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Vincent Van Gogh, Césped soleado en un parque público; óleo sobre tela (Arles, 1888) |
Un césped
En los jardines que van de Palermo a la Recoleta
hay un cuadro de césped. Cierto año, los jardineros se olvidaron de cortarlo.
El pasto creció a sus anchas.
Cada media hora corría un tren, con hálito
ferruginoso. Las raíces lo sentían pasar. Las lombrices interrumpían sus
caminos.
A su antojo crecieron los pastos.
En otoño, los jugos atravesaron la tierra como la
aguja del colchonero el espesor de la lana. Pastos y lombrices se sorprendieron
con la novedad.
Al caer el sol, los porteros de los departamentos
quemaban la basura. Aparecían trombas sobre los edificios. Revoloteando en las
telas metálicas de las chimeneas, negros papeles se desmenuzaban en su afán por
salir. Las chispas se entregaban al aire, desaparecían; los hollines ascendían.
Otros hollines, salidos de otras casas, se encontraban con ellos. Juntos
formaban nubes. Desbaratadas por un vuelo de pájaros, por el paso de un tren o
un golpe de viento iban a aterrizar sobre el césped.
El césped. Junto a los semáforos de la avenida, colores
amarillo, rojo o verde lo tenían según el orden de paso; y los autos le echaban
una estela de humo.
No era un césped. Era casi un pastizal.
Mullido, atraía a los enamorados. A los chicos, que
juegan al futbol, o se tambalean, padres detrás. A los vendedores de helados,
cuando ganaba el calor y se sentaban. Y a los que cargando termos de café
trataban de hacerse oír por encima del paso de los trenes. Atraía a los
pájaros, porque encontraban buena comida. Y a los insectos porque era una selva
de refugios.
Atraía a los dueños de los perros.
Los perros eran lustrosos, ávidos de correr, de
oler, de hacer necesidades.
Tenían dueños de todas clases. Confiados, soltaban
las correas. Temerosos, corrían atados a ellos. Y si mujeres, iban torciéndose
los tacos de los zapatos. Los perros sueltos y los perros atados se
encontraban, gimiendo. Los libres disparaban, persiguiéndose, volvían al oír
gritar sus nombres.
Hay una hora de la noche, cuando los enamorados se
han ido a sus casas y los trenes paran, en que el rocío cae sobre el césped. El
hollín resbala. Cada pasto guarda una gota.
Y los días de lluvia. Sólo agua, lavando,
susurrando, mojando. Ni persona, ni perro. Callado, el pasto abre la boca.
Un día, el intendente municipal recorrió todos los
jardines que van desde Palermo hasta la Recoleta. Un rey había anunciado su
visita.
Llegaron los jardineros.
Cortaron todo el pasto. De norte a sur, y de este a
oeste.
Y el pasto que moría cantó.
Cantó el aliento y el trepidar del tren, el hollín
que baja, los jugos del otoño. Las lombrices. Los enamorados. Las luces del
semáforo. Los vendedores de helados. Los insectos. Los perros atados y los
perros desatados. Y los dueños de los perros. Los pájaros. Los vendedores de
café. Los niños crecidos y los que aprenden a caminar. El rocío, el humo de los
autos, la lluvia.
Cantó, esa voz de césped, ese olor de césped cortado.