El día que me subí al balandro de
G. Perosio
En
uno de los poemas de Balandro, Graciela
Perosio refiere el encuentro en un bar con una amiga poeta, luego de un impasse
de más de veinte años. No es difícil para ellas, en el tiempo que dura el
encuentro, reconocerse en las afinidades, especialmente en el juego de
intercambiar poesía, madero seguro del que ambas viven aferradas para resistir “un
mundo agrio”; “Señales propias de una manera –entre tantas‒ / de vivir.” (44),
dice el último verso y dibuja una clave.
Así
fue también nuestro encuentro en Buenos Aires, una tarde calurosa del último
diciembre, primeros días, también en un bar, luego de algunos años de espera
sin conocernos más que por nuestra poesía, libros intercambiados por correo,
comentarios. Graciela me dio su libro, dedicado, tal como lo hizo con la amiga
del poema, con una sonrisa afectuosa que imagino idéntica; me invitaba, en ese
acto casi sagrado, a sumarme a las/los tripulantes de su generoso balandro,
nada más y nada menos que una representación de la vida misma, con todos sus
matices, con su bolsita de vientos que de tanto en tanto alguien desata y
soplan a voluntad, con fuerza demoledora o compasiva...
El temblor de estar viva
Perosio, Graciela, Balandro, Paradiso, Buenos Aires 2014
©Marta
Ortiz
Balandro
nos hace partícipes, cómplices de las dos pulsiones a las que la poeta obedece, y que
dan nombre a los dos apartados que lo componen: La necesidad de pintar y La
necesidad de narrar. No son opuestas sino complementarias, pero cada pulsión
determina el sesgo dominante que el poema celebra. Entre ambas fluye una poesía
hospitalaria, sedimentada, sabia: letra de madurez de Graciela Perosio.
“Conrad
aconsejaba al navegante no oponerse al mar”, dice Fabio Morábito en su
elocuente contratapa; “y lo decía pensando sobre todo en embarcaciones de vela
y livianas como el balandro”. Del mismo
modo, Graciela invita al lector a subirse a la vida, a fundirse en ella, a
seguir el destello del faro en la noche, a resistir ‒sea cual fuere la
sinuosidad del camino a transitar‒, aquello que acontezca: “esta es la
travesía/ en un mar de maravillas”(pág. 13), sin olvidar que inevitablemente será
necesario también “limpiar la borra triste del café / que se adhirió al fondo
de los huesos” (pág. 15).
La
lírica busca captar y fijar la imagen entrevista: así, el flamenco rojo corta
el cielo azul de otoño, el invierno ilumina leve, algún matiz “sin nombre” enamora,
y la sombra y el jardín helado; forma y color son palabra poética, y tan
sensible es lo ofrecido a la mirada contemplativa en perpetuo asombro, que
parece inevitable la pregunta de la poeta, frente al temblor que confirma tanta
vida, como si una cosa pudiera invalidar, de algún modo, la otra: “cómo
apaciguar / […] el temblor de estar viva / y no obstante vivir?” (pág. 22)
La
vía narrativa da cuenta a su vez de mínimas tramas cotidianas (un paseo, una
visión, la imagen sugerente a la que se agrega lo imaginado llenando así el hiato
de lo que no se conoce) y también de episodios o fragmentos que la memoria
ilumina: “Y no se sabe bien /si los hechos fueron así / ni a quién le importa./
Vuelven, reclaman un lugar/en la escritura. (51)
Hay
un punto de partida, autobiografía esencial condensada en los ocho versos del
primer poema: la poeta, como muchos de su generación, soñó un país limpio y
ocultó sus miedos y timideces detrás de la actividad que le facilitó el diploma buscado
y obtenido: ideal soñado y profesión fueron la madera que moldeó el balandro desde
donde hasta hoy, navegó los surcos del devenir, expuesta, como todos, al azaroso
“bramido del viento”.
Viñetas
contra viento y marea recortan tejidos narrativos puertas afuera: la mujer de
negro avanza por la calle Cerviño, lleva una rosa en la mano y llora. Mira la
flor “o la daga intacta / de un poema amputado!” (pág.26); la imaginación se ha
ocupado de reponer lo que la imagen guarda para sí. Viñetas puertas adentro abren ventanas
desde donde el yo que escribe dialoga (como Frost) con el árbol enfermo; una
abertura en la medianera dará paso a la luz ausente, o se podrá contemplar el
monte Fuji a través de una ventana japonesa. Y los cuentos que la memoria sirve
y adereza: el recuerdo de infancia “llega tu risa/con las olas grises del tiempo”(pág.
32); los olores evocadores de secuencias vividas como el perfume del padre,
recuperado al entrar a un restaurant conocido, o aquellos azahares que “la
hicieron volar/sin que el terror de aquellos años / lograse quebrar la noche”(pag.
36).Y el anecdotario ajeno, navegable como el propio (la escribana, el
arquitecto amigo, el encuadernador de libros).
Los
topónimos familiares aportan una ubicación espacial concreta que favorece la identificación inmediata; calles, esquinas,
avenidas, barrios y lugares específicos con nombre y apellido que fueron y son el
entorno donde la vida de la poeta transcurre.
Balandro
es cifra del misterio y la maravilla de estar vivo. De entregarse a la díscola voluntad
del viento. Yo/tu/nosotros/ellos, somos, podemos ser esa embarcación que
permita navegar la vida, obedecer las señales y sus marcas. Libro de cabecera donde
lo aprendido fluye con una sintaxis clara y despojada que gana en intensidad;
tan sutil como la imagen deseada del monte Fuji, aparecida en el exquisito poema de
cierre; la misma que la poeta, convirtiéndose en la montaña que desea ver, hace
de su propio rostro y manos reflejadas en el vidrio: “Yo soy la montaña /(y la
montaña también es un balandro)”.
Declaración
de principios, modus vivendi y operandi, celebración, marca registrada, la de
Graciela Perosio, mujer que sabe de resistencias variopintas, pintada y narrada
a la bellísima manera del poema.
febrero de 2015
Dos poemas de BALANDRO:
Hay una edad en que las escenas,
las personas y anécdotas
vuelven como rompecabezas
para armar.
La memoria busca
o inventa sentido.
Y no se sabe bien
si los hechos fueron así
ni a quién le importa.
Vuelven, reclaman un lugar en la escritura.
Y ella, como historiadora excéntrica,
documenta batallas mínimas,
exámenes de entomólogo,
descubrimientos ópticos
en el microscopio del recuerdo.
En la noche de febrero, densa,
algunas ventanas insomnes
se iluminan en la ciudad mal dormida.
Esta viscosidad nos reporta
la invalidez del cansancio.
No alcanza para merecer el sueño.
De pronto, la sospecha de un trueno.
El ansia de la lluvia en los sauces
y sus grandes cabelleras agitadas.
El deseo es una tormenta
en la duermevela
agobiante del verano.
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