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Texto completo:
Escribir a la madre
Aponte
Alsina, Marta: “La muerte feliz de William Carlos
Williams”, Sopa de Letras, San Juan, Puerto Rico, 2014
©Marta
Ortiz
La
red social Facebook, exhibiendo una modalidad en alza entre los usuarios escritores,
aportó la tecnología ad hoc: sirvió de plataforma-laboratorio donde probar la
acogida de algunos fragmentos de La
muerte feliz de William Carlos Williams, durante el proceso de su escritura.
En palabras de su autora, Marta Aponte Alsina (Cayey, Puerto Rico, 1945), ‘Ha sido una
experiencia nueva ir publicando allí pasajes del libro. Muy estimulante, porque
de algún modo abre respiraderos, agujeritos lectores en la soledad de la
escritura’. Doy fe: quienes tuvimos acceso a esas publicaciones siempre le pedimos
más, atraídos por una trama absolutamente inédita en la literatura de ficción.
Dicha
trama (retrospectiva, constantes flashbacks de la memoria), recrea la “relación
de hermano y amante, más que de hijo”, del poeta norteamericano William Carlos
Williams con su madre, Raquel Hoheb, nacida en la ciudad portuaria de Mayagüez
(Puerto Rico), de madre martiniquesa y padre con ancestro holandés, raíces que
definen la filiación del poeta con el mundo caribeño, latinoamericano e incluso
español, a partir de los recuerdos de su madre, que él se encargó de registrar
al mínimo detalle.
Estructurada
en veinticinco capítulos intercalados con precisas imágenes fotográficas en
blanco y negro, La muerte feliz de…
es la séptima novela publicada de Marta Aponte, a las que se suman dos libros
de cuentos, además de su labor crítica y ensayística, conjunto que da cuenta de
la solidez de un oficio maduro, sedimentado.
En el
tiempo narrativo, los personajes centrales (Raquel y su hijo poeta) son literalmente
viejos; el hijo ya lo es cuando su madre anciana necesita de cuidados diarios e
intensivos. Todo el pasado que se evoca cabe en la larga noche en que William
Carlos y su esposa Florence aguardan la llegada de quienes se encargarán de trasladar
a Raquel a un geriátrico. Separación conflictiva evidenciada desde el primer
capítulo: a cada grito o quejido, el hijo poeta se ve obligado a bajar del
ático donde instaló su lugar de trabajo, y asistirla. La sucesión de secuencias
aluden a su malestar ante lo que siente es una traición: “Por qué escogimos esa
maldita hora para entregar a mamá, somos unos monstruos” (pág.209-210); noche
crucial que claramente asociamos a la violencia de otra escena inolvidable de la
literatura: aquella en la que Stella y Stanley Kowalski (Un tranvía llamado deseo), entregan a la inestable e inconsulta Blanche
Du Bois, a los “carceleros” que la depositarán en el manicomio.
Probablemente
haya sido la lectura de Yes, Mrs Williams
‒libro tardío en su producción literaria, donde William Carlos escribió la
memoria de su madre: “… tardó décadas en
entrar y salir del manuscrito. Lo publicó con señales de obra inconclusa en las
postrimerías de su vida…” (pág165)‒, la que le disparó a la
escritora la idea de recrear la vida de Raquel. Perdida entre la vigilia y el
sueño, la mujer le transmitió a su hijo ‒“my child”‒, los retazos de la que fue
su vida activa.
En las ficciones
de Marta Aponte, los personajes están
ligados, de un modo u otro, a Puerto Rico o a cualquier otro punto del Caribe,
aunque hayan pasado la mayor parte de su vida fuera de esa geografía cuyo
destino parece ser el de lugar de paso, sin “amantes permanentes”. Destacamos
también la omnipresencia de su mirada crítica a la condición subalterna de la
mujer según la coordenada histórica que le corresponda,
y a los
imperios conocidos (USA, Inglaterra, Francia), “…que inventaron un Caribe de
sirenas y ron.” (pág. 25).
Raquel
Hoheb, madre de W. C. Williams (el poeta canónico es sólo una excusa para dar
entrada a la casi desconocida figura de su madre), mayagüezana, tempranamente
enviada a París y de allí a Puerto Plata (Santo Domingo) para finalmente
radicarse en Rutherford (EEUU) donde vivió la mayor parte de su vida en la
misma casa de la que tampoco se ausentó, salvo en escasas ocasiones, William
Carlos‒; esa Raquel leída en las páginas que el hijo publicó diez años después
de su muerte, fueron el puntapié inicial para que Marta Aponte se decidiera a
escribir su novela: ‘…descubrí la existencia de Yes Mrs. Williams, lo leí en inglés y me fascinó. Luego pensé que
merecía una respuesta o un diálogo que tuviera la libertad de las ficciones y
que se prestaba para una novela. Lo interesante para mí es cómo esos recuerdos
de la madre terminan publicados en un libro del poeta y cómo esos recuerdos
son, entre otras cosas, una memoria del Mayagüez de mediados del siglo XIX. La
memoria que se desplaza, desaparece y de pronto resurge en un lugar inesperado’:
sus palabras en respuesta a mis preguntas me dieron la clave por la que se
deslizó la preparación de la novela.
Así, el
lector de La muerte feliz de… podrá
recorrer el Mayagüez del siglo XIX, el “del oído que ninguna historia escrita
recoge. […]
Lo copió sin borrar pistas, para que alguien, acercándose a las letras
con el oído luminoso para las texturas, diera algún día con ellas”. (pág. 166).
Y no fue otra que Marta Aponte Alsina,
dueña de ese oído luminoso para las texturas, quien dio con el texto y pergeñó
su versión ficcional.
Seguirá
a Raquel, el lector, en su viaje a París (1877), la verá entrar al taller de
Carolus Duran donde educará sus talentos para la pintura; presenciará con ella
la Exposición Universal de 1878 (otra vez la tecnología y sus apoyos
totalizadores para la escritura de las novelas contemporáneas: la narradora aclara
que W.Carlos no tuvo oportunidad de consultar los manuales técnicos de dicha
Feria pretendidamente universal: “yo sí los he visto sin tocarlos, en una
pantalla”); un par de años después la verá llegar a Puerto Plata, Santo Domingo,
donde conocerá a quien fue su marido, el inglés santomeño William George
Williams. Llegará con ella en 1882, el lector, a Nueva York (ciudad imán de
identidades diversas donde prospera el espiritismo ‒que Raquel y familia
practican‒ tanto como el auge del capitalismo). La espera William George, cruzarán
a Brooklyn en ferry ‒el puente homónimo se encuentra aún en plena construcción‒,
para instalarse finalmente en Rutherford, un pueblo rodeado de ciénagas y
bosques donde más tarde nacerá William Carlos Williams.
En ocasiones, la
narradora (en algún párrafo se identifica con el nombre de la autora) apelando
a un ágil y rítmico estilo indirecto libre, inserta, en el cuerpo de los
párrafos narrados en tercera, diálogos cruzados en primera persona (omitiendo rayas
y guiones): Raquel alude y dialoga, por ejemplo, al mismo tiempo con su hijo,
“my child”, y con su esposo William George, sin perder un sesgo de monólogo
interior, en un alarde técnico digno de Flaubert. Suele exponer sus dudas y
estrategias narrativas: “Dos entradas a 1878: Puerto Rico y París. Si entro por
Puerto Rico el siglo está llegando a su último tercio. […] Imposible igualar el
1878 de Flaubert con la candidez lineal y el olor a tinta en un zaguán
sanjuanero, cuando entro a 1878 por Puerto Rico” (pág. 97). Este ingreso progresivo
de la narradora en el texto le otorga rango de personaje: Marta, la nombra su
madre en el capítulo 16, donde se advierte que reescribir a la madre del poeta ha
inducido a la autora a pensar la relación con su propia madre, durante el
proceso de escritura. Mi madre “Llenó libretas de recuerdos amparados en la distancia
de las ficciones. Las destruyó, pero yo no destruiré su recuerdo, ni los
trapitos que me legó de la vida de su madre, su entrada al mundo” (pág. 176). En
un giro sorpresivo, el capítulo 22 irá aún más lejos: el sujeto de la narración
ya no será Raquel, sino Fermina, abuela materna de la autora que se ha
propuesto rescatar esos “trapitos” que su madre le entregara en las
conversaciones: “Se me ocurre que esta
novela ajena es el lugar donde descansarán lo que me toca de los restos de
Fermina” (pág. 216). Novela camposanto, lugar donde reposan los restos de los
que ya no están, lugar de rescate, memorial.
Una puede preguntarse, avanzada la lectura, cuál fue
la más honda pulsión que originó la escritura de La muerte feliz de William Carlos Williams. Si la intención de reflejar
en la escritura la relación estrecha entre la madre que pintaba y el hijo poeta
despertó en la autora el deseo de escribir sobre sus ancestros maternos
femeninos, o si el deseo de escribir sobre la propia madre y abuela lograron su
materialidad en el cruce fortuito, a través de Yes Mrs Williams, con la historia de Raquel Hoheb. Cruces de historias de mujeres
puertorriqueñas levantadas del olvido: la narradora reúne los recuerdos
inconexos, sin orden lineal que su madre, evocando a su propia madre, ha
deslizado en su oído: “No quiero salir de este mundo, quiero vivirlo en esta
parte de la novela de la madre del poeta.” (pág. 224). Por la contemporaneidad
de ambas, la similitud de origen y modo de transmisión de datos, las dos
historias son afines. Una curiosidad en diminutivos despectivos: a Fermina “…la
despreciaban por ser niña jibarita de habla bárbara.” (pág 219), y Raquel fue “la
zurrapita”, menospreciada por su misma familia.
Otra vuelta de tuerca que plantea La muerte feliz…, es el deseo expreso de
que tanto Fermina, como Raquel (vidas sufridas, difíciles), hayan siquiera rozado
la felicidad: “Fermina tiene que haber sido feliz alguna vez. Sigo detrás de
ese momento que el silencio protege del desgaste.” (pág. 210). Raquel a su vez,
“A veces era feliz. La felicidad y el olor de la trementina y los óleos
coinciden en la memoria de Carlos.” (pág. 196). La mismísima
muerte la
sorprenderá sonriente ante el estupor y la incomprensión de W. Carlos Williams;
la intuición, tal vez de que la muerte de su madre es también su propia muerte:
“¿Por qué te ves tan feliz? ¿Por qué me impones esa alegría que no entiendo?” (pág.263)
¿Escribir o no escribir a la madre?
Esa parece haber sido la cuestión, para cuya respuesta, Marta Aponte nos da una
llave: “Escribir a la madre es traición amorosa. Vivir con ella, y escribirla,
como lo hizo William Carlos hasta que él mismo se hizo viejo, es un don.” (pág
176).
Si bien hablamos de ficción, el Big
Bang que dio origen a la novela lo aportó la vida expresada en el azar, lo
fortuito, lo que aparece, atrapa y desata; la novela misma se fortalece en
tanto se va escribiendo y nos entrega su versión, que no es menos vida, por ser
novela. Marta Aponte Alsina ha entregado a sus lectores otra de sus raras avis,
construcciones o edificios literarios enriquecidos por una sintaxis con sello
propio, nunca convencional ni complaciente. Un espacio donde lo “real
imaginado” cabe en páginas de escritura limpia y muy trabajada, a veces a
golpes de pura poesía –“El mar es manzanas silvestres y olas que rompen a lo
lejos rizando de blanco las honduras”.‒ (p. 200); sitio donde se suman hallazgos
lingüísticos que recuperan, por ejemplo, los nombres caseros de flores y especies
de hierbas autóctonas, nombres que si no se los escribe, se pierden; cuentos del
Caribe, y particularmente de la isla de Puerto Rico, lugar de tránsito que ha
albergado tramas como aves de paso que se posaron allí. Lugar donde es preciso el
rescate de una memoria que fije, en la suma de retazos recuperados, una
identidad, una tradición. Una bellísima expresión de esta idea es el pensamiento
que cierra la historia recapturada de Fermina, capítulo entrañable: “Fermina no
ha muerto. La luz de las estrellas tarda en llegar. Esta de hoy viene de un
tiempo en que Fermina todavía no ha nacido. Cuando la luz del tiempo de mi
abuela nazca yo habré muerto. Tan muerta estaré que ella me soñará entre el
humo de la leña y el tabaco de sus placeres.”
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