Andruetto, María Teresa, Lengua Madre, Mondadori, Buenos Aires, 2010.
Marca de ausencia:
“Siempre he escrito para comprender”, afirmó en una entrevista María Teresa Andruetto (Arroyo Cabral, Córdoba, 1954). La lectura de “Lengua madre” (2010) y de “La mujer en cuestión” (reeditada en 2009), novelas complementarias cuyos trasfondos evocan los años de plomo en la Argentina, expone claramente el intento de la autora por “comprender”, a partir de la escritura de ficción, los efectos de la pérdida de la identidad y la privación de la libertad por medios no ortodoxos, y entre ambos despojos, el papel que memoria y olvido juegan en la recuperación.
“Lengua madre”, como lo dice su nombre, es un libro “madre”, libro “matriz”, dado que la letra allí aludida es letra de madre y como tal provocará importantes cambios en la hija que la lee. La protagonista, una joven nacida en 1978 que en el presente textual tiene alrededor de treinta años, criada en una pequeña localidad cordobesa y residente en Munich donde cursa estudios de género, ha recibido de su madre un mandato: leer y ordenar las cartas y libros que poco antes de morir dejó para ella en una caja debajo de su cama.
Andruetto propone una experiencia de lectura que apoya en tres soportes: una voz narrativa en tercera que ordena el relato y agrega pistas al lector, y las cartas, y las fotografías. Esa voz entra y sale a voluntad del pensamiento de la protagonista y da cuenta del proceso mental que a través de la lectura de las cartas lleva a cabo, de su sistema de creencias, odios y amores. Define y opina: “Ella no puede decir: la guerra, el exilio, la muerte, no tienen nada que ver conmigo”.
La elección de un soporte confesional epistolar unido a la inclusión de fotografías, (posiblemente esta última práctica -además del uso frecuente de palabras en otros idiomas- se trate del homenaje declarado de la autora al escritor alemán W. G. Sebald), aumenta la ilusión de realidad. La letra heredada aportará datos que reconstruyan el perfil de la mujer que durante ocho años vivió escondida en un sótano donde dio a luz a la hija que lee las cartas sumida en su honda tarea arqueológica: “lee signos, marcas-leves pero indelebles marcas –de mujeres, en papeles, pañuelos, fotografías, dibujos y tarjetas… Como en el idioma secreto de las mujeres chinas. Lee y se inserta en una genealogía de la que es parte”. Así, la carta es una partitura que ella, intérprete, debe descifrar, en lo que dice y en lo que calla. Cartas polifónicas que incorporan voces familiares (padre, abuela, abuelo, tíos, amigos y ella misma), recibidas en un sótano, en secreto, en Trelew. En agudo contraste con el e-mail actual, la carta manuscrita deviene casi un fetiche “tiene olor, contiene sorpresas, salían de aquellos sobres dibujos y tarjetas de colores y el olor de su madre impregnando el papel”. Trenzadas las palabras que por mandato se dejan espiar, la lectora, que sabe que ninguna palabra es inocente, que detrás de ellas se oculta la verdadera historia, se va re-edificando, se transforma en otra.
Sin embargo, la tarea es minuciosa y como tal la letra penetrará a su debido tiempo: “Mujeres que deciden nuestras vidas. Madres”, se dice en algún momento. Pero se dice también: “…su madre es un gran agujero negro para ella”, aún cuando las cartas repasan la tragedia que se vivía en los setenta (“en la radio y en la televisión nadie informa nada”, “…se han llevado gente y revisaron varias casas […] decidimos quemar los libros que dejaste en la cómoda”), la van naciendo a la madre, dibujándola como se agregan trocitos a un mosaico. La Julieta protagonista se entrega dócil a su viaje interior, especie de Telemaquia invertida en busca de la madre y a partir de ella del padre, a bordo de la caja-oráculo. Arduo trabajo que incluye sueños, entrevistas, reencuentros y reconocimientos, humanos y geográficos. No sabe a qué abismo de sentido la arrojará su tarea de intérprete, pero sí sabe que “…el método para procesar debe ser indirecto, tangencial.” Procesar desde el sesgo, así como desde su poesía, Emily Dickinson alguna vez aconsejó: “…la verdad tiene que deslumbrar gradualmente / o todo hombre será ciego.”
Vale destacar el sondeo semántico de algunas palabras que el contexto histórico carga de sentido y que Andruetto remarca. Palabras tales como el uso exasperado y boscoso, uso enredado y reiterativo en algunos pasajes, del posesivo “su”, y de “madre” e “hija” un modo de probar y dejar inscripta en la lengua una pertenencia que a la protagonista le ha sido escamoteada desde su nacimiento (“Su madre y su abuela, ambas en la cama grande donde su abuela…” , “Hacia esa madre han ido su madre y su hija” ; “…la madre de todos convertida en hija, cobijada en los brazos de su madre, como ella y su madre se cobijan.”). Se desmenuza el uso dubitativo, enrarecido, de los verbos negados por el despojo de la libertad y la identidad: “tener”, “conocer”, “poder” , conjugado este último por ejemplo, en potencial, cuando refleja, todo lo que pudo ser y no fue: “hubiera podido regresar…”, “hubiera podido quedarse en el país…”, o: “…por razones que ni siquiera puede comprender, no pudo”. Se suma el uso equívoco de los adverbios de lugar: “aquí”, “acá”, “allá”, “ahí” (“pequeñas palabras que separan los cuerpos y las vidas, pequeñas trampas.”).
Interesa, entre otros tópicos adyacentes, el sobrevuelo de la palabra de la escritora británica Doris Lessing, presentada como objeto central del proyecto de investigación que la protagonista lleva adelante en Munich. “Se escribe con el cuerpo y con la cabeza”, ha dicho Lessing. Y es en esa misma línea, o matriz de escritura, que M. T. Andruetto dio forma a esta nueva indagación en formato novela, que en ocasiones remite a producciones anteriores (su poemario Kodak, imágenes familiares de contenido autobiográfico), y que deja flotando una teoría: mejor que cualquier historia oficial en la transmisión de la historia familiar es la historia privada: “Nada informa mejor de un país que estas cartas familiares, esas vidas sencillas dando cuenta de sí”. No existe mejor anclaje a la tierra y al idioma que la lengua privada, la misma que Juan José Saer bocetó en su ensayo “El jardín secreto”, título-metáfora que designa la lengua que todos hemos recibido por vía materna, lengua que nos identifica, jardín donde podemos soltarnos y hacer uso de la libertad de usarla, libertad que la protagonista de la novela rescata para sí, a partir de la lectura de las cartas heredadas: “…sabe que está hecha de esta tierra y de estas palabras, de cada palabra que ha oído, como está hecho de arcilla un cacharro.”
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