Esther Andradi (*) escritora santafesina radicada en Berlín, visitó Rosario en diciembre pasado, se reencontró con sus lectores y amigos durante una lectura informal en Oliva libros, acompañada de la poeta Irene Ocampo.
Buen momento para traer a mi VUELO DE NOCHE algunos fragmentos de su novela Berlín es un cuento (Alción, 2007, reeditada en 2009) y la reseña que oportunamente escribí para Señales (La Capital, link al pie), cuyo texto original completo reproduzco.
Berlín es un cuento (fragmentos)
A Berlín Occidental se llegaba
entonces por tren a la estación del Jardín Zoológico. Los alemanes aludían
parcamente al Zoo, soplando la zeta con los dientes cerrados, como con bronca.
Y deletreando ambas “oes” por supuesto. Nada que se dijera en ese idioma tenía el
destino del francés con tantas vocales, para pronunciar entre todas solo
algunas y con desgano. En alemán todo
era entusiasta. También las dos “oes” de Z-o-o que por supuesto no aprendió a
pronunciar sino mucho tiempo después de su llegada.
Que se arribase al Zoo, o que el Zoo
fuera el centro de esta ciudad no era una metáfora: en el fondo y radicalmente
era la forma de aludir a un predio limitado, cada uno en su jaula. Pero además,
en esa Estación convivían varios mundos, los que luego se expandían en la
calle. Nada de lo que se veía allí podía asociarse con cualquiera de las ideas
que alguna vez tuvo sobre ese país llamado Alemania. Ni limpia ni ordenada ni
pulcra ni segura, el Zoo era el reino de los sin techo, de los adolescentes
drogados, de las prostitutas, los mendigos, los borrachos, ciertamente un
escenario más cercano a la ópera de los tres centavos brechtiana que a las
imágenes de un milagro alemán de postguerra. Aquí la guerra continuaba. Los
trenes arribaban a una ciudad dividida hasta el andén donde los empleados
ferroviarios procedían del Berlín comunista -la capital de la RDA- y la policía
provenía de occidente, un embrollo geopolítico del que los alemanes de Alemania
Federal se desentendían y sólo escuchaban de tanto en tanto las anécdotas porque la Universidad estaba llena de jóvenes
cuyas familias vivían en la Alemania del bienestar de Occidente.
Si el Zoo tenía este aspecto, el
barrio circundante era extensión de este delirio. Construcciones de varios
pisos se disputaban cines, teatros, cabarets, casas de compra de artículos
electrónicos, el Café de la Prensa, burdeles, peepshows y venta de diarios y
revistas de todo el mundo. Voilá Berlín.
¿Qué es lo que definía como extraña a
esta ciudad? ¿Eran sus letreros luminosos incomprensibles, sus voces, el tono,
el andar de los transeúntes? ¿O acaso
sus colores, el clima, la soltura con que su gente y sus perros andaban por la
calle, los restaurantes, sus bares? La ciudad no era grande sino controlada,
una marmita en el horizonte circundado por el muro, medios de transporte
genuinos y confiables y un nivel muy bajo de criminalidad. Como la ciudad de
Villon, también Berlín era medieval, callejera, pequeña, encerrada, precisa.
Pero sería excesivo hablar de “la ciudad.” Bety
se movía apenas por algunos contornos, los que iban desde el distrito de
Schöneberg hasta Kreuzberg, un fragmento de la Ku´damm para el recuerdo y la
estación Friedrichstrasse por los cruces: una frontera dentro de la frontera,
un espacio condensado dentro de la costura de este mundo.
La fecha de su llegada no parecía
propicia. Era otoño, un otoño muy frío y poco dorado cuando el tren la dejó en
la estación del Zoo esa mañana muy temprano. Un muchacho con las cejas
perforadas y mocos oscuros, alto y
vestido de cuero negro de la cabeza a los pies, un cinturón con tachas
plateadas simulando una canana y con el cabello erizado como una cresta se le
acercó, y le pidió dinero en el idioma universal de la mano extendida. Escupió
en el piso al ver que ella seguía caminando y se acercó con la misma actitud al
próximo transeúnte. Un grupo de hombres dormía más allá envuelto en frazadas.
La policía uniformada de verde hacía su control con alguien que parecía haber
cometido una infracción. Una adolescente delgada con una falda cortísima y
medias caladas corrió gritando algo en dirección a las puertas vaivén por las
que penetraba el aire del espesor de un cuchillo. Revisó mentalmente los
veinticinco dólares que tenía en su bolsillo, sujetó los bolsos con fuerza
entre sus manos, llegó hasta la parada de taxis y sin dudarlo partió hacia
aquella dirección que era la única, su fuerte, su quebranto en el mundo de
metal y vidrio de la escena mental. El chofer entendió el nombre de la calle
apenas ella la pronunció y entonces se sintió reina. Soberana por un minuto.

Vivir para contarlo
por Marta Ortiz
Esher Andradi, Berlín es un cuento, Alción, Córdoba, 2007, 213 pág.
¿Qué hilo o isla narrativa se entreteje en
la escritura de esta novela? El texto da algunas claves, entre otras, una carta
que la narradora escribe a su madre: “Contar la historia, mamá, la ciudad, el
grupo, la vida de un puñado de soñadores recibiendo una nueva década […] un
tiempo intenso como pocos, de experimentación y goce, de corte con el pasado
violento y apostando al futuro…”. Antes había dicho: “escribir como consuelo.
Vivir para contarla…”. Y luego: “durante años había soñado con esta historia”. El
hilo que desovilla Esther Andradi, narradora argentina nacida en Ataliva (Santa
Fe), nace, sin lugar a dudas, de una asignatura pendiente con el pasado. Como
su protagonista, Andradi llevó una vida trashumante con escala de cinco años en
Perú y destino final en Berlín, donde reside. Ha afirmado que “La escritura es
el ancla con la que tejen [los escritores que viven en el exilio] el vínculo
con el país lejano, una suerte de istmo en el mar de otro idioma” (prólogo a la
antología Vivir en otra lengua,
ediciones Desde la Gente,
2007). Es lícito entonces pensar a Berlín
es un cuento como un istmo o una isla imprescindible en el idioma alemán, o
mar que la rodea. Atravesada por la marca indeleble del exilio, puede decirse que
esta novela es ancla y es “cuento” –, porque
se escribe en un país extranjero, en lengua materna y de un tirón “para que no
se corte, como si fuera un cuento”, según se explicita en la última línea.
Dentro de la novela que
da título al libro se escribe otra: Tres
traidoras: “de aventuras, de ciencia ficción y de autoayuda”, la clasifica
su autora Beatriz Ponce Aldao (Bety), la Novelista, exiliada chilena, cuyos personajes son
la Bella, La Vieja y la Gorda. Confinadas a vivir en
cuevas y madrigueras, las traidoras, “esconden sus huesos, la lágrima, la piel,
la desdicha” y son las encargadas de traicionar el legado que condujo a la
civilización a extremos bestiales. Seguimos el texto de esta novela en el
devenir de la otra que se ocupa de reflejar como en un gran friso o mural la
vida en el Berlín de los ochenta; la inserción de la Novelista en esa ciudad
refugio de artistas emigrados: “Pocos sabían la cantidad de latinoamericanos
que por aquel tiempo deambulaban por Berlín como artistas en ciernes. […]
Orquestas que ensayaban en los sótanos, danza que se inspiraba en la calle,
teatro en fábricas abandonadas”.
Historia
retrospectiva que reconstruye, recicla, remueve la vida en el Crash, edificio comunitario donde la Novelista, que ha
llegado a Berlín invitada por el alemán Jan (el amor de su vida), sobrevive sindinerosintrabajosinidioma,
al abrigo de un grupo de intelectuales en su mayoría latinoamericanos. La
edificación antigua y abandonada será objeto de la brutal agresión de un grupo
neonazi y más tarde de la topadora (la ciudad amurallada no disponía de terreno
libre y se estimulaba entonces la demolición, modernización y reciclado edilicio
como negocio rentable). Hoy el Crash es
un edificio de cristal y “ellos, los de entonces, tan cambiados, tan otros.
Como la misma ciudad que los parió”, se han dispersado por el mundo o han
muerto. La escritura se ejerce como vía de conocimiento; indaga, busca atrapar
y entender el tiempo perdido: la magdalena se embebe en el té y se asiste al
despliegue.
De Berlín se dice
que, como la ciudad de Villon era “medieval, callejera, pequeña, encerrada,
precisa”. Y dentro de ella, su fatídico emblema: el muro histórico que los
turistas veían como a un fetiche de la guerra fría y que sujetaba a Berlín con
“la solidez de un corset”; muro paradójico que alimentó en los alemanes de un
lado y de otro la coincidencia en la crítica mutua: “Gracias a dios, nos une la
división”, dice Sigrid, la amiga alemana de la Novelista.
Viaje interior. El
tiempo se craquela en fragmentos o capítulos que aportan sus piezas al
rompecabezas que se quiere armar y que sólo alcanza el modelo terminado en las
últimas páginas. Una prosa que no escatima sorpresas y que apela al orden racional
tanto como al absurdo y al humor que distancia. Algunos capítulos se organizan como
poemas en verso. Dentro de la expansión que pide la novela es posible dar con la
síntesis que aporta la poesía. Leemos: “Llegó con los primeros fríos a Berlín.
Era setiembre y las uvas maduraban”. Y tras el relato de la orden de desalojo,
del ataque al “Crack” por un grupo de jóvenes neonazis, de la resistencia
pacífica y a la vez audaz y creativa de aquel grupo de artistas soñadoras, y de
la expulsión de Bety por haber violado las normas de ingreso al país, la Novelista solo ve en lo
que alguna vez fue encuentro, integración y enlace, la mutilación. Ve la
dispersión definitiva, el desmembramiento del grupo; ve, en la desolación del
final, “Polvo de estrellas”/ “basura de cometas”. Pero sabe que dispone de un as
en la manga: las cuartillas escritas. Contra el olvido, contra la
desintegración, el germen de “Berlín es un cuento”.
(*) Esther Andradi nació en Ataliva, (Argentina), estudió
Ciencias de la Comunicación en Rosario y en 1975 emigró al Perú. En Lima
ejerció el periodismo escrito y publicó su primer libro. En 1980 viajó a Europa
y se radicó en Berlín donde escribió guiones y reportajes para la radio y
televisión alemanas. En 1995 regresó a Argentina y vivió en Buenos Aires siete
años. Desde 2002 reside nuevamente en Berlín. Escribe columnas y entrevistas en alemán y
español para diferentes medios de Europa y América.
Ha
publicado testimonio, cuento, poesía, ensayo y
novela y ha sido traducida al alemán y al inglés. Algunos títulos: “Ser mujer en el Perú”(Coautoría con Ana
María Portugal) “Come, éste es mi
cuerpo”, “Chau Pinela” “Tanta Vida”,
“Sobre Vivientes”, “Berlín es un cuento”. Es compiladora de las antologías “Vivir en otra
lengua. Literatura latinoamericana escrita en Europa”, “Comer con la mirada”, y
“Miradas sobre América. Crónicas de viaje, exilio y migración”. Coautora con
Sandra Bianchi de “Cartón lleno. Breve muestra de la microficción en Argentina”
(2012)