Apuntes para
una lectura de En el borde
©Imelda Ferrero
Los tiempos antiguos y contemporáneos se fusionan ante las
estatuas decapitadas de la rosarina Plaza Pringles: —“¡¡¡Que le corten la
cabeza!!!”, sentenció la reina de Alicia
en el país de las maravillas—, y los disparates maternales que evocan una
infancia saturada del vuelo de pájaros migrantes, de emociones persistentes.
Lo fantasmagórico del cine y su juego de luces y sombras se
perpetúa en la evocación de las “Escenas con relámpagos” que incluyen a la
narradora protagonista, Leo y “una mujer decorativa, muda, decolorada”, sujetos
de un sueño macabro con un tren desaforado que perfora cualquier utopía dispersando
los cuerpos entre las vías, recuperados luego por la metempsícosis griega.
Penélope no dejó a Telémaco cuando su padre Ulises los abandonó.
Tampoco lo hará su versión reciclada con los viajeros extraviados de “El cuaderno
rojo” que entre la tierra y el mar eligen la trama azul de la telaraña para
jugar así la Partida del desvío en las páginas del cuaderno de tapas rojas.
¿Cómo imaginar el cuadro inexistente de un pintor como Hopper? “La
tela que Edward Hopper nunca pintó” nos acerca a la imposibilidad de la
sustitución de la imagen por la escritura en tanto nos sumerge en una
temporalidad del paisaje real que, en su soledad más absoluta, parece
desconocer nuestra mirada.
Si la estatua petrifica el tiempo y el espacio de una vida, la
protagonista de “Interiores” recupera, con la inmovilidad de la medusa detenida,
un instante de su vida pasada. Sonámbula en el recuerdo de lo familiar entre
colecciones de objetos, de juguetes usados y casi destruidos o ropajes
infantiles o la fascinación de la claridad matinal, su insomnio se transforma
en peregrinación nocturna ante la inminencia de una mudanza: el “caótico
destierro de mis fantasmas”, al estallar un nuevo día.
¿Qué metamorfosis quería el Minotauro de Ariadna? En la
“Metamorfosis de Ángela “, Clarice Lispector comparte el hallazgo de la salida
para “Ángela, la huyente”. Ni el shopping ni el tarot le fueron propicios a
esta viajera incansable por sus laberintos melancólicos. El ovillo de hilo de
su sueño y la visión de sus pies desnudos “anudó” la red entre sueño y vigilia a
los telares de lo real.
Si un poder se ramifica empieza la lucha desigual entre un vegetal
y un ser humano. En “Crónica de arborescencias” un helecho y un niño pequeño se enfrentan por la
supervivencia de uno u otro. Ambos se expanden para no perecer, aunque
finalmente la poda de unos tentáculos vegetales acaban transformando un balcón
en canchita de fútbol. Casi la aceptación de un veredicto irrefutable.
Lo real, lo simbólico y lo
imaginario no se fusionan en “Fractura”. Como los casilleros del tablero de
ajedrez, cada uno se delimita por el otro: la “realidad” de la fractura se
reconoce en el dolor punzante de una rotación ósea. Una palabra —mariposa— entra
en escena y transmuta el dolor en el engendramiento imaginario de la larva: “un
cortejo de mariposas en danza”.
“¿Un lugar en la chacra o en el vientre de la ballena?” quizás se
siga preguntando “Reina, Clementina”, ante el desalojo intempestivo de su
vivienda precaria que la condenará a un exilio en el cual ni la casualidad ni
el azar ocuparán un lugar.
Entre un fresno en la vereda y un helado de “Crema de maracuyá”,
sucede la historia de una historia de amor deshilachada por la rutina de la
convivencia familiar.
Estamos “en el borde” o “al borde” o en los “Desbordes” cuando el
Paraná anuncia su creciente. No se sabe, sí quizás se presiente, que la vida y
la muerte juegan con la cercanía y la lejanía en la frase de Proust rescatada
en el texto: “algo acaba de perder el ancla”. ¿Qué se conserva o qué se pierde?
”Hoy vivo en una casa edificada en otro mundo, otro barrio”, declara la narradora,
imagen que petrifica los desbordes.
¿Se mira nuestro Paraná como el remolino de la vida y la muerte?
En “Río lúgubre” la mirada se comprime con el vacío del ausente: “Demasiada
búsqueda por cielo y por tierra, y también bajo tierra” y “ya no son niños y
los padres están más viejos”. Y vacíos, en el balneario la Florida de Rosario.
Es en el vaivén de las fronteras donde se juega “El límite”, otro relato
que despliega el horror humano ante la invasión animal (virus o murciélagos) en
la nocturnidad de lo onírico. Maca en su insomnio ensaya estrategias bélicas
para combatir fantasmas o una táctica siempre solidaria con la escritura “que
reescribe el miedo en todas sus versiones”.
“Soldaditos” conecta dos
puestas teatrales: “Carne de juguete” (2015) de Gustavo Guirado y Guerra de
Malvinas (1982). En la primera opera lo lúdico de la ficción y en la segunda la
lucha descarnada del cuerpo a cuerpo de Los
pichiciegos de Rodolfo Fogwill, quien afirma, en el prólogo a la edición de
2010: “no fue escrito contra la guerra sino contra una manera estúpida de
pensar la guerra y la literatura”. Y el fragmento de Susan Sontag que abre
“Soldaditos”: “La guerra desmembra”, y el subtítulo de Los pichiciegos, “Visiones de una batalla subterránea”, nos instalan
en la Palestina-Israel de nuestra difícil contemporaneidad. Rememorando la
escena malvinense en el relato de Marta Ortiz: “un ejército invencible de
soldaditos recién destetados defendería esa patria indeleble que él (Galtieri) no
alcanzaba a rescatar del letargo”.
Permanecer en la Primera Parte de En el borde de los primeros cuentos y al mismo tiempo rastrear otra
orilla en la Segunda Parte con el Borde
vintage: “Oración perruna” despliega un luto infinito en la vida de la
protagonista adolescente por la muerte de su padre, aunque al mismo tiempo la
amistad con un ovejero alemán se vuelva “un anclaje que en los últimos meses
ella había creído perdido para siempre”. La casa de la infancia y sus espacios
familiares se redondean con las letras y las voces de lo que se cantaba en
aquel tiempo cuando se jugaba en rondas o se tarareaba un tango en “Rondas al
atardecer”, en tanto el acápite de la poeta Amelia Biagioni sentencia: “Hubo
una vez un rey, un reino. Nunca más”. Y Marta Ortiz concluye: “no me quejo”.
En el relato que cierra el volumen, tras la sucesión de los textos
anteriores inmersos en climas enrarecidos que basculan entre lo real, lo
fantástico y lo onírico y no obstante se sienten muy cercanos a la vida
cotidiana, la confusión babélica esculpe la incertidumbre. Se avecina una
tempestad, se huelen panes recién horneados, se prepara un picnic campestre
entre fotos antiguas y libros con olor a nuevo. Sin embargo, cada uno de estos
detalles no será más que una ínfima parte del boceto a carbonilla que esboza el
abuelo: “Orilla del mar con bañistas”, y los lectores desconcertados quizás puedan
entrever el paisaje bucólico de un picnic cercado por lavandas evocadas en
lengua inglesa, una canasta con mantel a cuadros no muy lejos de un arroyito y
un abuelo que es leyenda, de quien se dice: “cuando el servicio militar lo
recluyó a la defensa de la línea de frontera con Chile, él cabalgó desiertos”.
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