mi reseña publicada en el diario El litoral, de Santa Fe (20/03/2013):
http://www.ellitoral.com/index.php/diarios/2013/03/20/tapa/index.html
http://www.ellitoral.com/index.php/diarios/2013/03/20/opinion/OPIN-02.html
Texto completo:
Orfeo
en el confín de los sonidos
Por Marta Ortiz
Carlos
Piccioni nació en Tostado, Santa Fe, 1945. Desde 1967 reside en Rosario donde
cursó Historia en la UNR. Publicó Las
palabras de todos (1981), Paisaje
(1983), El sueño de las lluvias
(1984, premio provincial José Pedroni en 1987); Desde el agua y el aire (2000, Premio municipal Felipe Aldana).
El confín de los sonidos
reúne poemas de Carlos Piccioni escritos en el lapso de una década. Una breve nota
aclaratoria, suerte de mini prólogo, advierte al lector que su búsqueda poética
descansa en la posibilidad de traducir “el eco de un universo misceláneo de
eufonías y sentidos”, y que apunta a reflejar insustituibles valores humanos:
justicia, amistad, belleza y amor.
La primera serie precede y prefigura la
segunda, el verdadero corazón “sensitivo” del poemario: Homenaje a Elba, poemas que justifican la elección del epígrafe elegido,
de Juan L. Ortiz, donde leemos que la poesía “es la intemperie sin fin”,
humildemente tendida “para el invento del amor”. El conjunto que da cuerpo a El confín de los sonidos se ofrece al
modo de un pretexto para traer y fijar en las líneas del poema, a la mujer
amada cuya ausencia duele sin dar alivio al poeta: “…inalterables gotas de
dolor, / me están doliendo.”.
Así, “Ontología de domingo”, acentúa desde las primeras páginas, el valor
de lo doméstico, las rutinas que fundan lo cotidiano: el alimento que congrega:
el vino, las carnes rojas, los panes crocantes “de nuestra panadera / (casi
vallejiana)” –el homenaje explícito a referentes que son también “familia” en
la asiduidad del diálogo intertextual: Vallejo (“Tahona estuosa de aquellos mis
bizcochos…”), Saer (la lectura de Glosa
ese domingo; y la marca indeleble de la ausencia: “los recuerdos del amor / (no
el amor)”–. “Ontología…” remite a su
vez a “La cocina”, poema que destaca
su color amarillo, su calor, centro neurálgico o corazón de la casa que
amorosamente aglutina: “…hay un amor / flotando en la cocina, /que lo invade
todo.”.
Que lo fugaz (la voz y el sonido) se
adhiera a lo perdurable (la madera de la artesanía, por ejemplo) y que lo
perdurable resista la incertidumbre, es el cruce que proponen “Distancia” y
“Allá Abajo”. Pero el acápite de Magrelli: “…allá en el fondo / arde la
Prehistoria”, tanto como el cruce que con él establecen las líneas del poema:
“La humanidad y su rabiosa sombra, / permítase al poema.”, desmienten esa
posibilidad: todo acabará sin remedio en el fondo del abismo. Acercarse además
al pueblo de origen desde la materia sonora de su nombre: “Tostado”, el solo
intento de tocar el pasado personal que arde en la memoria, confirman la
magnitud de la pérdida.
Cierra la serie una opaca y ambigua tarde
de lluvias y poesía, anticipo de ausencias: “Del universo enojoso del dolor,
hablo.”
El poeta se erige testigo, tantea el
antes: “la humanidad y su rabiosa sombra” (la Historia) y el hoy (restos de un pasado
personal evocado en la figura de Elba latiendo en cada palabra, eco, sonido). “De tu brazo he bajado por lo menos un millón
de escaleras / y ahora que no estás cada escalón es un vacío…” dice Montale
(otro interlocutor para este diálogo, rico entramado poético que incluye a
poetas de la talla de Valerio Magrelli, Juanele, Rubén Vela, Padeletti, Tedesco
o Girondo) en el epígrafe que abre el Homenaje
a Elba. Algo del aura del mito de Orfeo y Eurídice queda flotando en estas
palabras y en las del poeta que escribe El
confín de los sonidos, como si encaramado en una nueva versión de Orfeo,
deseara recuperar, valiéndose de su canto, de su poesía, a la mujer que amó.
Luego de una breve aclaración: quién fue Elba Ducant, se suceden versos que el
poeta califica de “breves” y “austeros”, una “saga” que bordea el frío del desamparo,
y el calor del recuerdo, poemas que son la voz de un estilo nuevo inaugurado:
el dolor (o una de sus formas) en un recodo de la vida. La ausencia duele, se
extraña el cuerpo físico y la muerte sólo se comprende y se cree, a partir de
la certeza que aporta la mirada del otro.
La serie que cierra el poemario, presidida
por las palabras de Girondo: “…esa forma de ser / en el confín de los sonidos”,
alude a consideraciones poéticas. La palabra insiste en la obstinación del
poeta que hilvana sus versos (“palabras y finuras”) depurados e intensos; que busca
derribar el dolor, cruzar umbrales y recuperar en la memoria la visión de las
pérdidas; no abandona su firme voluntad órfica, aferra la memoria a sus manos
“leves y musicales / están atadas, / y otra vez / cercana /al simulacro /
intempestivo / de los sueños.” Persiste pero no olvida la intemperie que
condiciona al hombre: “Sobre esa tierra tiemblo”, sobre la muerte que arde
implacable en el poema, “… como el juego imponente / de las conjugaciones / en
los días y las noches del tiempo”.
El poeta se entrega al juego y escribe
su canto, pero de sobra sabe que no por eso recuperará a su Eurídice, sabe que
la mujer evocada recobra vida y “fulgura” –como lo expresa Graciela Cariello en
su prólogo– en cada verso, en cada
palabra; en definitiva, en las fibras que la retuvieron en su memoria. Sabe, el
poeta, que el dolor es parte ineludible en este “recodo de la vida”. Pero sabe
también y en ella se cobija, que existe la poesía, “intemperie sin fin”, pero en
definitiva maná y refugio: “Cuando la vida cruje vivimos /al amparo sonoro de
los vientos / y de las lluvias; vivimos / cercanos a las esquivas / cumbres del
arte”.
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