OTRAS VOCES, OTROS ÁMBITOS

martes, 19 de julio de 2011

CUENTO


La tempestad, René Magritte

Observatorio
Hoy amaneció un cielo inusual, una franja pulposa de nubes bermejas nacía del último límite del río hasta orillar los pisos altos de los edificios. La ciudad figuraba un escenario de utilería, el smog degradaba grises.

Lentamente la maraña de tinieblas se fue evaporando. Mi ventana dejó colar largos conos de luz donde flotaba un incesante polvillo también gris.

Levantaban vuelo sobre la isla y el río las últimas bandadas de pájaros madrugadores cuando el locutor difundió la alarma del servicio meteorológico: convenía tomar recaudos, la infrecuente conjunción de factores climáticos hacía pensar en la amenaza de un tornado en la ciudad y periferia...

Los perros agobiados arrastraban sin rumbo sus patas, las quijadas abiertas y vencidas, las lenguas colgando. El aire fresco era sólo un recuerdo incesante que rastreábamos.

Sobre el mediodía, un viento de fuego, entre el ventarrón y la brisa, movió bruscamente el molinete de celuloide que Joaquín había calzado en la ventana entre las dos hojas de madera vidriada.

El segundo flash de noticias informó medidas afines a la espera angustiosa: asueto de empleados públicos, suspensión de clases; se habló de pánico en las calles céntricas y en los barrios; se aconsejó no salir, se pidió guardar vehículos en lugares protegidos, utilizar sótanos y toda clase de refugio subterráneo.

Aurora me miró angustiada. Dijo: que la gata no salga, cierren las ventanas que dan al sur. Ella siempre creyó que las tormentas malas venían del sur. Temerosos y en absoluto silencio, los chicos guardaron los juguetes en los baúles de mimbre.

La novedad rebotó seca y dolorosa en mi vientre, desancló viejas imágenes quemando aún en mi memoria: las de un antiguo, desolado enero en San Justo que a mí me había tocado en suerte vivir entre humaredas de incendios, viviendas destruidas, aguas invasoras, vientos enloquecidos y mi perro Bernardo que nunca regresó, que debió haberse clavado, tal vez, en el ojo eléctrico de la inmensa chimenea negra que bajaba del cielo.


Los primeros en desprenderse fueron los ranchos de los pescadores, apenas anclados a la isla. Y después volaron los veleros, las canoas, lanchas y lanchones grandes y pequeños y los peces como lluvia irisada estallaron contra el cielo.

Desde mi ventana vi esta réplica de un horror que ya conocía: hombres y mujeres se atornillaban al cielo y desenredaban nubes negras en una caída sin fin. La tierra y la basura del planeta formaban este aire de círculos, un embudo viscoso que añadía tablones, chapas, latas y objetos indescriptibles en un raro vuelo cósmico que nos envolvía y nos trasladaba a un círculo del infierno aún desconocido.

Rodaban por mis mejillas lágrimas que eran viejas pero también nuevas mientras se deshilachaba la realidad. Y fue mi vida y la de mi familia la que vi desmadejarse en un vaivén sin pausa de techos, mesas, lámparas y objetos borrosos, negros, espesos, contundentes; sin tregua y sin peso, éramos papeles al viento, serpentinas que los huracanados remolinos de viento maltrataban.

Como un telón oscuro, el embudo cercó los restos de la luz del día. Hubo un tenebroso girar de tendidos eléctricos, columnas rotas, rosas de fuego, galopes sin brújula, a ciegas; un registro apocalíptico a lo largo y ancho de mi campo visual más allá de la ventana.


Desde muy lejos me llegó el grito desesperado de Aurora, pronunciaba mi nombre. Quise ayudarla, saber dónde estaba, seguir la dirección de la voz. Pero tenía los pies pegados al piso y mis manos aferraban como garras el marco de madera de mi observatorio.

Pensé asombrado en aquel sobrevolar de objetos inverosímiles anudados a la tierra que sentía penetrar mi nariz y mi garganta; pensé en lo extraño de presenciar el vuelo y respirar el polvillo invasor y que al mismo tiempo no se me vinieran encima los muebles, ni se desmoronaran las paredes de mi casa, ni se estrellaran las arañas de caireles en un gran destello de luz.

Así como veía caer otros muebles, otros cuadros, otras lámparas.

La irrealidad cedió brusca cuando bajo mis pies sentí agrietarse el piso de mosaicos y el estrépito y el escándalo de vidrios rotos y objetos destrozados rebotaba (imaginé) en cada rincón de la casa. Grité. Grité con toda mi fuerza. Sucedía por fin lo que tanto había temido, lo que el azar disponía; y sin embargo, algo escapaba a mi comprensión. Como pudiendo aislarme del fragor del tornado, oí de pronto el sonido grave de mi propia voz que sonaba muy cerca, y entonces muy lentamente, todo: el aire, los objetos, la ciudad, el río, los pájaros, los perros, las nubes, se aquietaron.


Aurora y mis hijos me rodean. Quisiera entender por qué, pero no me atrevo a preguntar. Desde que abrí los ojos y me vi vestido y recostado en la cama, me dediqué a estudiar minuciosamente, palmo a palmo, las paredes impecables, sin rajaduras ni roturas. Los muebles apoyan en su lugar, inmóviles, con todos sus adornos. Las lámparas están encendidas y el piso entero, limpio y brillante.

Fuera del secreteo de los chicos con Aurora que llora entre hipos y mocos, reina el silencio. Me explican que la amenaza del tornado fue una broma macabra, un paranoico llamó a las radios y canales de TV y difundió la falsa noticia; Aurora confesó haberse asustado mucho porque me vio muy mal, como al borde de la locura, dijo, y no supo qué cauce darle a tanta bronca, como no fuera largarse a llorar.

No sé si creerle o no. Yo fui testigo del desastre. Caminé sobre los escombros, de eso estoy seguro. La realidad voló delante de mí, vi hundirse en el cielo un inmenso embudo acaracolado que se alimentaba de tierra, viento, lodo y nubes. No sería improbable que Aurora se encontrara bajo los efectos de un estado de shock intenso que le hubiera hecho perder la memoria o lo que era casi lo mismo: que la hubiera impulsado a negarlo todo.

No tengo coartada. Habrá que fingir acuerdo con su interpretación de los hechos. Sé que estuve algún tiempo dormido, es verdad; casi secretamente oscureció, y cuando yo registraba el clímax del tornado desde mi ventana, lo recuerdo perfectamente, era pleno día.

Desde lo profundo del lecho, mi nuevo mirador, veo decenas de libros diseminados sin orden, caídos en el suelo: signo visible del tornado, la prueba material de mi devastadora vivencia. Cuando pueda levantarme sin sentir mareos, devolveré cada uno a su lugar. Si le digo a mi mujer que se cayeron los libros me va a decir que justo había estado limpiando y que ella misma los apoyó en el suelo para repasar los estantes con la franela.

Me conviene guardar reserva. Veladamente, Aurora y mis hijos quieren hacerme creer que estoy loco. Y lo peor es que a la larga o a la corta me van a convencer.

-Aurora, ¿quién dijiste que fue el delirante que llamó a la radio? Que no me lo cruce en el camino; mirá, mejor va a ser que no me lo cruce porque lo mato –le dije.

Y me di vuelta en la cama como para no verlos más. Yo tenía mucho que pensar. Encontrar una tangente, algo que me librara del doble discurso de los demás; algo que me ayudara a deshacerme del idiota que todo el tiempo me veía obligado a representar.

por Marta Ortiz

en: El vuelo de la noche (La Editorial, Universidad de Puerto Rico, PR, 2006)

6 comentarios:

Norma Padra dijo...

Amiga Marta: que suerte poder despertar, con la conciencia tranquila de no haber matado a nadie!!!
Con cariño en este día de la amistad.
Besos de
Normi

Juan Herrezuelo dijo...

Un placer leer tus relatos. También yo (y conmigo alguno de mis personajes) me visto a veces en la perturbadora obligación de aceptar que una vivencia precisa, inequívoca, no había sido más que un sueño. Y la duda puede durarte un día entero. Un saludo.

Marta Aponte Alsina dijo...

Bello.

Marta Ortiz dijo...

Sí Norma,debe ser terrible tener semejante adoquín colgando de la conciencia, no es nuestro caso.abrazo gordo

Marta Ortiz dijo...

Hola Juan, el placer es para mí, saber que un lector de tus condiciones lee mis cuentos. Me gustaría leer algun relato tuyo donde el personaje viva esa ambiguedad sueño-vigilia que no aclara sus límites.
El mío no lo quiso aceptar, por alguna razón que desconozco prefirió quedarse prendido a la vida onírica. Saludos interoceánicos.

Marta Ortiz dijo...

Marta, mi tocaya y hermana en el destino (HERMANOS EN EL DESTINO,dijo Cortázar en su poema Los amigos), bella eres tú (uso el tú a la puertorriqueña)y bellos tus relatos. Te abrazo