Morir, una tarea
complicada
Por Marta Ortiz
Irma
Verolín, De madrugada, Ediciones del
Dock, Buenos Aires, 2014
“Lo escrito no adquirió la forma
narrativa”, dice Irma Verolín en el prólogo a su primer poemario publicado, De madrugada, a modo de advertencia a su
público lector (y tal vez sólo a sí misma), dado que la sutil materia abordada es
recurrente en la mayor parte de su obra narrativa (por ejemplo en los cuentos y
novelas: Hay una nena que gira, La escalera del patio gris, El puño del tiempo). Pero este libro maduró
en otra sintonía, sobre el giro a una nueva modulación de la voz: la misma pulpa,
pero otra: “en cada focalización se descubre una nueva veta, que antes pasó
inadvertida en la madera del árbol”, leemos en la contratapa y de algún modo tales
palabras develan una clave. La nueva “focalización” entrega al lector un diseño
otro de la línea sobre la página: la puesta en valor del silencio, del espacio
en blanco, la irrupción de la escritura poética despliega otro ritmo, otro orden,
otra mirada sobre lo mismo.
De madrugada
es un largo relato en clave poética, que remite al triste suceso de la
enfermedad y muerte de la madre de la poeta. Con la misma extrañeza asombrada
nunca resuelta de la primera vez, ella retoma y ensaya y descubre qué nuevo
sesgo de la experiencia quedará al descubierto a partir de lo escrito. Un yo
lírico autorreferencial revisa los sucesos vividos a muy corta edad –la “pena
incesante y obsesiva”‒, en el escenario que
aporta el libro nuevo, organizado en torno a cinco apartados: Habitación, Antes, Hospital, Después y Descendiendo la áspera escalera, gradual re-presentación de la pena
inmensa, en imágenes memorables que hacen del dolor una estación de la belleza.
En el poemario, la ausente es aire y voz
y también luz “una luz derretida en sus contornos” (20); la voz, atrapada en la letra del poema: “ahora mi
madre / acompaña este deslizamiento de mi mano / sobre la hoja blanca” (19).
La
Habitación contiene a la enferma y su
enfermedad, micromundo que concentra la atención familiar. Verso a verso se
diluye la esperanza de hallar una explicación a lo inexplicable: “las palabras
trazan en el aire geometrías absurdas” (20). No obstante, la mirada insiste
“con los ojos agrandados por el esfuerzo de despejar el mundo de tanta bruma.”
(20). La pregunta del millón ¿qué es la muerte?, nunca tendrá respuesta: Sólo
es posible la conjetura: “…saber, lo que se dice saber / no es asunto del que
nadie en esta casa pueda jactarse”. La conclusión, a los ojos de la niña de
cinco años, cae por su propio peso: “morir por lo visto/resulta una tarea
complicada /requiere de testigos /de una puesta en escena” (27). Así, la memoria
recicla lo escenográfico en las imágenes encadenadas a una trama insostenible. Sólo
el moribundo tiene la llave capaz de abrir el espectáculo: “La muerte es una
caja que se abre desde adentro / hay que hacer mucha fuerza con el cuerpo / con
los pensamientos / para que por fin se abra.” (22). El tiempo es latencia
sostenida en tanto la muerte hace su trabajo solapado.
En los poemas que componen la sección Antes, la mirada ‒que
observa como ubicada fuera del cuadro que describe, siempre detrás del asombro
que transforma en extraordinario lo cotidiano‒,
reconstruye escenas de la vida familiar, cuchicheos detrás de un vidrio
esmerilado, la aparición en la casa de la radio a transistores y otros
electrodomésticos “estrella” en ese tiempo, el tintineo de unas pulseras, el
nombre materno que se repite en la poeta, “no por falta de imaginación sino por
amor a los espejos” (35). Un fragmento en prosa intercalado relata la compra de
un par de zapatos para la escuela, texto entrañable, casi la página escapada de
un diario de infancia, el encastre perfecto de la lógica de la niña a la lógica
materna: “con esos zapatos, dice, nada malo podrá pasarte en la vida cuando yo
no esté” (39).
En los poemas que siguen, la exploración de
los vínculos parentales primarios muda de objeto y se dirige a la figura
paterna. La palabra “desmesura” y la idea que encierra resumen la imagen del
hombre de armas que ejerce su potestad inquebrantable: “la disciplina es el
árbol de la vida” (46 ). Aún el Atlas de la infancia (libro desmesurado), es
sujeto de la poesía de Irma Verolín, libro donde se remarcaban las cosas que hacían
los héroes, como cruzar la cordillera, por ejemplo, emblemas que también aluden
a la desmesura, y en franco contraste con una familia común, de carne y hueso. Hay
algún sesgo en la inmensidad de este padre que asociamos otros padres que la
literatura ha inmortalizado (Carta al
padre de Franz Kafka y/o Daddy, de Sylvia Plath): “Papá derrama
su ancha sombra de padre / sobre el cuerpo escuálido de mi hermano” (47). De un modo semejante la patria (en un mundo
imperfecto y apátrida), “se desmesura en un rincón/ del frágil corazón de mi
padre”. Hay una cuota de ironía pasada por el tamiz de la aceptación mansa, en
la voz que escribe, que no impide el registro de lo imposible de convalidar.
Los poemas de Hospital intensifican los claroscuros: el blanco de las paredes contrasta
con la negra enfermedad (espacio de tiempo suspendido, antesala del cementerio,
lugar de tránsito entre el mundo de los vivos y de los muertos, donde sólo es
posible escuchar una sentencia de muerte); el mundo infantil que la niña
representa se opone al mundo adulto incomprensible: “algo que nos libere de
estar suspendidas / entre este hilado de intangibilidades” (58)
Después, como el
adverbio lo indica, reúne los poemas que relatan la devastación posterior a la
muerte anunciada. Resta una coartada, quizá la única matriz donde guarecerse:
pensar la vida de atrás para adelante, hurgar en el secreto del lenguaje, de la
‛lengua madre’: “conversaciones que hilvano conmigo misma / en el desierto de
esta página” (72), “hurgando en la piedra filosofal del lenguaje / el secreto
más intacto” (67). El largo deseo de “ser”, de reponer, en la suya, la voz
ausente: “En estas páginas digo / repito que la voz de mi madre impregna el
aire” (68). Madre cuya pérdida temprana abona el terreno del mito, madre por siempre
joven que en un acto de inicio impreciso aún inconcluso, continúa bajando una
escalera familiar, sólo para que la poeta la vea bajar, la siga, baje con ella
una y mil veces los escalones, mire su vestido floreado, de colores luminosos,
ondulantes, en tanto la sueña y la escribe. Imagen, color, sonido. Luz.
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