uno de los puentes del Parque Independencia (Rosario) |
Publicado el 4 de agosto de 2013 en la edición impresa del diario La Capital (Rosario), suplemento Señales
Enlace:
http://www.lacapital.com.ar/ed_senales/2013/8/edicion_231/contenidos/noticia_5161.html
Texto completo:
El Cielo
(Por Marta Ortiz). _ Nuestro planeta azul ardía tinieblas bermejas. Viscosas y vistosas. Veíamos asentarse esos velos, ni sangre ni tierra el color, envolturas de cebollas.
Nuestro planeta azul ardía tinieblas bermejas.
Viscosas y vistosas. Veíamos asentarse esos velos, ni sangre ni tierra
el color, envolturas de cebollas.
Cuanto se movía devenía sombra. Un debate sin rumbo
asolaba las conciencias también opacas de los sobrevivientes. A la
sombra de lo artificial, el orden de lo natural se replegaba: las
macrocatedrales denominadas shopping absorbían multitudes a partir del
cebo de sus góticas cúpulas vidriadas y negocios también vidriados donde
al pasar nos espejábamos.
Lejos, el viejo Mare Nostrum arrojaba cadáveres
desertores a las costas de Africa Un gong interior detonaba cada segundo
la muerte de un niño. Sangraba el cielo en las comarcas del Levante
donde se libraban las guerras. Olas como edificios carcomían las costas
asiáticas y la sequía alzaba polvaredas y borraba cauces naturales. Supe
de un navegante solitario en su barco colorado: hundía a fondo los
remos en el caldero de inabarcables, estériles llanuras de peces
muertos.
Llovieron huracanes, así como cuenta la letra sagrada
que cenizas, ranas y pestes se abatieron sobre Egipto en tiempos de
Moisés. Una ciudad en Louisiana, sede del mardi gras y del vudú, vagó
por mudos espejos de agua; día y noche flotaron los techos desvinculados
de sus paredes. Azules, rojos, negros, engarzados al desborde acuático
como los nenúfares de Monet al estanque de su casa en Giverny. Olía a
limo fétido, mezcla de detritus y cadáveres. El grito extraviado de
algún pájaro revelaba la hondura del vacío.
¿Se habrán guardado a tiempo, los magos del jazz, en
las cavidades de sus tubas y trompetas como el caracol de una sola
contracción se retrae en su refugio de nácar? La intemperie sobre el
Mississippi tendía caravanas vivas a los cuatro vientos. Buscaban un
espejismo, el paraíso imaginado carecía de lugar propio.
Los sobrevivientes sabemos (prefiero decir sé; ignoro
si hay otros), que no se puede contar este cuento así como se contaría
una parábola. No inventamos nada ni hay qué enseñar, fuera de la terca
obstinación que nos impulsa (me impulsa) a recuperar la vida que
supe/supimos tener. El día a día no ayuda. Enreda sus tramas, alimenta
el caos. Sin embargo, pensadas en términos de crónica, tal vez pueda la
anarquía ordenar una forma coherente. Pero sospecho: ni crónica ni
parábola; cualquier rastreo del género oportuno es un esfuerzo inútil.
Arracimadas, desenfocadas, deslenguadas se copian y se pegan idénticas
aquí y allá las volantas, los títulos, las imágenes; bocetos de un
laberinto gráfico y verbal sobre el arbitrario trazado noticioso del
planeta. No hay segundo libre de tragedia; las generaciones venideras no
nos creerán porque ahora pensemos este galimatías como se piensa un
quiste. Como se piensan los errores largamente anunciados. Si vienen,
las generaciones que vienen.
Casandra resiste, profetiza, pero a sus palabras como
margaritas se las comen los cerdos. No obstante se advierte un nuevo
principio de realidad: las profecías ya no duermen entre telarañas.
Despiertan en los bosques ardidos, en desiertos de hielo, en el muro de
ceniza que nos aísla. Detrás, lo sabemos, languidece el sol. El último
verano, como funesto antecedente de la niebla que hoy nos cubre, la isla
ardió frente a Rosario y el viento arrastró humaredas que enturbiaron
la ciudad y respiramos por igual la pelusa que largan los plátanos y el
humo.
No obstante la hostilidad que el nuevo mapa gotea y a
pesar de la media luz sanguinolenta y el miedo al vacío, ensayé paso a
paso desplazarme más allá de lo turbio. Mi búsqueda empecinada, a
contrapelo de la envoltura púrpura, se orientaba al casi invisible
reflejo de un aura, una antigua claridad olvidada.
Una mañana, tras infinitos tanteos en lo difuso,
ocurrió el milagro. Sin que se descolgase de la nada ni pudiese
confundirse con un desvarío. Por un instante pensé que alucinaba (o que
alucinábamos; la placa que abovedaba el cielo era rojiza, oscurecía todo
y no me dejaba saber si yo era uno, yo solo, o muchos, o unos pocos
como yo). Pero me encandiló súbita una claridad de resolana (¿guiño del
destino? ¿había, entonces, un destino?), y niebla y dudas se disiparon
al instante. Casi había olvidado la desaparecida luz natural, pero pude
reinstalarla en mi vida con naturalidad, no sin un dejo de nostalgia,
así como se acepta la luz de un recuerdo.
Hoy sé que la bruma respeta este lugar, se limita al
paciente mordisqueo de los bordes. A los lados del cartel donde se lee
"El Cielo" bar fileteado en letras bermellón y añil, crecen dos fresnos
que el otoño amarillea. Advertí, y quiero que conste en estos escritos,
que en medio del caos, una cruda mañana de sol apenas entrevisto detrás
de los muros de ceniza que un viento radical demolía, la vida, por
error, por piedad, o no sé por qué clase de misterio, dibujó un trazado
inédito: la firme silueta de Amatista impuso resuelta esa mañana su
contorno con bandeja, taza de café, azúcar y humo entre la barra y la
mesa a la que me había sentado donde yo recuperaba mi antigua afición a
leer y a escribir lo que fuera, a condición de que se tratase de una
página en blanco o escrita. Miré alrededor y descubrí que sí había
"otros", recelosos y porfiados como yo en otras mesas, aunque éramos
pocos). Y el prodigio de aquella mirada celeste, mediadora y
salvoconducto, ancló por primera vez en la mía, lavó mis pecados y
mitigó y suturó los pecados del mundo.
No he vuelto a desayunar en la umbrosa galería de mi
casa debajo de los pampanitos secos. Da pena ver colgando enmohecidas
las hojas de la parra. Además, para qué. En El Cielo ella abre cada día
sus alas arcangélicas como ojos zarcos, momento intraducible que elijo
para ingresar y perderme en la espiral. Entonces inicio mi sobrevuelo de
valles y remansos. Chapotean garzas moras y cigüeñas de patas rosadas a
ras del agua. Siriríes y patos capuchinos liberan vuelos de filigrana.
Hibiscos bermellón furioso, orquídeas y frutos.
Alucinación, vértigo, fantasía.
Sobre el último tramo al final del viaje, Amatista
acaba de dibujar con su brazo derecho la curva perfecta que describe la
taza de café al despegarse de la bandeja y apoyar en la mesa. Me sonríe
la pregunta de siempre:
—¿Con azúcar?
—Con azúcar —le contesto.
Y un leve rocío de lapislázuli me cubre de la cabeza a los pies.
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