reponer en algún sitio; la ausencia, que cada día me empuja al papel blanco (a la pantalla) como forma del vacío a rellenar, ése que me arranca de la cama a las cuatro de la madrugada para mirar por la ventana y probar que todo permanece allá afuera y captar los matices los colores la inclinación de la luz el giro del viento la cadencia de la lluvia si la hay y cada detalle sonido y olor, porque así, confirmando ciertas permanencias monolíticas en mi vida ―como aquella monocordia de la conversación nocturna―, sé que apoyo sobre seguro, casi como si pisara tierra y no el piso sustituto de la propiedad horizontal donde vivo. Cada gota de insomnio confirma mi deseo de sentir que nada desaparece porque no esté yo allí para dar prueba visual de su existencia; como querer atrapar la mirada de mi madre. Porque pienso hasta el último borde este pensamiento, no duermo mientras el rayo cambiante de luz me toca la pierna y nos tiñe de cilindros verdes y azules, a la sábana y a mí.
Hora de cerrar las cortinas. Amanece una luz blanca que debilita el neón.
Nunca voy a escribir siete tomos como escribió cuando vertiginoso se alejaba de la infancia ese otro solitario que en mi duermevela hunde la cara en el almohadón de hilo crudo que lleva bordadas las iniciales M P. Siete, ocho, mil tomos de papel fino donde re-crear la figura escurridiza de mi madre no bastarían.
La oscuridad me borra en su abrazo. La luz vigía revela un tenue camino rosado al baño. Retiro del estuche los protectores. Antes de clausurar ojos y oídos, preparo un vaso de agua y el ansiolítico en la mesa de luz.
Me tranquilizan todos estos placebos al alcance. A ver si puedo dormir.
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Medianoche.
Hasta las manos hundido en mi negra vigilia, había recorrido sin
sentirlas las quince cuadras sudorosas entre mi casa y el Royal Regency. Empujé
la puerta giratoria, entré al lobby. Vi mi figura copiarse en el gran
espejo ahumado detrás de unos racimos de cañas de bambú, una estatua
viva en la espesura de la alfombra azul con arabescos. De mi hombro
colgaba la correa del bolso donde cabe ropa para una sola noche y alguna
que otra chuchería indispensable.
Había leído que el Royal inauguraba una Quiet Zone dentro del mismo hotel, flamante área de silencio equipada para el descanso completo. El anuncio desbordó mi ansiedad natural, casi podía estrujarla en la palma de mi mano transpirada. Era un regalo del cielo, y a pesar de que los regalos del cielo a veces vienen mal embalados, harto de consumir hipnóticos, decidí probar. ¿Qué podía perder? No obstante y por si acaso, en el bolsillito con cierre relámpago del neceser guardé un blíster del ansiolítico de turno, sin la droga a mano soy un ciego sin bastón.
Con la llave me entregaron un disco compacto de música new age, instrucciones para ejercicios de relajación y un estuche de pana azul con protectores auditivos, máscara para dormir y un aerosol que prometía sembrar a mi alrededor un campo de lavandas. Además de amplia, decorada en tonos neutros, alfombrada y entelada, la habitación 379 proveía cortinas blackout, de un lado plásticas que impedían el paso de la luz, y del otro estampadas. Semiabiertas, filtraban una luz verde, la del cartel de neón en la vereda de enfrente.
El ambiente era perfecto: ni pasos, ni corridas afelpadas, ni duchas sonoras en los cuartos vecinos, ni cuchicheos; nada alteraba la impecable calidad del silencio.
A propósito no encendí las lámparas. Mi apego al insomnio alcanzaba el bizarro límite de aceptar el exilio a oscuras en esta isla distante de cuantas esquinas conozco en la ciudad turbulenta. Mar calmo, buen contraste para mi tormenta interior. Caí de bruces en la cama; en la quietud silenciosa yo rastreaba, desesperaba una paz interior difícil de alcanzar.
A pesar de mis recaudos preciosistas para acceder como por un carril aceitado a la bendición del sueño durante por lo menos unas diez horas sin escalas, no pude espantar cierto zumbido pegajoso que, confieso, hace tiempo no me deja en paz; el más odioso obstáculo a mis planes ad hoc. ¿Podré alguna vez librarme de la carga de mis obsesiones? Pregunta inútil; adonde voy, ellas vienen conmigo.
El zumbido se acompaña de una imagen a color, se tensan mis sienes hasta la tortura ajustada la cuerda invisible entre ambos lados de la cabeza. Labradas en mi piel como ideogramas de la pena, imagen y palabra dicen que las sábanas de lino crudo dibujan en hilos de seda las iniciales M.P. y que el niño se cubre hasta el cuello pero igual no duerme y la cama de hierro es una tumba y el largo camisón blanco un sudario. Es probable que replicar una y mil veces la visión de estas imágenes resulte redundante y pernicioso, pero parece inevitable que también yo, como el cántaro, vuelva a la fuente; advierto una áspera terquedad en el giro diario de mis pensamientos. Más que apagarlo, lo avivan al fuego.
El espacio circundante se carga de historias tóxicas que interfieren el sueño y en vez de apartarlas, las atraigo. Sostengo hasta la exasperación el vaivén de esa noche como una gema oscura que la literatura detuvo para siempre en un párrafo que lastima. El poderío encrespaba la figura del padre en la cálida noche de Combray; por decreto, él clavaba su mirada autoritaria en el no menos cálido rito cotidiano; prohibía el beso de la madre al hijo antes de dormir. Beso no sólo beso, también pasaporte, aval, salvoconducto, vuelo de noche más allá del letargo. Supuran las imágenes absorbidas y sedimentadas como un limo viscoso: la noche se detuvo brusca al pie de la escalera. A contra voluntad suben las piernas: “Y tuve que marcharme sin viático, tuve que subir cada escalón llevando la contra a mi corazón, ir subiendo contra mi corazón, que quería volverse con mi madre”, el párrafo leído y el fuerte olor a barniz del pasamanos fijaron su congoja/mi congoja bajo la dulzona forma olfativa. Prendió en la memoria del niño el olor como una clepsidra amarga que mediría el lento goteo del tiempo lejos de la piel tibia, del roce fragante de las manos pequeñas de su madre. Da vueltas en la cama; llora la carencia, reprime el grito. Hunde la cara en un almohadón donde también se bordaron las iniciales M. P. Indaga señales en la sombra fantástica que la lámpara proyecta sobre la pared. Esa noche Marcel debió soñar ―si pudo olvidar el frío en la piel y dormir y contrarrestar así el acre sabor del insomnio― con un mar fétido de peces asfixiados. Lo contrario de la hierba húmeda que en otras condiciones hubiera verdecido la materia volátil de esos mismos sueños.
Se estiran táctiles las horas en este lugar que no es mi lugar, a pesar del silencio los segundos ensordecen. Igual que entre las cuatro paredes de mi dormitorio. Las imágenes se encastran unas a otras como piezas de dominó.
Es preciso encender las lámparas, remover la escena. Entro en acción, vacío el bolso, me lavo los dientes, me desvisto. Advierto un cruel engrosamiento de mi figura. No hay dulce que rellene la vigilia interminable. Por si acaso en mi bolso hay chocolate en barra y almendras tostadas. Me protejo del hambre, con el estómago vacío no se piensa. Se sufre. Apago otra vez, sí, pero no cierro las cortinas. La oscuridad absoluta crea monstruos.
Tanto como le temo al vacío en el estómago, le temo a quedar pegado a la desesperación de Marcel, a no dormir una noche más por culpa de ese pasaje inagotable de su infancia. Lo abandono entonces en el escalón previo al sueño de su noche más triste; y sólo entonces, desanclado de él, me repliego. Como el molusco en el interior de la valva pienso intensamente en mí, en este hotel de lujo donde quiero dormir pero tengo los ojos desencajados y lúcidos y se cuelan cilíndricos los haces verdes y azules del neón sobre el acolchado.
Enfrento mi doble deseo de oscuridad y de luz. Soy vulnerable y en tanto desmenuzo esta dualidad, me asalta la segunda baba implacable: la imagen dibuja a mi madre entregada al tejido, la mirada de la aguja al ovillo y del ovillo a la aguja, desvelada por el punto bien logrado y la elasticidad correcta, la calidad de la lana y la novedad en el dibujo. Tejía pulóveres y gorros gruesos. Le gustaba vestirme. A la hora de dormir yo entornaba la puerta y oía conversar. Que los “grandes” no cortaran el hilo familiar de las palabras quería decir que el mundo seguía en pie y que yo estaba vivo. ¿Recibía besos de mi madre?, ¿hasta qué profundidad vale excavar? Se enlaza firme su figura con aquella otra del beso ausente en la noche de Combray y con el haz verdeazul que a ritmo regular entra por la ventana, me toca la pierna, despierta las formas ocultas del cuarto y se va y otra vez el vacío. Mi madre era como ese haz, se acercaba, me dejaba sentir el calor de su mano y después se alejaba y se concentraba en el tejido o la costura. Imagino: los puntos que entrelazaba eran su escritura secreta.
Lo incontenible de la opresión y el ahogo como una amenaza que me sube al pecho a la altura del esternón: ésa es ahora la novedad. Me digo que si el niño que en mis noches de insomnio se cubre hasta el cuello con la sábana de hilo que destacan las iniciales M. P. no hubiera cargado con la genética de una sensibilidad obsesiva, tal vez nunca hubiera ligado el olor del barniz a la tristeza y se hubiera hecho fuerte y tomado un ejemplar de Las mil y una noches y leído hasta pulverizarse los ojos para no pensar en la dulzura de la muerte y apartarla, como con larga paciencia y cultivo del arte de fingir, lo hizo Scherezade. Pero él, provisto de tal carga, sintió el puntazo del dolor. Y la sangre en la herida y llevarla siempre abierta, a la herida, un surtidor de rosas de sangre que hasta el agotamiento lo llevarían a rastrear la silueta de su infancia, el impulso de recuperar los recovecos de esa geografía polvorienta y en ella los besos, los de las noches que no fueron esa noche larga y negra, y así cicatrizar la herida.
Y he aquí otro nudo donde las lanas, las babas se funden en el dibujo de un punto nuevo: la sensación de ausencia a medias, de aquello que percibo como imprescindible pero que nunca estuvo o que estuvo a medias y que por alguna razón debo reponer en algún sitio; la ausencia, que cada día me empuja al papel blanco (a la pantalla) como forma del vacío a rellenar, ése que me arranca de la cama a las cuatro de la madrugada para mirar por la ventana y probar que todo permanece allá afuera y captar los matices los colores la inclinación de la luz el giro del viento la cadencia de la lluvia si la hay y cada detalle sonido y olor, porque así, confirmando ciertas permanencias monolíticas en mi vida ―como aquella monocordia de la conversación nocturna―, sé que apoyo sobre seguro, casi como si pisara tierra y no el piso sustituto de la propiedad horizontal donde vivo. Cada gota de insomnio confirma mi deseo de sentir que nada desaparece porque no esté yo allí para dar prueba visual de su existencia; como querer atrapar la mirada de mi madre. Porque pienso hasta el último borde este pensamiento, no duermo mientras el rayo cambiante de luz me toca la pierna y nos tiñe de cilindros verdes y azules, a la sábana y a mí.
Hora de cerrar las cortinas. Amanece una luz blanca que debilita el neón.
Nunca voy a escribir siete tomos como escribió cuando vertiginoso se alejaba de la infancia ese otro solitario que en mi duermevela hunde la cara en el almohadón de hilo crudo que lleva bordadas las iniciales M P. Siete, ocho, mil tomos de papel fino donde re-crear la figura escurridiza de mi madre no bastarían.
La oscuridad me borra en su abrazo. La luz vigía revela un tenue camino rosado al baño. Retiro del estuche los protectores. Antes de clausurar ojos y oídos, preparo un vaso de agua y el ansiolítico en la mesa de luz.
Me tranquilizan todos estos placebos al alcance. A ver si puedo dormir.
- See more at: http://www.letracosmos.com.ar/?p=9683#sthash.smOOTTbP.dpuf
Había leído que el Royal inauguraba una Quiet Zone dentro del mismo hotel, flamante área de silencio equipada para el descanso completo. El anuncio desbordó mi ansiedad natural, casi podía estrujarla en la palma de mi mano transpirada. Era un regalo del cielo, y a pesar de que los regalos del cielo a veces vienen mal embalados, harto de consumir hipnóticos, decidí probar. ¿Qué podía perder? No obstante y por si acaso, en el bolsillito con cierre relámpago del neceser guardé un blíster del ansiolítico de turno, sin la droga a mano soy un ciego sin bastón.
Con la llave me entregaron un disco compacto de música new age, instrucciones para ejercicios de relajación y un estuche de pana azul con protectores auditivos, máscara para dormir y un aerosol que prometía sembrar a mi alrededor un campo de lavandas. Además de amplia, decorada en tonos neutros, alfombrada y entelada, la habitación 379 proveía cortinas blackout, de un lado plásticas que impedían el paso de la luz, y del otro estampadas. Semiabiertas, filtraban una luz verde, la del cartel de neón en la vereda de enfrente.
El ambiente era perfecto: ni pasos, ni corridas afelpadas, ni duchas sonoras en los cuartos vecinos, ni cuchicheos; nada alteraba la impecable calidad del silencio.
A propósito no encendí las lámparas. Mi apego al insomnio alcanzaba el bizarro límite de aceptar el exilio a oscuras en esta isla distante de cuantas esquinas conozco en la ciudad turbulenta. Mar calmo, buen contraste para mi tormenta interior. Caí de bruces en la cama; en la quietud silenciosa yo rastreaba, desesperaba una paz interior difícil de alcanzar.
A pesar de mis recaudos preciosistas para acceder como por un carril aceitado a la bendición del sueño durante por lo menos unas diez horas sin escalas, no pude espantar cierto zumbido pegajoso que, confieso, hace tiempo no me deja en paz; el más odioso obstáculo a mis planes ad hoc. ¿Podré alguna vez librarme de la carga de mis obsesiones? Pregunta inútil; adonde voy, ellas vienen conmigo.
El zumbido se acompaña de una imagen a color, se tensan mis sienes hasta la tortura ajustada la cuerda invisible entre ambos lados de la cabeza. Labradas en mi piel como ideogramas de la pena, imagen y palabra dicen que las sábanas de lino crudo dibujan en hilos de seda las iniciales M.P. y que el niño se cubre hasta el cuello pero igual no duerme y la cama de hierro es una tumba y el largo camisón blanco un sudario. Es probable que replicar una y mil veces la visión de estas imágenes resulte redundante y pernicioso, pero parece inevitable que también yo, como el cántaro, vuelva a la fuente; advierto una áspera terquedad en el giro diario de mis pensamientos. Más que apagarlo, lo avivan al fuego.
El espacio circundante se carga de historias tóxicas que interfieren el sueño y en vez de apartarlas, las atraigo. Sostengo hasta la exasperación el vaivén de esa noche como una gema oscura que la literatura detuvo para siempre en un párrafo que lastima. El poderío encrespaba la figura del padre en la cálida noche de Combray; por decreto, él clavaba su mirada autoritaria en el no menos cálido rito cotidiano; prohibía el beso de la madre al hijo antes de dormir. Beso no sólo beso, también pasaporte, aval, salvoconducto, vuelo de noche más allá del letargo. Supuran las imágenes absorbidas y sedimentadas como un limo viscoso: la noche se detuvo brusca al pie de la escalera. A contra voluntad suben las piernas: “Y tuve que marcharme sin viático, tuve que subir cada escalón llevando la contra a mi corazón, ir subiendo contra mi corazón, que quería volverse con mi madre”, el párrafo leído y el fuerte olor a barniz del pasamanos fijaron su congoja/mi congoja bajo la dulzona forma olfativa. Prendió en la memoria del niño el olor como una clepsidra amarga que mediría el lento goteo del tiempo lejos de la piel tibia, del roce fragante de las manos pequeñas de su madre. Da vueltas en la cama; llora la carencia, reprime el grito. Hunde la cara en un almohadón donde también se bordaron las iniciales M. P. Indaga señales en la sombra fantástica que la lámpara proyecta sobre la pared. Esa noche Marcel debió soñar ―si pudo olvidar el frío en la piel y dormir y contrarrestar así el acre sabor del insomnio― con un mar fétido de peces asfixiados. Lo contrario de la hierba húmeda que en otras condiciones hubiera verdecido la materia volátil de esos mismos sueños.
Se estiran táctiles las horas en este lugar que no es mi lugar, a pesar del silencio los segundos ensordecen. Igual que entre las cuatro paredes de mi dormitorio. Las imágenes se encastran unas a otras como piezas de dominó.
Es preciso encender las lámparas, remover la escena. Entro en acción, vacío el bolso, me lavo los dientes, me desvisto. Advierto un cruel engrosamiento de mi figura. No hay dulce que rellene la vigilia interminable. Por si acaso en mi bolso hay chocolate en barra y almendras tostadas. Me protejo del hambre, con el estómago vacío no se piensa. Se sufre. Apago otra vez, sí, pero no cierro las cortinas. La oscuridad absoluta crea monstruos.
Tanto como le temo al vacío en el estómago, le temo a quedar pegado a la desesperación de Marcel, a no dormir una noche más por culpa de ese pasaje inagotable de su infancia. Lo abandono entonces en el escalón previo al sueño de su noche más triste; y sólo entonces, desanclado de él, me repliego. Como el molusco en el interior de la valva pienso intensamente en mí, en este hotel de lujo donde quiero dormir pero tengo los ojos desencajados y lúcidos y se cuelan cilíndricos los haces verdes y azules del neón sobre el acolchado.
Enfrento mi doble deseo de oscuridad y de luz. Soy vulnerable y en tanto desmenuzo esta dualidad, me asalta la segunda baba implacable: la imagen dibuja a mi madre entregada al tejido, la mirada de la aguja al ovillo y del ovillo a la aguja, desvelada por el punto bien logrado y la elasticidad correcta, la calidad de la lana y la novedad en el dibujo. Tejía pulóveres y gorros gruesos. Le gustaba vestirme. A la hora de dormir yo entornaba la puerta y oía conversar. Que los “grandes” no cortaran el hilo familiar de las palabras quería decir que el mundo seguía en pie y que yo estaba vivo. ¿Recibía besos de mi madre?, ¿hasta qué profundidad vale excavar? Se enlaza firme su figura con aquella otra del beso ausente en la noche de Combray y con el haz verdeazul que a ritmo regular entra por la ventana, me toca la pierna, despierta las formas ocultas del cuarto y se va y otra vez el vacío. Mi madre era como ese haz, se acercaba, me dejaba sentir el calor de su mano y después se alejaba y se concentraba en el tejido o la costura. Imagino: los puntos que entrelazaba eran su escritura secreta.
Lo incontenible de la opresión y el ahogo como una amenaza que me sube al pecho a la altura del esternón: ésa es ahora la novedad. Me digo que si el niño que en mis noches de insomnio se cubre hasta el cuello con la sábana de hilo que destacan las iniciales M. P. no hubiera cargado con la genética de una sensibilidad obsesiva, tal vez nunca hubiera ligado el olor del barniz a la tristeza y se hubiera hecho fuerte y tomado un ejemplar de Las mil y una noches y leído hasta pulverizarse los ojos para no pensar en la dulzura de la muerte y apartarla, como con larga paciencia y cultivo del arte de fingir, lo hizo Scherezade. Pero él, provisto de tal carga, sintió el puntazo del dolor. Y la sangre en la herida y llevarla siempre abierta, a la herida, un surtidor de rosas de sangre que hasta el agotamiento lo llevarían a rastrear la silueta de su infancia, el impulso de recuperar los recovecos de esa geografía polvorienta y en ella los besos, los de las noches que no fueron esa noche larga y negra, y así cicatrizar la herida.
Y he aquí otro nudo donde las lanas, las babas se funden en el dibujo de un punto nuevo: la sensación de ausencia a medias, de aquello que percibo como imprescindible pero que nunca estuvo o que estuvo a medias y que por alguna razón debo reponer en algún sitio; la ausencia, que cada día me empuja al papel blanco (a la pantalla) como forma del vacío a rellenar, ése que me arranca de la cama a las cuatro de la madrugada para mirar por la ventana y probar que todo permanece allá afuera y captar los matices los colores la inclinación de la luz el giro del viento la cadencia de la lluvia si la hay y cada detalle sonido y olor, porque así, confirmando ciertas permanencias monolíticas en mi vida ―como aquella monocordia de la conversación nocturna―, sé que apoyo sobre seguro, casi como si pisara tierra y no el piso sustituto de la propiedad horizontal donde vivo. Cada gota de insomnio confirma mi deseo de sentir que nada desaparece porque no esté yo allí para dar prueba visual de su existencia; como querer atrapar la mirada de mi madre. Porque pienso hasta el último borde este pensamiento, no duermo mientras el rayo cambiante de luz me toca la pierna y nos tiñe de cilindros verdes y azules, a la sábana y a mí.
Hora de cerrar las cortinas. Amanece una luz blanca que debilita el neón.
Nunca voy a escribir siete tomos como escribió cuando vertiginoso se alejaba de la infancia ese otro solitario que en mi duermevela hunde la cara en el almohadón de hilo crudo que lleva bordadas las iniciales M P. Siete, ocho, mil tomos de papel fino donde re-crear la figura escurridiza de mi madre no bastarían.
La oscuridad me borra en su abrazo. La luz vigía revela un tenue camino rosado al baño. Retiro del estuche los protectores. Antes de clausurar ojos y oídos, preparo un vaso de agua y el ansiolítico en la mesa de luz.
Me tranquilizan todos estos placebos al alcance. A ver si puedo dormir.
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Texto completo:
Un cuento de "Colección de arena" (colección Narrativas Contemporáneas, Editorial Fundación Ross, Rosario, 2013):
Quiet Zone
Medianoche. Hasta las manos hundido en mi
negra vigilia, había recorrido sin sentirlas las quince cuadras sudorosas entre
mi casa y el Royal Regency. Empujé la puerta giratoria, entré al lobby. Vi
mi figura copiarse en el gran espejo ahumado detrás de unos racimos de cañas de
bambú, una estatua viva en la espesura de la alfombra azul con arabescos. De mi
hombro colgaba la correa del bolso donde cabe ropa para una sola noche y alguna
que otra chuchería indispensable.
Había leído que el Royal inauguraba una Quiet
Zone dentro del mismo hotel, flamante área de
silencio equipada para el descanso completo. El anuncio desbordó mi ansiedad
natural, casi podía estrujarla en la palma de mi mano transpirada. Era un
regalo del cielo, y a pesar de que los regalos del cielo a veces vienen mal
embalados, harto de consumir hipnóticos, decidí probar. ¿Qué podía perder? No
obstante y por si acaso, en el bolsillito con cierre relámpago del neceser
guardé un blíster del ansiolítico de turno, sin la droga a mano soy un ciego
sin bastón.
Con la llave me entregaron un disco compacto
de música new age,
instrucciones para ejercicios de relajación y un estuche de pana azul con
protectores auditivos, máscara para dormir y un aerosol que prometía sembrar a
mi alrededor un campo de lavandas. Además de amplia, decorada en tonos neutros,
alfombrada y entelada, la habitación 379 proveía cortinas blackout, de
un lado plásticas que impedían el paso de la luz, y del otro estampadas.
Semiabiertas, filtraban una luz verde, la del cartel de neón en la vereda de
enfrente.
El ambiente era perfecto: ni pasos, ni
corridas afelpadas, ni duchas sonoras en los cuartos vecinos, ni cuchicheos;
nada alteraba la impecable calidad del silencio.
A propósito no encendí las lámparas. Mi apego
al insomnio alcanzaba el bizarro límite de aceptar el exilio a oscuras en esta
isla distante de cuantas esquinas conozco en la ciudad turbulenta. Mar calmo,
buen contraste para mi tormenta interior. Caí de bruces en la cama; en la
quietud silenciosa yo rastreaba, desesperaba una paz interior difícil de
alcanzar.
A pesar
de mis recaudos preciosistas para acceder como por un carril aceitado a la
bendición del sueño durante por lo menos unas diez horas sin escalas, no pude
espantar cierto zumbido pegajoso que, confieso, hace tiempo no me deja en paz;
el más odioso obstáculo a mis planes ad hoc. ¿Podré alguna vez librarme de la
carga de mis obsesiones? Pregunta inútil; adonde voy, ellas vienen conmigo.
El
zumbido se acompaña de una imagen a color, se tensan mis sienes hasta la
tortura ajustada la cuerda invisible entre ambos lados de la cabeza. Labradas
en mi piel como ideogramas de la pena, imagen y palabra dicen que las sábanas
de lino crudo dibujan en hilos de seda las iniciales M.P. y que el niño se
cubre hasta el cuello pero igual no duerme y la cama de hierro es una tumba y
el largo camisón blanco un sudario.
Es probable que replicar una y mil veces la visión de estas imágenes resulte
redundante y pernicioso, pero parece inevitable que también yo, como el
cántaro, vuelva a la fuente; advierto una áspera terquedad en el giro diario de
mis pensamientos. Más que apagarlo, lo avivan al fuego.
El
espacio circundante se carga de historias tóxicas que interfieren el sueño y en
vez de apartarlas, las atraigo. Sostengo hasta la exasperación el vaivén de esa
noche como una gema oscura que la literatura detuvo para siempre en un párrafo
que lastima. El poderío encrespaba la figura del padre en la cálida noche de
Combray; por decreto, él clavaba su mirada autoritaria en el no menos cálido
rito cotidiano; prohibía el beso de la madre al hijo antes de dormir. Beso no
sólo beso, también pasaporte, aval, salvoconducto, vuelo de noche más allá del
letargo. Supuran las imágenes absorbidas y sedimentadas como un limo viscoso:
la noche se detuvo brusca al pie de la escalera. A contra voluntad suben las
piernas: “Y tuve que marcharme sin viático, tuve que subir cada escalón
llevando la contra a mi corazón, ir subiendo contra mi corazón, que quería
volverse con mi madre”, el párrafo leído y el fuerte olor a barniz del
pasamanos fijaron su congoja/mi congoja bajo la dulzona forma olfativa. Prendió
en la memoria del niño el olor como una clepsidra amarga que mediría el lento
goteo del tiempo lejos de la piel tibia, del roce fragante de las manos
pequeñas de su madre. Da vueltas en la cama; llora la carencia, reprime el
grito. Hunde la cara en un almohadón donde también se bordaron las iniciales M.
P. Indaga señales en la sombra fantástica que la lámpara proyecta sobre la
pared. Esa noche Marcel debió soñar ―si pudo olvidar el frío en la piel y
dormir y contrarrestar así el acre sabor del insomnio― con un mar fétido de peces
asfixiados. Lo contrario de la hierba húmeda que en otras condiciones hubiera
verdecido la materia volátil de esos mismos sueños.
Se estiran táctiles las horas en este lugar que no
es mi lugar, a pesar del silencio los segundos ensordecen. Igual que entre las
cuatro paredes de mi dormitorio. Las imágenes se encastran unas a otras como
piezas de dominó.
Es preciso encender las lámparas, remover la escena.
Entro en acción, vacío el bolso, me lavo los dientes, me desvisto. Advierto un
cruel engrosamiento de mi figura. No hay dulce que rellene la vigilia
interminable. Por si acaso en mi bolso hay chocolate en barra y almendras
tostadas. Me protejo del hambre, con el estómago vacío no se piensa. Se sufre.
Apago otra vez, sí, pero no cierro las cortinas. La oscuridad absoluta crea monstruos.
Tanto como le
temo al vacío en el estómago, le temo a quedar pegado a la desesperación de
Marcel, a no dormir una noche más por culpa de ese pasaje inagotable de su
infancia. Lo abandono entonces en el escalón previo al sueño de su noche más
triste; y sólo entonces, desanclado de él, me repliego. Como el molusco en el
interior de la valva pienso intensamente en mí, en este hotel de lujo donde
quiero dormir pero tengo los ojos desencajados y lúcidos y se cuelan cilíndricos
los haces verdes y azules del neón sobre el acolchado.
Enfrento
mi doble deseo de oscuridad y de luz. Soy vulnerable y en tanto desmenuzo esta
dualidad, me asalta la segunda baba implacable: la imagen dibuja a mi madre
entregada al tejido, la mirada de la aguja al ovillo y del ovillo a la aguja,
desvelada por el punto bien logrado y la elasticidad correcta, la calidad de la
lana y la novedad en el dibujo. Tejía pulóveres y gorros gruesos. Le gustaba
vestirme. A la hora de dormir yo entornaba la puerta y oía conversar. Que los
“grandes” no cortaran el hilo familiar de las palabras quería decir que el
mundo seguía en pie y que yo estaba vivo. ¿Recibía besos de mi madre?, ¿hasta
qué profundidad vale excavar? Se enlaza firme su figura con aquella otra del beso
ausente en la noche de Combray y con el haz verdeazul que a ritmo regular entra
por la ventana, me toca la pierna, despierta las formas ocultas del cuarto y se
va y otra vez el vacío. Mi madre era como ese haz, se acercaba, me dejaba
sentir el calor de su mano y después se alejaba y se concentraba en el tejido o
la costura. Imagino: los puntos que entrelazaba eran su escritura secreta.
Lo incontenible de la opresión y el ahogo como una
amenaza que me sube al pecho a la altura del esternón: ésa es ahora la novedad.
Me digo que si el niño que en mis noches de insomnio se cubre hasta el cuello
con la sábana de hilo que destacan las iniciales M. P. no hubiera cargado con
la genética de una sensibilidad obsesiva, tal vez nunca hubiera ligado el olor
del barniz a la tristeza y se hubiera hecho fuerte y tomado un ejemplar de Las mil y una noches y leído hasta
pulverizarse los ojos para no pensar en la dulzura de la muerte y apartarla,
como con larga paciencia y cultivo del arte de fingir, lo hizo Scherezade. Pero
él, provisto de tal carga, sintió el puntazo del dolor. Y la sangre en la
herida y llevarla siempre abierta, a la herida, un surtidor de rosas de sangre
que hasta el agotamiento lo llevarían a rastrear la silueta de su infancia, el
impulso de recuperar los recovecos de esa geografía polvorienta y en ella los
besos, los de las noches que no fueron esa noche larga y negra, y así
cicatrizar la herida.
Y he
aquí otro nudo donde las lanas, las babas se funden en el dibujo de un punto
nuevo: la sensación de ausencia a medias, de aquello que percibo como
imprescindible pero que nunca estuvo o que estuvo a medias y que por alguna
razón debo reponer en algún sitio; la ausencia, que cada día me empuja al papel
blanco (a la pantalla) como forma del vacío a rellenar, ése que me arranca de
la cama a las cuatro de la madrugada para mirar por la ventana y probar que
todo permanece allá afuera y captar los matices los colores la inclinación de
la luz el giro del viento la cadencia de la lluvia si la hay y cada detalle sonido
y olor, porque así, confirmando ciertas permanencias monolíticas en mi vida
―como aquella monocordia de la conversación nocturna―, sé que apoyo sobre
seguro, casi como si pisara tierra y no el piso sustituto de la propiedad
horizontal donde vivo. Cada gota de insomnio confirma mi deseo de sentir que
nada desaparece porque no esté yo allí para dar prueba visual de su existencia;
como querer atrapar la mirada de mi madre. Porque pienso hasta el último borde
este pensamiento, no duermo mientras el rayo cambiante de luz me toca la pierna
y nos tiñe de cilindros verdes y azules, a la sábana y a mí.
Hora
de cerrar las cortinas. Amanece una luz blanca que debilita el neón.
Nunca
voy a escribir siete tomos como escribió cuando vertiginoso se alejaba de la
infancia ese otro solitario que en mi duermevela hunde la cara en el almohadón
de hilo crudo que lleva bordadas las iniciales M P. Siete, ocho, mil tomos de
papel fino donde re-crear la figura escurridiza de mi madre no bastarían.
La
oscuridad me borra en su abrazo. La luz vigía revela un tenue camino rosado al
baño. Retiro del estuche los protectores. Antes de clausurar ojos y oídos,
preparo un vaso de agua y el ansiolítico en la mesa de luz.
Me
tranquilizan todos estos placebos al alcance. A ver si puedo dormir.
© Marta Ortiz
Medianoche.
Hasta las manos hundido en mi negra vigilia, había recorrido sin
sentirlas las quince cuadras sudorosas entre mi casa y el Royal Regency. Empujé
la puerta giratoria, entré al lobby. Vi mi figura copiarse en el gran
espejo ahumado detrás de unos racimos de cañas de bambú, una estatua
viva en la espesura de la alfombra azul con arabescos. De mi hombro
colgaba la correa del bolso donde cabe ropa para una sola noche y alguna
que otra chuchería indispensable.
Había leído que el Royal inauguraba una Quiet Zone dentro del mismo hotel, flamante área de silencio equipada para el descanso completo. El anuncio desbordó mi ansiedad natural, casi podía estrujarla en la palma de mi mano transpirada. Era un regalo del cielo, y a pesar de que los regalos del cielo a veces vienen mal embalados, harto de consumir hipnóticos, decidí probar. ¿Qué podía perder? No obstante y por si acaso, en el bolsillito con cierre relámpago del neceser guardé un blíster del ansiolítico de turno, sin la droga a mano soy un ciego sin bastón.
Con la llave me entregaron un disco compacto de música new age, instrucciones para ejercicios de relajación y un estuche de pana azul con protectores auditivos, máscara para dormir y un aerosol que prometía sembrar a mi alrededor un campo de lavandas. Además de amplia, decorada en tonos neutros, alfombrada y entelada, la habitación 379 proveía cortinas blackout, de un lado plásticas que impedían el paso de la luz, y del otro estampadas. Semiabiertas, filtraban una luz verde, la del cartel de neón en la vereda de enfrente.
El ambiente era perfecto: ni pasos, ni corridas afelpadas, ni duchas sonoras en los cuartos vecinos, ni cuchicheos; nada alteraba la impecable calidad del silencio.
A propósito no encendí las lámparas. Mi apego al insomnio alcanzaba el bizarro límite de aceptar el exilio a oscuras en esta isla distante de cuantas esquinas conozco en la ciudad turbulenta. Mar calmo, buen contraste para mi tormenta interior. Caí de bruces en la cama; en la quietud silenciosa yo rastreaba, desesperaba una paz interior difícil de alcanzar.
A pesar de mis recaudos preciosistas para acceder como por un carril aceitado a la bendición del sueño durante por lo menos unas diez horas sin escalas, no pude espantar cierto zumbido pegajoso que, confieso, hace tiempo no me deja en paz; el más odioso obstáculo a mis planes ad hoc. ¿Podré alguna vez librarme de la carga de mis obsesiones? Pregunta inútil; adonde voy, ellas vienen conmigo.
El zumbido se acompaña de una imagen a color, se tensan mis sienes hasta la tortura ajustada la cuerda invisible entre ambos lados de la cabeza. Labradas en mi piel como ideogramas de la pena, imagen y palabra dicen que las sábanas de lino crudo dibujan en hilos de seda las iniciales M.P. y que el niño se cubre hasta el cuello pero igual no duerme y la cama de hierro es una tumba y el largo camisón blanco un sudario. Es probable que replicar una y mil veces la visión de estas imágenes resulte redundante y pernicioso, pero parece inevitable que también yo, como el cántaro, vuelva a la fuente; advierto una áspera terquedad en el giro diario de mis pensamientos. Más que apagarlo, lo avivan al fuego.
El espacio circundante se carga de historias tóxicas que interfieren el sueño y en vez de apartarlas, las atraigo. Sostengo hasta la exasperación el vaivén de esa noche como una gema oscura que la literatura detuvo para siempre en un párrafo que lastima. El poderío encrespaba la figura del padre en la cálida noche de Combray; por decreto, él clavaba su mirada autoritaria en el no menos cálido rito cotidiano; prohibía el beso de la madre al hijo antes de dormir. Beso no sólo beso, también pasaporte, aval, salvoconducto, vuelo de noche más allá del letargo. Supuran las imágenes absorbidas y sedimentadas como un limo viscoso: la noche se detuvo brusca al pie de la escalera. A contra voluntad suben las piernas: “Y tuve que marcharme sin viático, tuve que subir cada escalón llevando la contra a mi corazón, ir subiendo contra mi corazón, que quería volverse con mi madre”, el párrafo leído y el fuerte olor a barniz del pasamanos fijaron su congoja/mi congoja bajo la dulzona forma olfativa. Prendió en la memoria del niño el olor como una clepsidra amarga que mediría el lento goteo del tiempo lejos de la piel tibia, del roce fragante de las manos pequeñas de su madre. Da vueltas en la cama; llora la carencia, reprime el grito. Hunde la cara en un almohadón donde también se bordaron las iniciales M. P. Indaga señales en la sombra fantástica que la lámpara proyecta sobre la pared. Esa noche Marcel debió soñar ―si pudo olvidar el frío en la piel y dormir y contrarrestar así el acre sabor del insomnio― con un mar fétido de peces asfixiados. Lo contrario de la hierba húmeda que en otras condiciones hubiera verdecido la materia volátil de esos mismos sueños.
Se estiran táctiles las horas en este lugar que no es mi lugar, a pesar del silencio los segundos ensordecen. Igual que entre las cuatro paredes de mi dormitorio. Las imágenes se encastran unas a otras como piezas de dominó.
Es preciso encender las lámparas, remover la escena. Entro en acción, vacío el bolso, me lavo los dientes, me desvisto. Advierto un cruel engrosamiento de mi figura. No hay dulce que rellene la vigilia interminable. Por si acaso en mi bolso hay chocolate en barra y almendras tostadas. Me protejo del hambre, con el estómago vacío no se piensa. Se sufre. Apago otra vez, sí, pero no cierro las cortinas. La oscuridad absoluta crea monstruos.
Tanto como le temo al vacío en el estómago, le temo a quedar pegado a la desesperación de Marcel, a no dormir una noche más por culpa de ese pasaje inagotable de su infancia. Lo abandono entonces en el escalón previo al sueño de su noche más triste; y sólo entonces, desanclado de él, me repliego. Como el molusco en el interior de la valva pienso intensamente en mí, en este hotel de lujo donde quiero dormir pero tengo los ojos desencajados y lúcidos y se cuelan cilíndricos los haces verdes y azules del neón sobre el acolchado.
Enfrento mi doble deseo de oscuridad y de luz. Soy vulnerable y en tanto desmenuzo esta dualidad, me asalta la segunda baba implacable: la imagen dibuja a mi madre entregada al tejido, la mirada de la aguja al ovillo y del ovillo a la aguja, desvelada por el punto bien logrado y la elasticidad correcta, la calidad de la lana y la novedad en el dibujo. Tejía pulóveres y gorros gruesos. Le gustaba vestirme. A la hora de dormir yo entornaba la puerta y oía conversar. Que los “grandes” no cortaran el hilo familiar de las palabras quería decir que el mundo seguía en pie y que yo estaba vivo. ¿Recibía besos de mi madre?, ¿hasta qué profundidad vale excavar? Se enlaza firme su figura con aquella otra del beso ausente en la noche de Combray y con el haz verdeazul que a ritmo regular entra por la ventana, me toca la pierna, despierta las formas ocultas del cuarto y se va y otra vez el vacío. Mi madre era como ese haz, se acercaba, me dejaba sentir el calor de su mano y después se alejaba y se concentraba en el tejido o la costura. Imagino: los puntos que entrelazaba eran su escritura secreta.
Lo incontenible de la opresión y el ahogo como una amenaza que me sube al pecho a la altura del esternón: ésa es ahora la novedad. Me digo que si el niño que en mis noches de insomnio se cubre hasta el cuello con la sábana de hilo que destacan las iniciales M. P. no hubiera cargado con la genética de una sensibilidad obsesiva, tal vez nunca hubiera ligado el olor del barniz a la tristeza y se hubiera hecho fuerte y tomado un ejemplar de Las mil y una noches y leído hasta pulverizarse los ojos para no pensar en la dulzura de la muerte y apartarla, como con larga paciencia y cultivo del arte de fingir, lo hizo Scherezade. Pero él, provisto de tal carga, sintió el puntazo del dolor. Y la sangre en la herida y llevarla siempre abierta, a la herida, un surtidor de rosas de sangre que hasta el agotamiento lo llevarían a rastrear la silueta de su infancia, el impulso de recuperar los recovecos de esa geografía polvorienta y en ella los besos, los de las noches que no fueron esa noche larga y negra, y así cicatrizar la herida.
Y he aquí otro nudo donde las lanas, las babas se funden en el dibujo de un punto nuevo: la sensación de ausencia a medias, de aquello que percibo como imprescindible pero que nunca estuvo o que estuvo a medias y que por alguna razón debo reponer en algún sitio; la ausencia, que cada día me empuja al papel blanco (a la pantalla) como forma del vacío a rellenar, ése que me arranca de la cama a las cuatro de la madrugada para mirar por la ventana y probar que todo permanece allá afuera y captar los matices los colores la inclinación de la luz el giro del viento la cadencia de la lluvia si la hay y cada detalle sonido y olor, porque así, confirmando ciertas permanencias monolíticas en mi vida ―como aquella monocordia de la conversación nocturna―, sé que apoyo sobre seguro, casi como si pisara tierra y no el piso sustituto de la propiedad horizontal donde vivo. Cada gota de insomnio confirma mi deseo de sentir que nada desaparece porque no esté yo allí para dar prueba visual de su existencia; como querer atrapar la mirada de mi madre. Porque pienso hasta el último borde este pensamiento, no duermo mientras el rayo cambiante de luz me toca la pierna y nos tiñe de cilindros verdes y azules, a la sábana y a mí.
Hora de cerrar las cortinas. Amanece una luz blanca que debilita el neón.
Nunca voy a escribir siete tomos como escribió cuando vertiginoso se alejaba de la infancia ese otro solitario que en mi duermevela hunde la cara en el almohadón de hilo crudo que lleva bordadas las iniciales M P. Siete, ocho, mil tomos de papel fino donde re-crear la figura escurridiza de mi madre no bastarían.
La oscuridad me borra en su abrazo. La luz vigía revela un tenue camino rosado al baño. Retiro del estuche los protectores. Antes de clausurar ojos y oídos, preparo un vaso de agua y el ansiolítico en la mesa de luz.
Me tranquilizan todos estos placebos al alcance. A ver si puedo dormir.
- See more at: http://www.letracosmos.com.ar/?p=9683#sthash.Yh9U88l6.NyyqUX9s.dpuf
Había leído que el Royal inauguraba una Quiet Zone dentro del mismo hotel, flamante área de silencio equipada para el descanso completo. El anuncio desbordó mi ansiedad natural, casi podía estrujarla en la palma de mi mano transpirada. Era un regalo del cielo, y a pesar de que los regalos del cielo a veces vienen mal embalados, harto de consumir hipnóticos, decidí probar. ¿Qué podía perder? No obstante y por si acaso, en el bolsillito con cierre relámpago del neceser guardé un blíster del ansiolítico de turno, sin la droga a mano soy un ciego sin bastón.
Con la llave me entregaron un disco compacto de música new age, instrucciones para ejercicios de relajación y un estuche de pana azul con protectores auditivos, máscara para dormir y un aerosol que prometía sembrar a mi alrededor un campo de lavandas. Además de amplia, decorada en tonos neutros, alfombrada y entelada, la habitación 379 proveía cortinas blackout, de un lado plásticas que impedían el paso de la luz, y del otro estampadas. Semiabiertas, filtraban una luz verde, la del cartel de neón en la vereda de enfrente.
El ambiente era perfecto: ni pasos, ni corridas afelpadas, ni duchas sonoras en los cuartos vecinos, ni cuchicheos; nada alteraba la impecable calidad del silencio.
A propósito no encendí las lámparas. Mi apego al insomnio alcanzaba el bizarro límite de aceptar el exilio a oscuras en esta isla distante de cuantas esquinas conozco en la ciudad turbulenta. Mar calmo, buen contraste para mi tormenta interior. Caí de bruces en la cama; en la quietud silenciosa yo rastreaba, desesperaba una paz interior difícil de alcanzar.
A pesar de mis recaudos preciosistas para acceder como por un carril aceitado a la bendición del sueño durante por lo menos unas diez horas sin escalas, no pude espantar cierto zumbido pegajoso que, confieso, hace tiempo no me deja en paz; el más odioso obstáculo a mis planes ad hoc. ¿Podré alguna vez librarme de la carga de mis obsesiones? Pregunta inútil; adonde voy, ellas vienen conmigo.
El zumbido se acompaña de una imagen a color, se tensan mis sienes hasta la tortura ajustada la cuerda invisible entre ambos lados de la cabeza. Labradas en mi piel como ideogramas de la pena, imagen y palabra dicen que las sábanas de lino crudo dibujan en hilos de seda las iniciales M.P. y que el niño se cubre hasta el cuello pero igual no duerme y la cama de hierro es una tumba y el largo camisón blanco un sudario. Es probable que replicar una y mil veces la visión de estas imágenes resulte redundante y pernicioso, pero parece inevitable que también yo, como el cántaro, vuelva a la fuente; advierto una áspera terquedad en el giro diario de mis pensamientos. Más que apagarlo, lo avivan al fuego.
El espacio circundante se carga de historias tóxicas que interfieren el sueño y en vez de apartarlas, las atraigo. Sostengo hasta la exasperación el vaivén de esa noche como una gema oscura que la literatura detuvo para siempre en un párrafo que lastima. El poderío encrespaba la figura del padre en la cálida noche de Combray; por decreto, él clavaba su mirada autoritaria en el no menos cálido rito cotidiano; prohibía el beso de la madre al hijo antes de dormir. Beso no sólo beso, también pasaporte, aval, salvoconducto, vuelo de noche más allá del letargo. Supuran las imágenes absorbidas y sedimentadas como un limo viscoso: la noche se detuvo brusca al pie de la escalera. A contra voluntad suben las piernas: “Y tuve que marcharme sin viático, tuve que subir cada escalón llevando la contra a mi corazón, ir subiendo contra mi corazón, que quería volverse con mi madre”, el párrafo leído y el fuerte olor a barniz del pasamanos fijaron su congoja/mi congoja bajo la dulzona forma olfativa. Prendió en la memoria del niño el olor como una clepsidra amarga que mediría el lento goteo del tiempo lejos de la piel tibia, del roce fragante de las manos pequeñas de su madre. Da vueltas en la cama; llora la carencia, reprime el grito. Hunde la cara en un almohadón donde también se bordaron las iniciales M. P. Indaga señales en la sombra fantástica que la lámpara proyecta sobre la pared. Esa noche Marcel debió soñar ―si pudo olvidar el frío en la piel y dormir y contrarrestar así el acre sabor del insomnio― con un mar fétido de peces asfixiados. Lo contrario de la hierba húmeda que en otras condiciones hubiera verdecido la materia volátil de esos mismos sueños.
Se estiran táctiles las horas en este lugar que no es mi lugar, a pesar del silencio los segundos ensordecen. Igual que entre las cuatro paredes de mi dormitorio. Las imágenes se encastran unas a otras como piezas de dominó.
Es preciso encender las lámparas, remover la escena. Entro en acción, vacío el bolso, me lavo los dientes, me desvisto. Advierto un cruel engrosamiento de mi figura. No hay dulce que rellene la vigilia interminable. Por si acaso en mi bolso hay chocolate en barra y almendras tostadas. Me protejo del hambre, con el estómago vacío no se piensa. Se sufre. Apago otra vez, sí, pero no cierro las cortinas. La oscuridad absoluta crea monstruos.
Tanto como le temo al vacío en el estómago, le temo a quedar pegado a la desesperación de Marcel, a no dormir una noche más por culpa de ese pasaje inagotable de su infancia. Lo abandono entonces en el escalón previo al sueño de su noche más triste; y sólo entonces, desanclado de él, me repliego. Como el molusco en el interior de la valva pienso intensamente en mí, en este hotel de lujo donde quiero dormir pero tengo los ojos desencajados y lúcidos y se cuelan cilíndricos los haces verdes y azules del neón sobre el acolchado.
Enfrento mi doble deseo de oscuridad y de luz. Soy vulnerable y en tanto desmenuzo esta dualidad, me asalta la segunda baba implacable: la imagen dibuja a mi madre entregada al tejido, la mirada de la aguja al ovillo y del ovillo a la aguja, desvelada por el punto bien logrado y la elasticidad correcta, la calidad de la lana y la novedad en el dibujo. Tejía pulóveres y gorros gruesos. Le gustaba vestirme. A la hora de dormir yo entornaba la puerta y oía conversar. Que los “grandes” no cortaran el hilo familiar de las palabras quería decir que el mundo seguía en pie y que yo estaba vivo. ¿Recibía besos de mi madre?, ¿hasta qué profundidad vale excavar? Se enlaza firme su figura con aquella otra del beso ausente en la noche de Combray y con el haz verdeazul que a ritmo regular entra por la ventana, me toca la pierna, despierta las formas ocultas del cuarto y se va y otra vez el vacío. Mi madre era como ese haz, se acercaba, me dejaba sentir el calor de su mano y después se alejaba y se concentraba en el tejido o la costura. Imagino: los puntos que entrelazaba eran su escritura secreta.
Lo incontenible de la opresión y el ahogo como una amenaza que me sube al pecho a la altura del esternón: ésa es ahora la novedad. Me digo que si el niño que en mis noches de insomnio se cubre hasta el cuello con la sábana de hilo que destacan las iniciales M. P. no hubiera cargado con la genética de una sensibilidad obsesiva, tal vez nunca hubiera ligado el olor del barniz a la tristeza y se hubiera hecho fuerte y tomado un ejemplar de Las mil y una noches y leído hasta pulverizarse los ojos para no pensar en la dulzura de la muerte y apartarla, como con larga paciencia y cultivo del arte de fingir, lo hizo Scherezade. Pero él, provisto de tal carga, sintió el puntazo del dolor. Y la sangre en la herida y llevarla siempre abierta, a la herida, un surtidor de rosas de sangre que hasta el agotamiento lo llevarían a rastrear la silueta de su infancia, el impulso de recuperar los recovecos de esa geografía polvorienta y en ella los besos, los de las noches que no fueron esa noche larga y negra, y así cicatrizar la herida.
Y he aquí otro nudo donde las lanas, las babas se funden en el dibujo de un punto nuevo: la sensación de ausencia a medias, de aquello que percibo como imprescindible pero que nunca estuvo o que estuvo a medias y que por alguna razón debo reponer en algún sitio; la ausencia, que cada día me empuja al papel blanco (a la pantalla) como forma del vacío a rellenar, ése que me arranca de la cama a las cuatro de la madrugada para mirar por la ventana y probar que todo permanece allá afuera y captar los matices los colores la inclinación de la luz el giro del viento la cadencia de la lluvia si la hay y cada detalle sonido y olor, porque así, confirmando ciertas permanencias monolíticas en mi vida ―como aquella monocordia de la conversación nocturna―, sé que apoyo sobre seguro, casi como si pisara tierra y no el piso sustituto de la propiedad horizontal donde vivo. Cada gota de insomnio confirma mi deseo de sentir que nada desaparece porque no esté yo allí para dar prueba visual de su existencia; como querer atrapar la mirada de mi madre. Porque pienso hasta el último borde este pensamiento, no duermo mientras el rayo cambiante de luz me toca la pierna y nos tiñe de cilindros verdes y azules, a la sábana y a mí.
Hora de cerrar las cortinas. Amanece una luz blanca que debilita el neón.
Nunca voy a escribir siete tomos como escribió cuando vertiginoso se alejaba de la infancia ese otro solitario que en mi duermevela hunde la cara en el almohadón de hilo crudo que lleva bordadas las iniciales M P. Siete, ocho, mil tomos de papel fino donde re-crear la figura escurridiza de mi madre no bastarían.
La oscuridad me borra en su abrazo. La luz vigía revela un tenue camino rosado al baño. Retiro del estuche los protectores. Antes de clausurar ojos y oídos, preparo un vaso de agua y el ansiolítico en la mesa de luz.
Me tranquilizan todos estos placebos al alcance. A ver si puedo dormir.
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Medianoche. Hasta las manos hundido en mi negra vigilia, había recorrido sin sentirlas las quince cuadras sudorosas entre mi casa y el Royal Regency. Empujé la puerta giratoria, entré al lobby. Vi mi figura copiarse en el gran espejo ahumado detrás de unos racimos de cañas de bambú, una estatua viva en la espesura de la alfombra azul con arabescos. De mi hombro colgaba la correa del bolso donde cabe ropa para una sola noche y alguna que otra chuchería indispensable.
Había leído que el Royal inauguraba una Quiet Zone dentro del mismo hotel, flamante área de silencio equipada para el descanso completo. El anuncio desbordó mi ansiedad natural, casi podía estrujarla en la palma de mi mano transpirada. Era un regalo del cielo, y a pesar de que los regalos del cielo a veces vienen mal embalados, harto de consumir hipnóticos, decidí probar. ¿Qué podía perder? No obstante y por si acaso, en el bolsillito con cierre relámpago del neceser guardé un blíster del ansiolítico de turno, sin la droga a mano soy un ciego sin bastón.
Con la llave me entregaron un disco compacto de música new age, instrucciones para ejercicios de relajación y un estuche de pana azul con protectores auditivos, máscara para dormir y un aerosol que prometía sembrar a mi alrededor un campo de lavandas. Además de amplia, decorada en tonos neutros, alfombrada y entelada, la habitación 379 proveía cortinas blackout, de un lado plásticas que impedían el paso de la luz, y del otro estampadas. Semiabiertas, filtraban una luz verde, la del cartel de neón en la vereda de enfrente.
El ambiente era perfecto: ni pasos, ni corridas afelpadas, ni duchas sonoras en los cuartos vecinos, ni cuchicheos; nada alteraba la impecable calidad del silencio.
A propósito no encendí las lámparas. Mi apego al insomnio alcanzaba el bizarro límite de aceptar el exilio a oscuras en esta isla distante de cuantas esquinas conozco en la ciudad turbulenta. Mar calmo, buen contraste para mi tormenta interior. Caí de bruces en la cama; en la quietud silenciosa yo rastreaba, desesperaba una paz interior difícil de alcanzar.
A pesar de mis recaudos preciosistas para acceder como por un carril aceitado a la bendición del sueño durante por lo menos unas diez horas sin escalas, no pude espantar cierto zumbido pegajoso que, confieso, hace tiempo no me deja en paz; el más odioso obstáculo a mis planes ad hoc. ¿Podré alguna vez librarme de la carga de mis obsesiones? Pregunta inútil; adonde voy, ellas vienen conmigo.
El zumbido se acompaña de una imagen a color, se tensan mis sienes hasta la tortura ajustada la cuerda invisible entre ambos lados de la cabeza. Labradas en mi piel como ideogramas de la pena, imagen y palabra dicen que las sábanas de lino crudo dibujan en hilos de seda las iniciales M.P. y que el niño se cubre hasta el cuello pero igual no duerme y la cama de hierro es una tumba y el largo camisón blanco un sudario. Es probable que replicar una y mil veces la visión de estas imágenes resulte redundante y pernicioso, pero parece inevitable que también yo, como el cántaro, vuelva a la fuente; advierto una áspera terquedad en el giro diario de mis pensamientos. Más que apagarlo, lo avivan al fuego.
El espacio circundante se carga de historias tóxicas que interfieren el sueño y en vez de apartarlas, las atraigo. Sostengo hasta la exasperación el vaivén de esa noche como una gema oscura que la literatura detuvo para siempre en un párrafo que lastima. El poderío encrespaba la figura del padre en la cálida noche de Combray; por decreto, él clavaba su mirada autoritaria en el no menos cálido rito cotidiano; prohibía el beso de la madre al hijo antes de dormir. Beso no sólo beso, también pasaporte, aval, salvoconducto, vuelo de noche más allá del letargo. Supuran las imágenes absorbidas y sedimentadas como un limo viscoso: la noche se detuvo brusca al pie de la escalera. A contra voluntad suben las piernas: “Y tuve que marcharme sin viático, tuve que subir cada escalón llevando la contra a mi corazón, ir subiendo contra mi corazón, que quería volverse con mi madre”, el párrafo leído y el fuerte olor a barniz del pasamanos fijaron su congoja/mi congoja bajo la dulzona forma olfativa. Prendió en la memoria del niño el olor como una clepsidra amarga que mediría el lento goteo del tiempo lejos de la piel tibia, del roce fragante de las manos pequeñas de su madre. Da vueltas en la cama; llora la carencia, reprime el grito. Hunde la cara en un almohadón donde también se bordaron las iniciales M. P. Indaga señales en la sombra fantástica que la lámpara proyecta sobre la pared. Esa noche Marcel debió soñar ―si pudo olvidar el frío en la piel y dormir y contrarrestar así el acre sabor del insomnio― con un mar fétido de peces asfixiados. Lo contrario de la hierba húmeda que en otras condiciones hubiera verdecido la materia volátil de esos mismos sueños.
Se estiran táctiles las horas en este lugar que no es mi lugar, a pesar del silencio los segundos ensordecen. Igual que entre las cuatro paredes de mi dormitorio. Las imágenes se encastran unas a otras como piezas de dominó.
Es preciso encender las lámparas, remover la escena. Entro en acción, vacío el bolso, me lavo los dientes, me desvisto. Advierto un cruel engrosamiento de mi figura. No hay dulce que rellene la vigilia interminable. Por si acaso en mi bolso hay chocolate en barra y almendras tostadas. Me protejo del hambre, con el estómago vacío no se piensa. Se sufre. Apago otra vez, sí, pero no cierro las cortinas. La oscuridad absoluta crea monstruos.
Tanto como le temo al vacío en el estómago, le temo a quedar pegado a la desesperación de Marcel, a no dormir una noche más por culpa de ese pasaje inagotable de su infancia. Lo abandono entonces en el escalón previo al sueño de su noche más triste; y sólo entonces, desanclado de él, me repliego. Como el molusco en el interior de la valva pienso intensamente en mí, en este hotel de lujo donde quiero dormir pero tengo los ojos desencajados y lúcidos y se cuelan cilíndricos los haces verdes y azules del neón sobre el acolchado.
Enfrento mi doble deseo de oscuridad y de luz. Soy vulnerable y en tanto desmenuzo esta dualidad, me asalta la segunda baba implacable: la imagen dibuja a mi madre entregada al tejido, la mirada de la aguja al ovillo y del ovillo a la aguja, desvelada por el punto bien logrado y la elasticidad correcta, la calidad de la lana y la novedad en el dibujo. Tejía pulóveres y gorros gruesos. Le gustaba vestirme. A la hora de dormir yo entornaba la puerta y oía conversar. Que los “grandes” no cortaran el hilo familiar de las palabras quería decir que el mundo seguía en pie y que yo estaba vivo. ¿Recibía besos de mi madre?, ¿hasta qué profundidad vale excavar? Se enlaza firme su figura con aquella otra del beso ausente en la noche de Combray y con el haz verdeazul que a ritmo regular entra por la ventana, me toca la pierna, despierta las formas ocultas del cuarto y se va y otra vez el vacío. Mi madre era como ese haz, se acercaba, me dejaba sentir el calor de su mano y después se alejaba y se concentraba en el tejido o la costura. Imagino: los puntos que entrelazaba eran su escritura secreta.
Lo incontenible de la opresión y el ahogo como una amenaza que me sube al pecho a la altura del esternón: ésa es ahora la novedad. Me digo que si el niño que en mis noches de insomnio se cubre hasta el cuello con la sábana de hilo que destacan las iniciales M. P. no hubiera cargado con la genética de una sensibilidad obsesiva, tal vez nunca hubiera ligado el olor del barniz a la tristeza y se hubiera hecho fuerte y tomado un ejemplar de Las mil y una noches y leído hasta pulverizarse los ojos para no pensar en la dulzura de la muerte y apartarla, como con larga paciencia y cultivo del arte de fingir, lo hizo Scherezade. Pero él, provisto de tal carga, sintió el puntazo del dolor. Y la sangre en la herida y llevarla siempre abierta, a la herida, un surtidor de rosas de sangre que hasta el agotamiento lo llevarían a rastrear la silueta de su infancia, el impulso de recuperar los recovecos de esa geografía polvorienta y en ella los besos, los de las noches que no fueron esa noche larga y negra, y así cicatrizar la herida.
Y he aquí otro nudo donde las lanas, las babas se funden en el dibujo de un punto nuevo: la sensación de ausencia a medias, de aquello que percibo como imprescindible pero que nunca estuvo o que estuvo a medias y que por alguna razón debo reponer en algún sitio; la ausencia, que cada día me empuja al papel blanco (a la pantalla) como forma del vacío a rellenar, ése que me arranca de la cama a las cuatro de la madrugada para mirar por la ventana y probar que todo permanece allá afuera y captar los matices los colores la inclinación de la luz el giro del viento la cadencia de la lluvia si la hay y cada detalle sonido y olor, porque así, confirmando ciertas permanencias monolíticas en mi vida ―como aquella monocordia de la conversación nocturna―, sé que apoyo sobre seguro, casi como si pisara tierra y no el piso sustituto de la propiedad horizontal donde vivo. Cada gota de insomnio confirma mi deseo de sentir que nada desaparece porque no esté yo allí para dar prueba visual de su existencia; como querer atrapar la mirada de mi madre. Porque pienso hasta el último borde este pensamiento, no duermo mientras el rayo cambiante de luz me toca la pierna y nos tiñe de cilindros verdes y azules, a la sábana y a mí.
Hora de cerrar las cortinas. Amanece una luz blanca que debilita el neón.
Nunca voy a escribir siete tomos como escribió cuando vertiginoso se alejaba de la infancia ese otro solitario que en mi duermevela hunde la cara en el almohadón de hilo crudo que lleva bordadas las iniciales M P. Siete, ocho, mil tomos de papel fino donde re-crear la figura escurridiza de mi madre no bastarían.
La oscuridad me borra en su abrazo. La luz vigía revela un tenue camino rosado al baño. Retiro del estuche los protectores. Antes de clausurar ojos y oídos, preparo un vaso de agua y el ansiolítico en la mesa de luz.
Me tranquilizan todos estos placebos al alcance. A ver si puedo dormir.
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Medianoche.
Hasta las manos hundido en mi negra vigilia, había recorrido sin
sentirlas las quince cuadras sudorosas entre mi casa y el Royal Regency. Empujé
la puerta giratoria, entré al lobby. Vi mi figura copiarse en el gran
espejo ahumado detrás de unos racimos de cañas de bambú, una estatua
viva en la espesura de la alfombra azul con arabescos. De mi hombro
colgaba la correa del bolso donde cabe ropa para una sola noche y alguna
que otra chuchería indispensable.
Había leído que el Royal inauguraba una Quiet Zone dentro del mismo hotel, flamante área de silencio equipada para el descanso completo. El anuncio desbordó mi ansiedad natural, casi podía estrujarla en la palma de mi mano transpirada. Era un regalo del cielo, y a pesar de que los regalos del cielo a veces vienen mal embalados, harto de consumir hipnóticos, decidí probar. ¿Qué podía perder? No obstante y por si acaso, en el bolsillito con cierre relámpago del neceser guardé un blíster del ansiolítico de turno, sin la droga a mano soy un ciego sin bastón.
Con la llave me entregaron un disco compacto de música new age, instrucciones para ejercicios de relajación y un estuche de pana azul con protectores auditivos, máscara para dormir y un aerosol que prometía sembrar a mi alrededor un campo de lavandas. Además de amplia, decorada en tonos neutros, alfombrada y entelada, la habitación 379 proveía cortinas blackout, de un lado plásticas que impedían el paso de la luz, y del otro estampadas. Semiabiertas, filtraban una luz verde, la del cartel de neón en la vereda de enfrente.
El ambiente era perfecto: ni pasos, ni corridas afelpadas, ni duchas sonoras en los cuartos vecinos, ni cuchicheos; nada alteraba la impecable calidad del silencio.
A propósito no encendí las lámparas. Mi apego al insomnio alcanzaba el bizarro límite de aceptar el exilio a oscuras en esta isla distante de cuantas esquinas conozco en la ciudad turbulenta. Mar calmo, buen contraste para mi tormenta interior. Caí de bruces en la cama; en la quietud silenciosa yo rastreaba, desesperaba una paz interior difícil de alcanzar.
A pesar de mis recaudos preciosistas para acceder como por un carril aceitado a la bendición del sueño durante por lo menos unas diez horas sin escalas, no pude espantar cierto zumbido pegajoso que, confieso, hace tiempo no me deja en paz; el más odioso obstáculo a mis planes ad hoc. ¿Podré alguna vez librarme de la carga de mis obsesiones? Pregunta inútil; adonde voy, ellas vienen conmigo.
El zumbido se acompaña de una imagen a color, se tensan mis sienes hasta la tortura ajustada la cuerda invisible entre ambos lados de la cabeza. Labradas en mi piel como ideogramas de la pena, imagen y palabra dicen que las sábanas de lino crudo dibujan en hilos de seda las iniciales M.P. y que el niño se cubre hasta el cuello pero igual no duerme y la cama de hierro es una tumba y el largo camisón blanco un sudario. Es probable que replicar una y mil veces la visión de estas imágenes resulte redundante y pernicioso, pero parece inevitable que también yo, como el cántaro, vuelva a la fuente; advierto una áspera terquedad en el giro diario de mis pensamientos. Más que apagarlo, lo avivan al fuego.
El espacio circundante se carga de historias tóxicas que interfieren el sueño y en vez de apartarlas, las atraigo. Sostengo hasta la exasperación el vaivén de esa noche como una gema oscura que la literatura detuvo para siempre en un párrafo que lastima. El poderío encrespaba la figura del padre en la cálida noche de Combray; por decreto, él clavaba su mirada autoritaria en el no menos cálido rito cotidiano; prohibía el beso de la madre al hijo antes de dormir. Beso no sólo beso, también pasaporte, aval, salvoconducto, vuelo de noche más allá del letargo. Supuran las imágenes absorbidas y sedimentadas como un limo viscoso: la noche se detuvo brusca al pie de la escalera. A contra voluntad suben las piernas: “Y tuve que marcharme sin viático, tuve que subir cada escalón llevando la contra a mi corazón, ir subiendo contra mi corazón, que quería volverse con mi madre”, el párrafo leído y el fuerte olor a barniz del pasamanos fijaron su congoja/mi congoja bajo la dulzona forma olfativa. Prendió en la memoria del niño el olor como una clepsidra amarga que mediría el lento goteo del tiempo lejos de la piel tibia, del roce fragante de las manos pequeñas de su madre. Da vueltas en la cama; llora la carencia, reprime el grito. Hunde la cara en un almohadón donde también se bordaron las iniciales M. P. Indaga señales en la sombra fantástica que la lámpara proyecta sobre la pared. Esa noche Marcel debió soñar ―si pudo olvidar el frío en la piel y dormir y contrarrestar así el acre sabor del insomnio― con un mar fétido de peces asfixiados. Lo contrario de la hierba húmeda que en otras condiciones hubiera verdecido la materia volátil de esos mismos sueños.
Se estiran táctiles las horas en este lugar que no es mi lugar, a pesar del silencio los segundos ensordecen. Igual que entre las cuatro paredes de mi dormitorio. Las imágenes se encastran unas a otras como piezas de dominó.
Es preciso encender las lámparas, remover la escena. Entro en acción, vacío el bolso, me lavo los dientes, me desvisto. Advierto un cruel engrosamiento de mi figura. No hay dulce que rellene la vigilia interminable. Por si acaso en mi bolso hay chocolate en barra y almendras tostadas. Me protejo del hambre, con el estómago vacío no se piensa. Se sufre. Apago otra vez, sí, pero no cierro las cortinas. La oscuridad absoluta crea monstruos.
Tanto como le temo al vacío en el estómago, le temo a quedar pegado a la desesperación de Marcel, a no dormir una noche más por culpa de ese pasaje inagotable de su infancia. Lo abandono entonces en el escalón previo al sueño de su noche más triste; y sólo entonces, desanclado de él, me repliego. Como el molusco en el interior de la valva pienso intensamente en mí, en este hotel de lujo donde quiero dormir pero tengo los ojos desencajados y lúcidos y se cuelan cilíndricos los haces verdes y azules del neón sobre el acolchado.
Enfrento mi doble deseo de oscuridad y de luz. Soy vulnerable y en tanto desmenuzo esta dualidad, me asalta la segunda baba implacable: la imagen dibuja a mi madre entregada al tejido, la mirada de la aguja al ovillo y del ovillo a la aguja, desvelada por el punto bien logrado y la elasticidad correcta, la calidad de la lana y la novedad en el dibujo. Tejía pulóveres y gorros gruesos. Le gustaba vestirme. A la hora de dormir yo entornaba la puerta y oía conversar. Que los “grandes” no cortaran el hilo familiar de las palabras quería decir que el mundo seguía en pie y que yo estaba vivo. ¿Recibía besos de mi madre?, ¿hasta qué profundidad vale excavar? Se enlaza firme su figura con aquella otra del beso ausente en la noche de Combray y con el haz verdeazul que a ritmo regular entra por la ventana, me toca la pierna, despierta las formas ocultas del cuarto y se va y otra vez el vacío. Mi madre era como ese haz, se acercaba, me dejaba sentir el calor de su mano y después se alejaba y se concentraba en el tejido o la costura. Imagino: los puntos que entrelazaba eran su escritura secreta.
Lo incontenible de la opresión y el ahogo como una amenaza que me sube al pecho a la altura del esternón: ésa es ahora la novedad. Me digo que si el niño que en mis noches de insomnio se cubre hasta el cuello con la sábana de hilo que destacan las iniciales M. P. no hubiera cargado con la genética de una sensibilidad obsesiva, tal vez nunca hubiera ligado el olor del barniz a la tristeza y se hubiera hecho fuerte y tomado un ejemplar de Las mil y una noches y leído hasta pulverizarse los ojos para no pensar en la dulzura de la muerte y apartarla, como con larga paciencia y cultivo del arte de fingir, lo hizo Scherezade. Pero él, provisto de tal carga, sintió el puntazo del dolor. Y la sangre en la herida y llevarla siempre abierta, a la herida, un surtidor de rosas de sangre que hasta el agotamiento lo llevarían a rastrear la silueta de su infancia, el impulso de recuperar los recovecos de esa geografía polvorienta y en ella los besos, los de las noches que no fueron esa noche larga y negra, y así cicatrizar la herida.
Y he aquí otro nudo donde las lanas, las babas se funden en el dibujo de un punto nuevo: la sensación de ausencia a medias, de aquello que percibo como imprescindible pero que nunca estuvo o que estuvo a medias y que por alguna razón debo reponer en algún sitio; la ausencia, que cada día me empuja al papel blanco (a la pantalla) como forma del vacío a rellenar, ése que me arranca de la cama a las cuatro de la madrugada para mirar por la ventana y probar que todo permanece allá afuera y captar los matices los colores la inclinación de la luz el giro del viento la cadencia de la lluvia si la hay y cada detalle sonido y olor, porque así, confirmando ciertas permanencias monolíticas en mi vida ―como aquella monocordia de la conversación nocturna―, sé que apoyo sobre seguro, casi como si pisara tierra y no el piso sustituto de la propiedad horizontal donde vivo. Cada gota de insomnio confirma mi deseo de sentir que nada desaparece porque no esté yo allí para dar prueba visual de su existencia; como querer atrapar la mirada de mi madre. Porque pienso hasta el último borde este pensamiento, no duermo mientras el rayo cambiante de luz me toca la pierna y nos tiñe de cilindros verdes y azules, a la sábana y a mí.
Hora de cerrar las cortinas. Amanece una luz blanca que debilita el neón.
Nunca voy a escribir siete tomos como escribió cuando vertiginoso se alejaba de la infancia ese otro solitario que en mi duermevela hunde la cara en el almohadón de hilo crudo que lleva bordadas las iniciales M P. Siete, ocho, mil tomos de papel fino donde re-crear la figura escurridiza de mi madre no bastarían.
La oscuridad me borra en su abrazo. La luz vigía revela un tenue camino rosado al baño. Retiro del estuche los protectores. Antes de clausurar ojos y oídos, preparo un vaso de agua y el ansiolítico en la mesa de luz.
Me tranquilizan todos estos placebos al alcance. A ver si puedo dormir.
- See more at: http://www.letracosmos.com.ar/?p=9683#sthash.Yh9U88l6.NyyqUX9s.dpuf
Había leído que el Royal inauguraba una Quiet Zone dentro del mismo hotel, flamante área de silencio equipada para el descanso completo. El anuncio desbordó mi ansiedad natural, casi podía estrujarla en la palma de mi mano transpirada. Era un regalo del cielo, y a pesar de que los regalos del cielo a veces vienen mal embalados, harto de consumir hipnóticos, decidí probar. ¿Qué podía perder? No obstante y por si acaso, en el bolsillito con cierre relámpago del neceser guardé un blíster del ansiolítico de turno, sin la droga a mano soy un ciego sin bastón.
Con la llave me entregaron un disco compacto de música new age, instrucciones para ejercicios de relajación y un estuche de pana azul con protectores auditivos, máscara para dormir y un aerosol que prometía sembrar a mi alrededor un campo de lavandas. Además de amplia, decorada en tonos neutros, alfombrada y entelada, la habitación 379 proveía cortinas blackout, de un lado plásticas que impedían el paso de la luz, y del otro estampadas. Semiabiertas, filtraban una luz verde, la del cartel de neón en la vereda de enfrente.
El ambiente era perfecto: ni pasos, ni corridas afelpadas, ni duchas sonoras en los cuartos vecinos, ni cuchicheos; nada alteraba la impecable calidad del silencio.
A propósito no encendí las lámparas. Mi apego al insomnio alcanzaba el bizarro límite de aceptar el exilio a oscuras en esta isla distante de cuantas esquinas conozco en la ciudad turbulenta. Mar calmo, buen contraste para mi tormenta interior. Caí de bruces en la cama; en la quietud silenciosa yo rastreaba, desesperaba una paz interior difícil de alcanzar.
A pesar de mis recaudos preciosistas para acceder como por un carril aceitado a la bendición del sueño durante por lo menos unas diez horas sin escalas, no pude espantar cierto zumbido pegajoso que, confieso, hace tiempo no me deja en paz; el más odioso obstáculo a mis planes ad hoc. ¿Podré alguna vez librarme de la carga de mis obsesiones? Pregunta inútil; adonde voy, ellas vienen conmigo.
El zumbido se acompaña de una imagen a color, se tensan mis sienes hasta la tortura ajustada la cuerda invisible entre ambos lados de la cabeza. Labradas en mi piel como ideogramas de la pena, imagen y palabra dicen que las sábanas de lino crudo dibujan en hilos de seda las iniciales M.P. y que el niño se cubre hasta el cuello pero igual no duerme y la cama de hierro es una tumba y el largo camisón blanco un sudario. Es probable que replicar una y mil veces la visión de estas imágenes resulte redundante y pernicioso, pero parece inevitable que también yo, como el cántaro, vuelva a la fuente; advierto una áspera terquedad en el giro diario de mis pensamientos. Más que apagarlo, lo avivan al fuego.
El espacio circundante se carga de historias tóxicas que interfieren el sueño y en vez de apartarlas, las atraigo. Sostengo hasta la exasperación el vaivén de esa noche como una gema oscura que la literatura detuvo para siempre en un párrafo que lastima. El poderío encrespaba la figura del padre en la cálida noche de Combray; por decreto, él clavaba su mirada autoritaria en el no menos cálido rito cotidiano; prohibía el beso de la madre al hijo antes de dormir. Beso no sólo beso, también pasaporte, aval, salvoconducto, vuelo de noche más allá del letargo. Supuran las imágenes absorbidas y sedimentadas como un limo viscoso: la noche se detuvo brusca al pie de la escalera. A contra voluntad suben las piernas: “Y tuve que marcharme sin viático, tuve que subir cada escalón llevando la contra a mi corazón, ir subiendo contra mi corazón, que quería volverse con mi madre”, el párrafo leído y el fuerte olor a barniz del pasamanos fijaron su congoja/mi congoja bajo la dulzona forma olfativa. Prendió en la memoria del niño el olor como una clepsidra amarga que mediría el lento goteo del tiempo lejos de la piel tibia, del roce fragante de las manos pequeñas de su madre. Da vueltas en la cama; llora la carencia, reprime el grito. Hunde la cara en un almohadón donde también se bordaron las iniciales M. P. Indaga señales en la sombra fantástica que la lámpara proyecta sobre la pared. Esa noche Marcel debió soñar ―si pudo olvidar el frío en la piel y dormir y contrarrestar así el acre sabor del insomnio― con un mar fétido de peces asfixiados. Lo contrario de la hierba húmeda que en otras condiciones hubiera verdecido la materia volátil de esos mismos sueños.
Se estiran táctiles las horas en este lugar que no es mi lugar, a pesar del silencio los segundos ensordecen. Igual que entre las cuatro paredes de mi dormitorio. Las imágenes se encastran unas a otras como piezas de dominó.
Es preciso encender las lámparas, remover la escena. Entro en acción, vacío el bolso, me lavo los dientes, me desvisto. Advierto un cruel engrosamiento de mi figura. No hay dulce que rellene la vigilia interminable. Por si acaso en mi bolso hay chocolate en barra y almendras tostadas. Me protejo del hambre, con el estómago vacío no se piensa. Se sufre. Apago otra vez, sí, pero no cierro las cortinas. La oscuridad absoluta crea monstruos.
Tanto como le temo al vacío en el estómago, le temo a quedar pegado a la desesperación de Marcel, a no dormir una noche más por culpa de ese pasaje inagotable de su infancia. Lo abandono entonces en el escalón previo al sueño de su noche más triste; y sólo entonces, desanclado de él, me repliego. Como el molusco en el interior de la valva pienso intensamente en mí, en este hotel de lujo donde quiero dormir pero tengo los ojos desencajados y lúcidos y se cuelan cilíndricos los haces verdes y azules del neón sobre el acolchado.
Enfrento mi doble deseo de oscuridad y de luz. Soy vulnerable y en tanto desmenuzo esta dualidad, me asalta la segunda baba implacable: la imagen dibuja a mi madre entregada al tejido, la mirada de la aguja al ovillo y del ovillo a la aguja, desvelada por el punto bien logrado y la elasticidad correcta, la calidad de la lana y la novedad en el dibujo. Tejía pulóveres y gorros gruesos. Le gustaba vestirme. A la hora de dormir yo entornaba la puerta y oía conversar. Que los “grandes” no cortaran el hilo familiar de las palabras quería decir que el mundo seguía en pie y que yo estaba vivo. ¿Recibía besos de mi madre?, ¿hasta qué profundidad vale excavar? Se enlaza firme su figura con aquella otra del beso ausente en la noche de Combray y con el haz verdeazul que a ritmo regular entra por la ventana, me toca la pierna, despierta las formas ocultas del cuarto y se va y otra vez el vacío. Mi madre era como ese haz, se acercaba, me dejaba sentir el calor de su mano y después se alejaba y se concentraba en el tejido o la costura. Imagino: los puntos que entrelazaba eran su escritura secreta.
Lo incontenible de la opresión y el ahogo como una amenaza que me sube al pecho a la altura del esternón: ésa es ahora la novedad. Me digo que si el niño que en mis noches de insomnio se cubre hasta el cuello con la sábana de hilo que destacan las iniciales M. P. no hubiera cargado con la genética de una sensibilidad obsesiva, tal vez nunca hubiera ligado el olor del barniz a la tristeza y se hubiera hecho fuerte y tomado un ejemplar de Las mil y una noches y leído hasta pulverizarse los ojos para no pensar en la dulzura de la muerte y apartarla, como con larga paciencia y cultivo del arte de fingir, lo hizo Scherezade. Pero él, provisto de tal carga, sintió el puntazo del dolor. Y la sangre en la herida y llevarla siempre abierta, a la herida, un surtidor de rosas de sangre que hasta el agotamiento lo llevarían a rastrear la silueta de su infancia, el impulso de recuperar los recovecos de esa geografía polvorienta y en ella los besos, los de las noches que no fueron esa noche larga y negra, y así cicatrizar la herida.
Y he aquí otro nudo donde las lanas, las babas se funden en el dibujo de un punto nuevo: la sensación de ausencia a medias, de aquello que percibo como imprescindible pero que nunca estuvo o que estuvo a medias y que por alguna razón debo reponer en algún sitio; la ausencia, que cada día me empuja al papel blanco (a la pantalla) como forma del vacío a rellenar, ése que me arranca de la cama a las cuatro de la madrugada para mirar por la ventana y probar que todo permanece allá afuera y captar los matices los colores la inclinación de la luz el giro del viento la cadencia de la lluvia si la hay y cada detalle sonido y olor, porque así, confirmando ciertas permanencias monolíticas en mi vida ―como aquella monocordia de la conversación nocturna―, sé que apoyo sobre seguro, casi como si pisara tierra y no el piso sustituto de la propiedad horizontal donde vivo. Cada gota de insomnio confirma mi deseo de sentir que nada desaparece porque no esté yo allí para dar prueba visual de su existencia; como querer atrapar la mirada de mi madre. Porque pienso hasta el último borde este pensamiento, no duermo mientras el rayo cambiante de luz me toca la pierna y nos tiñe de cilindros verdes y azules, a la sábana y a mí.
Hora de cerrar las cortinas. Amanece una luz blanca que debilita el neón.
Nunca voy a escribir siete tomos como escribió cuando vertiginoso se alejaba de la infancia ese otro solitario que en mi duermevela hunde la cara en el almohadón de hilo crudo que lleva bordadas las iniciales M P. Siete, ocho, mil tomos de papel fino donde re-crear la figura escurridiza de mi madre no bastarían.
La oscuridad me borra en su abrazo. La luz vigía revela un tenue camino rosado al baño. Retiro del estuche los protectores. Antes de clausurar ojos y oídos, preparo un vaso de agua y el ansiolítico en la mesa de luz.
Me tranquilizan todos estos placebos al alcance. A ver si puedo dormir.
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1 comentario:
hermoso relato que transmite un dolor incandescente y a la vez oscuro. Felicitaciones, como siempre, un placer inmenso leerte. Mariel.
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